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Y lo estaba. Y yo la llamaría, cuando encontrara un momento.

Había otro mensaje preocupado de mis padres, que viven en Florida y que para entonces ya tenían todo el aspecto de unos tomates resecos por el sol.

Había un mensaje de mi hermano, que sólo lee The Wall Street Journal, pero que debía de haberles oído decir algo a papá y mamá y éstos le habían indicado que llamase a Oveja Negra. Es mi apodo familiar, y no tiene connotaciones peyorativas.

Dos viejos compañeros de fatigas habían llamado también preguntando por mi posible implicación en el caso del vuelo 175. Había igualmente un mensaje de mi ex colega Dom Fanelli, que decía: «¡Eh, muchacho! ¿Fui yo quien te metió en ese asunto? ¡Maldita sea! ¿Y te preocupabas por los dos latinos que te disparaban? Este tío del trapo en la cabeza se ha llevado por delante un avión entero y un puñado de federales. Ahora probablemente te está buscando a ti. ¿Sigues divirtiéndote? Te vieron en Giulio's la otra noche, bebiendo solo. Cómprate una peluca rubia. Llámame. Me debes una copa. Arrivederci.»

Sonreí aun a mi pesar y dije:

– Va fungole, Dom.

El mensaje siguiente era del señor Teddy Nash. Decía: «Aquí Nash. Creo que deberías estar en Frankfurt, Corey. Espero que estés en camino. ¿Dónde andas si no? Debes mantenerte en contacto. Llámame.»

– Doble va fungole, montón de mierda… -Me di cuenta de que aquel hombre me estaba poniendo furioso y, como había sugerido Kate en el aeropuerto, no debía dejar qué eso sucediera.

El último mensaje era de Jack Koenig, a medianoche, mi hora. Decía: «Nash ha intentado contactar contigo. No estás en la oficina, no has dejado ningún número al que llamarte, no contestas al busca y supongo que no estás en casa. Llámame. Lo antes posible.»

Creo que Herr Koenig llevaba ya demasiado tiempo en la Madre Patria.

La voz del contestador dijo: «No hay más mensajes.»

– Gracias a Dios.

Me alegró no oír la voz de Beth, lo que habría aumentado mi cociente de culpabilidad.

Entré en el cuarto de estar y me senté en el sofá, el escenario del crimen de la noche pasada. Bueno, uno de los escenarios.

Hojeé la única revista que pude ver, un ejemplar de Entertainment Weekly. En la sección de libros vi que Danielle Steel publicaba su cuarto libro en lo que iba de año, y todavía estábamos en abril. Quizá pudiera lograr que me escribiera ella mi informe de incidente. Pero tal vez se entretuviera demasiado en describir lo que llevaban los cadáveres de primera clase.

Pasé a otra sección, y me disponía a leer un reportaje sobre un concierto de Barbra Streisand en beneficio de los mayas marxistas de la península de Yucatán, cuando, voila!, apareció Kate Mayfield, empolvada, peinada y vestida. La verdad era que no había tardado demasiado. Diez puntos.

– Estás preciosa -dije, poniéndome en pie.

– Gracias. Pero no te pongas sensible y tierno conmigo. Me gustabas como eras.

– ¿Y cómo era?

– Insensible, tosco, egocéntrico, egoísta, rudo y sarcástico.

– Haré lo que pueda. -Veinticinco puntos.

– Esta noche, en tu casa -me informó-. Llevaré un maletín. ¿Te parece?

– Desde luego. -Siempre y cuando el maletín no tuviese el aspecto de tres maletas y cuatro baúles. Realmente, tenía que pensarlo.

– Anoche, cuando estabas en el baño, sonó tu busca -dijo-. Lo cogí. Era el centro de mando provisional.

– Oh… deberías habérmelo dicho.

– Lo olvidé. No te preocupes.

Experimenté la impresión de estar entregando el control de la misión, y quizá el control de mi vida, a Kate Mayfield. ¿Entienden lo que quiero decir? Menos cinco puntos.

Ella se dirigió hacia la puerta, y yo la seguí.

– Hay un acogedor café francés en la Segunda Avenida.

