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– No, gracias.

– Muy bien, la salida de emergencia está ahí, y estas ventanas tienen persianas, por si quiere usted bajarlas. Una vez que hayamos despegado, le comunicaré cuándo puede soltarse el cinturón y moverse por la cabina.

– Gracias.

– Hasta luego.

El piloto se volvió, entró en la carlinga y cerró el panel divisorio entre carlinga y cabina.

Jalil miró por la ventanilla mientras el avión rodaba hacia la pista. No hacía mucho él había aterrizado allí con un hombre que ahora estaba muerto en el asiento del piloto de un avión de guerra que había matado quizá a muchas personas. Junto a aquel hombre se hallaba sentado otro asesino que había pagado sus crímenes. Había sido un momento exquisito, un final adecuado para sus sanguinarias vidas. Pero era también un signo, una firma en realidad, si alguien la leía adecuadamente. Se arrepintió de haberse permitido aquel acto simbólico pero, al reflexionar, decidió que no habría cambiado una sola palabra, un solo momento, una sola cosa de lo que había hecho. «Mi cáliz rebosa.» Sonrió.

El Lear se detuvo, y Jalil oyó cómo se intensificaba el rugido de los motores. El avión pareció estremecerse y al instante salió disparado por la pista.

Medio minuto después estaban volando, y oyó el ruido del tren de aterrizaje al retraerse bajo él. Al cabo de unos minutos, el avión se inclinó ligeramente de costado mientras continuaba ascendiendo.

Poco después sonó la voz del piloto en el altavoz.

– Señor Perleman, puede usted moverse por la cabina si lo desea pero, por favor, mantenga abrochado el cinturón mientras esté sentado. Si quiere dormir, el respaldo de su asiento puede echarse hacia atrás hasta quedar en posición horizontal. Estamos pasando en estos momentos sobre el bajo Manhattan, si quiere echar un vistazo.

Jalil miró por la ventanilla. Estaban sobrevolando el extremo meridional de la isla de Manhattan, y pudo ver los rascacielos al borde del agua, incluidas las torres gemelas del World Trade Center.

Le habían dicho en Trípoli que cerca del Trade Center había un edificio llamado 26 Federal Plaza, adonde había sido llevado Boutros, y que si todo lo que podía salir mal salía mal, él también sería llevado allí.

– Es imposible escapar de ese lugar, amigo mío -le había dicho Malik-. Una vez que estás allí, eres suyo. Tu destino siguiente será una prisión cercana, luego un tribunal también cercano y finalmente una prisión en alguna parte del frío interior del país, donde pasarás el resto de tu vida. Nadie puede ayudarte allí. Ni siquiera te reconoceremos como uno de los nuestros ni ofreceremos intercambiarte por un infiel capturado. Hay muchos mujaidines en cárceles norteamericanas, pero las autoridades no permiten visitarlos. Vivirás toda tu vida solo en una tierra extraña, entre extraños, y jamás volverás a ver tu patria, ni a oír tu lengua, ni a estar con una mujer.

«Pero puedes poner fin a tu propia vida -había añadido-, lo cual será una victoria para ti y para nuestra causa y una derrota para ellos. ¿Estás preparado para esa victoria?

– Si estoy dispuesto a sacrificar mi vida en combate, ¿por qué no iba a quitarme la vida para escapar de la captura y la humillación? -había respondido Jalil.

Malik había movido pensativamente la cabeza.

– Para algunos, una cosa es más fácil que la otra. -Le entregó una hoja de afeitar-. Ésta es una manera -explicó, y añadió-: Pero no debes cortarte las venas porque podrían salvarte la vida. Debes seccionar varias arterias importantes.

Apareció un médico y mostró a Jalil cómo localizar la arteria carótida y la arteria femoral.

– Y para mayor seguridad, córtate también las venas -dijo el médico.

Otro hombre ocupó el puesto del médico e instruyó a Jalil sobre cómo confeccionar un dogal con distintos materiales, entre ellos una sábana, un cable eléctrico y prendas diversas.

Tras las demostraciones de suicidio, Malik le había dicho a Jaliclass="underline"

– Todos tenemos que morir, y todos elegiríamos morir en el yihad a manos del enemigo. Pero hay situaciones en que uno debe darse muerte a sí mismo. Y te aseguro que al final de cualquiera de esos dos caminos te espera el Paraíso.

