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Ella levantó la vista de la mesa.

– Supongo que alguien les ha pedido que no lo hagan -respondió-. No es buena idea presentar lo qué las relaciones públicas no quieren que se muestre. Conceden mucha importancia a los aniversarios, pero si los ignoramos se sienten frustrados.

A mí me parecía bien. Había muchas consideraciones que tener en cuenta ante un suceso de tal magnitud. Los malos actores estaban representando una tragedia pero nosotros no les íbamos a dar publicidad gratuita.

De todos modos, no había grandes novedades en las noticias, así que consulté los mensajes del contestador automático, tal como estaba haciendo Kate. Debería haber utilizado los auriculares en vez del altavoz, porque el primer mensaje era dé Beth, a las 7.12 de la mañana. Decía: «Hola. Anoche te llamé a casa, y también esta mañana pero no he dejado ningún mensaje. ¿Dónde te has metido? Llámame a casa antes de las ocho y luego a la oficina. Te echo de menos. Un beso muy grande. Hasta luego.»

Kate continuó escuchando sus propios mensajes, fingiendo no oír.

Dije, como hablando conmigo mismo: «Tengo que llamar a mamá», pero no creo que colase.

El mensaje siguiente era de Jack Koenig, que decía: «Mensaje para Corey y Mayfield. Llamadme.» Daba un número larguísimo, lleno de ceros y unos, y supuse que no había vuelto a su oficina, al otro extremo del pasillo.

Había un mensaje similar de Ted Nash, que borré.

No había más mensajes, y dediqué mi atención a los papeles de mi mesa.

Al cabo de unos minutos, Kate levantó la vista.

– ¿Quién era? -preguntó.

– Jack y Ted.

– Me refiero a la otra.

– Oh… Mi madre.

Dijo algo que sonó como «caradura» pero quizá no lo entendí bien. Se levantó de la mesa y se alejó.

Así que allí me quedé, soñoliento, doliéndome el orificio de bala del abdomen, con seis brioches poco hechos en el estómago, el último y definitivo acto de mi carrera en peligro y algún terrorista loco bebiendo leche de camella en alguna parte y mirando mi foto en los periódicos. Podía enfrentarme a todo eso. Pero ¿necesitaba eso? Quiero decir que creía haberme portado honradamente con Kate.

Justo cuando empezaba a pensar mejor las cosas en relación con la Mayfield, ella regresó con dos tazas de café y puso una sobre mi mesa.

– Solo y con azúcar, ¿verdad?

– Verdad. Sin estricnina. Gracias.

– Puedo salir a traerte un Egg McMuffin si quieres. Con queso y salchicha.

– No, gracias.

– Un hombre activo necesita alimentos sólidos.

– En realidad, no hago más que estar sentado. El café es suficiente. Gracias.

– Apuesto a que no te has tomado tus vitaminas esta mañana. Voy a buscártelas.

Detectaba un cierto sarcasmo en el tono de la Mayfield, o quizá es que la palabra de la mañana era «cebo». No sólo era yo un cebo, sino que me estaban tendiendo también uno a mí mismo.

– Gracias, pero el café es todo lo que necesito.

Bajé la cabeza y me puse a estudiar un informe que tenía delante.

Ella se sentó enfrente de mí y tomó un sorbo de café. Yo sentía sus ojos posados sobre mi cara. Levanté la vista hacia ella pero aquellos ojos azules, tan atractivos hacía sólo unos momentos, se habían convertido en dos cubitos de hielo.

Nos miramos fijamente el uno al otro, y finalmente ella dijo:

– Lo siento. -Y volvió a sus papeles.

– Me ocuparé de ello -aseguré.

– Más te vale -respondió, sin levantar la vista.

Al cabo de uno o dos minutos volvimos a la tarea de capturar al terrorista más buscado del mundo.

– Hay un informe combinado de varios departamentos policiales referente a los alquileres de coches en el área metropolitana… Se alquilan miles de coches todos los días, pero están tratando de seleccionar los alquileres realizados a personas con nombres que parezcan proceder de Oriente Medio. Resulta un poco traído por los pelos.