– Estupendo. Que siga allí.

– Vamos. Invito yo.

– Hay un mugriento cafetín en la esquina.

– Yo he invitado primero.

Así que recogimos nuestros maletines y salimos, como cualquier pareja disponiéndose a iniciar su jornada laboral, salvo que cada uno de nosotros llevaba una Glock del calibre 40.

Por cierto, que Kate llevaba unos pantalones negros y una especie de blazer color ketchup Heinz sobre una blusa blanca. Yo llevaba lo mismo que el día anterior.

Bajamos en el ascensor hasta el vestíbulo y salimos del edificio. El portero era el mismo de la noche anterior. Quizá trabajan una hora sí y dos horas no hasta que completan una jornada de ocho horas.

– ¿Taxi, señora Mayfield? -preguntó el hombre.

– No, gracias, Herbert, vamos andando.

Herbert me dirigió una mirada que sugería que era él y no yo quien debería haber estado en el apartamento 1415.

Hacía un día precioso, cielo despejado, un poco de frío pero nada de humedad. Caminamos hacia el este por la calle 86 hasta la Segunda Avenida y torcimos luego hacia el sur, en la dirección de mi casa, aunque no íbamos allí. El tráfico rodado era ya intenso en la avenida, y también el peatonal.

– Adoro Nueva York -dije, impulsado solamente por mi estado de ánimo.

– Yo odio Nueva York -replicó ella. Se dio cuenta de que esa declaración estaba preñada de futuros problemas, especialmente si ella lo estaba, y añadió-: Pero podría conseguir que me gustase.

– No, no puedes. Nadie puede hacerlo. Pero puedes acostumbrarte a él. A veces lo adorarás, a veces lo odiarás. Nunca te gustará.

Me miró de reojo pero no hizo ningún comentario sobre mi profunda observación.

Llegamos a un sitio llamado La No-sé-qué de No-sé-cuántos. Entramos y nos recibió calurosamente una dama francesa empapuzada de Prozac. Ella y Kate parecían conocerse e intercambiaron unas palabras en francés. Que me saquen de aquí. Menos cinco puntos.

Nos sentamos a una mesa del tamaño de los gemelos de mi camisa, en sillas hechas con percheros. El establecimiento parecía un saldo de Laura Ashley y olía a mantequilla caliente, lo cual me revuelve el estómago. Los clientes eran todos travestís.

– ¿No es una monada el sitio?

– No.

La dueña nos entregó diminutos menús escritos en sánscrito. Había treinta y dos clases de bollitos y croissants, manjares todos ellos inadecuados para hombres.

– ¿Puedo tomar un bagel? -le pregunté a madame.

– No, monsieur.

– ¿Huevos? ¿Salchichas?

– No, monsieur.

Giró sobre su afilado tacón y se alejó. Se estaba esfumando el efecto del Prozac.

– Prueba el croissant de fresa -dijo Kate.

– ¿Por qué?

Pedí café, zumo de naranja y seis brioches. Puedo arreglármelas con los brioches. Saben como los bizcochos de mi abuela inglesa. Kate pidió té y un croissant de cereza.

Mientras desayunábamos, me preguntó:

– ¿Tienes alguna otra información que te gustaría compartir conmigo?

– No. Sólo el asesinato de Perth Amboy.

– ¿Alguna teoría?

– Ninguna. ¿Vienes aquí a menudo?

– Casi todas las mañanas. ¿Algún plan de acción para hoy?

– Tengo que recoger la ropa de la lavandería. ¿Y tú?

– Tengo que levantarme y continuar leyendo todo lo que tengo encima de la mesa.

– Piensa en lo que no está en tu mesa.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, una detallada información sobre las supuestas víctimas de Jalil en Europa. Salvo que se me haya pasado por alto, no hay nada en nuestras mesas. Nada de Scotland Yard. Nada del departamento de investigación criminal de la Fuerza Aérea ni del FBI.

– Muy bien… ¿qué estamos buscando?

– Una conexión o un móvil.

– No parece haber ninguna conexión, fuera del hecho de que los objetivos eran británicos y estadounidenses. Ése es también el móvil -señaló.