Jalil miró de nuevo por la ventanilla del Lear y tuvo un último atisbo de la ciudad de Nueva York. Prometió no volver a ver jamás aquel lugar. Su último destino en Norteamérica era un lugar llamado California y, después, su destino final era Trípoli, o el Paraíso. En cualquier caso, estaría en casa.

CAPÍTULO 42

Desperté, y a los pocos segundos supe dónde estaba, quién era y con quién estaba acostado.

Uno suele arrepentirse de los excesos de una noche de alcohol. Uno suele desear haber despertado solo, en algún otro lugar. Muy lejos. Pero yo no tenía esos sentimientos aquella mañana. De hecho, me sentía de maravilla, aunque resistí la tentación de correr a la ventana y gritar: «¡Despierta, Nueva York! ¡John Corey ha echado un polvo!»

El reloj de la mesilla de noche señalaba las siete y catorce.

Me levanté de la cama en silencio, entré en el baño y lo utilicé. Encontré el kit de Air France, me afeité y me cepillé los dientes y luego me metí en la ducha.

A través de la puerta de cristal deslustrado de la ducha vi a Kate entrar en el cuarto de baño, oí la descarga de agua del inodoro y luego la oí cepillarse los dientes y hacer gárgaras entre bostezos.

Acostarse con una mujer a la que apenas conoces es una cosa, y otra muy distinta pasar la noche con ella. Yo tengo un gran sentido de territorialidad por lo que al cuarto de baño se refiere.

El caso es que se abrió la puerta corrediza de la ducha y va y entra la Mayfield. Sin tan siquiera un «con tu permiso», me aparta con el codo y se pone bajo el chorro de agua.

– Lávame la espalda -dijo.

Le froté la espalda con mi toallita jabonosa.

– Oooh, qué gusto.

Se volvió, y nos abrazamos y nos besamos, mientras el agua se derramaba en cascada sobre nuestros cuerpos.

Hicimos el amor bajo la ducha, salimos, nos secamos y pasamos al dormitorio, envueltos ambos en nuestras toallas de baño. Su dormitorio daba al este, y el sol penetraba por la ventana. Parecía un buen día, pero las apariencias engañan.

– He disfrutado realmente esta noche -me dijo.

– Yo, también.

– ¿Te volveré a ver?

– Trabajamos juntos.

– Cierto. Tú eres el tipo de la mesa que está frente a la mía.

Uno nunca sabe qué esperar a la mañana siguiente, ni qué decir, pero es mejor mantener un tono ligero, que era lo que Kate Mayfield estaba haciendo. Cinco puntos.

De todos modos, mi ropa estaba en alguna parte… en el cuarto de estar, si la memoria no me fallaba, así que dije:

– Dejaré que te pintes mientras busco mi ropa.

– Todo está planchado y colgado en el armario del vestíbulo. Te he lavado la ropa interior y los calcetines.

– Gracias.

Diez puntos. Recogí la pistola y la funda y entré en el cuarto de estar, donde mi ropa continuaba esparcida por el suelo. Debía de haber soñado lo del lavado y el planchado. Menos diez puntos.

Me vestí, molesto al tener que ponerme la ropa interior usada del día anterior. Para ser un macho alfa tengo una verdadera obsesión por la limpieza, aunque, naturalmente, puedo soportarlo.

Entré en la diminuta cocina, encontré un vaso limpio y me serví un zumo de naranja. Observé que el contenido del frigorífico era mínimo, pero había yogur. Siempre hay yogur. ¿Qué habrá entre las mujeres y el yogur?

Descolgué el teléfono que había en la pared de la cocina, marqué el número de mi apartamento y oí mi voz grabada diciendo: «Residencia de John Corey. Mi mujer se ha largado, así que no deje ningún recado para ella.» Después de un año y medio, quizá debería haber cambiado el mensaje. De todos modos, marqué mi clave de acceso, y la impersonal voz dijo: «Tiene ocho mensajes.» El primero había sido grabado la noche anterior por mi ex, que decía: «Cambia ese estúpido mensaje. Llámame. Estoy preocupada.»