– Bastante. Por lo que sabemos, Jalil está conduciendo un coche prestado por un compatriota. Aunque sea un coche alquilado, sus cómplices podrían utilizar el nombre de Smith si tienen el documento de identidad adecuado.

– Pero la persona que lo alquila podría no tener aspecto de llamarse Smith.

– Cierto… pero podrían utilizar un tipo con aire de Smith y luego deshacerse de él. Olvídate de los coches alquilados.

– Tuvimos suerte con la furgoneta Ryder en el atentado con bomba del World Trade Center. Resolvió el caso.

– Olvídate del puñetero atentado contra el World Trade Center.

– ¿Por qué?

– Porque, al igual que un general que trata de revivir en una batalla sus éxitos anteriores, descubrirás que los malos no están intentando revivir sus derrotas pasadas.

– ¿Eso es lo que les dices a tus alumnos del John Jay?

– Desde luego. Es claramente aplicable al trabajo detectivesco. He visto demasiados policías de homicidios tratando de resolver el caso B de la misma forma en que resolvieron el caso A. Cada caso es único. Especialmente, éste.

– Gracias, profesor.

– Haz lo que quieras.

Me enfurruñé y volví a mis memorándums y a mis informes. Detesto los papeles.

Encontré un sobre sellado con la mención «Confidencial. No mostrar a nadie», y sin nota de procedencia. Lo abrí y vi que era de Gabe. Decía:

He mantenido incomunicado a Fadi durante todo el día de ayer, después fui a la casa de Gomal Yabbar e interrogué a su mujer, Cala. Asegura no tener conocimiento de las actividades e intenciones de su marido ni de adónde iba él sábado. Pero dijo que Yabbar tuvo una visita el viernes por la noche y que, una vez que él visitante se hubo marchado, Yabbar puso un maletín de lona negra debajo de la cama y le ordenó que no lo tocase. Ella no reconoció al visitante ni oyó nada de lo que dijeron. A la mañana siguiente, su marido se quedó en casa, lo cual resultaba insólito, ya que normalmente trabajaba los sábados. Yabbar salió de su apartamento de Brooklyn a las dos de la tarde, llevando el maletín, y no regresó. Ella describe su comportamiento como preocupado, nervioso, triste y aturdido… traduzco del árabe sus palabras lo mejor que puedo. La señora Yabbar parece resignada a la posibilidad de que su marido esté muerto. He llamado a Homicidios y les he autorizado a comunicarle la noticia y poner en libertad a Fadi. Hablaré luego contigo.

Doblé la hoja y me la guardé en el bolsillo.

– ¿Qué era eso? -preguntó Kate.

– Te lo enseñaré más tarde.

– ¿Por qué no ahora?

– Necesitas poder alegar ignorancia antes de que hablemos con Jack.

– Jack es nuestro jefe. Yo confío en Jack.

– También yo. Pero está demasiado próximo a Teddy en estos momentos.

– ¿De qué hablas?

– Se están llevando a cabo dos juegos en el mismo campo, el juego del León, y el juego de alguien distinto.

– ¿De quién?

– No lo sé. Solamente tengo la impresión de que algo va mal.

– Bueno… si quieres decir que la CÍA va a lo suyo, eso no es nada nuevo precisamente.

– Exacto. Vigila a Ted.

– De acuerdo. Tal vez lo seduzca para que confíe en mí.

– Buena idea. Pero lo vi desnudo una vez, y lo tiene minúsculo.

Me miró y vio que no bromeaba.

– ¿Cuándo lo has visto desnudo?

– En una despedida de soltero. Se entusiasmó con la música y las chicas del striptease y, antes de que nadie pudiera impedírselo…

– Déjate de historias. ¿Cuándo lo has visto desnudo?

– En Plum Island. Al salir del laboratorio de biocontención tuvimos que ducharnos todos. Así es como lo llaman. Ducharse.

– ¿De veras?

– De veras. Y creo que él no se duchó del todo, porque ese mismo día se le encogió el pito.

Se echó a reír. Luego pensó durante unos instantes y observó:

– Olvidaba que una vez trabajasteis juntos en un caso. George también, ¿verdad?