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– Sí. George tiene un pito normal. Que conste.

– Gracias por la información. -Reflexionó unos momentos-. O sea, que llegaste a desconfiar de Ted en aquel caso.

– No fue un proceso evolutivo. Dejé de confiar en él tres segundos después de conocerlo.

– Comprendo… o sea, que te resulta sospechosa esta coincidencia de encontrarte otra vez con él.

– Quizá un poco. A propósito, realmente me amenazó en el caso de Plum Island.

– ¿Amenazarte, en qué sentido?

– En el único que importa.

– No lo creo.

Me encogí de hombros.

– Para tu información, estaba interesado en Beth Penrose -añadí.

– ¡Oh! Cherchez la femme. Ahora se entiende todo. Caso cerrado.

Puede que fuera una imprudencia por mi parte comunicarle aquello. No repliqué a su ilógico razonamiento deductivo.

– De modo que aquí está la solución a nuestros dos problemas. Ted y Beth. Que se unan.

De alguna manera, yo había pasado de agente antiterrorista a personaje de serial.

– Parece un plan -dije para poner fin a la conversación.

– Estupendo. Y ahora dame lo que te has guardado en el bolsillo.

– Pone «no mostrar a nadie».

– Muy bien, léemelo.

Saqué del bolsillo el informe de Gabe y lo empujé sobre la mesa. Ella lo leyó en silencio.

– No hay aquí gran cosa que yo no deba ver, y nada que tenga que negar haber visto -dijo-. Estás tratando de controlar la información, John -añadió-. La información es poder. Aquí no trabajamos así. -Tú y Gabe y varios otros de la policía de Nueva York estáis jugando a ocultarles cosas a los federales. Se trata de un juego peligroso.

Etcétera, etcétera. Me obsequió con una conferencia de tres minutos que terminó con:

– No necesitamos una organización clandestina dentro de nuestra brigada.

– Te pido disculpas por ocultarte el informe -respondí-. En el futuro compartiré contigo todos los informes de policía a policía. Puedes hacer lo que quieras con ellos. -Y añadí-: Sé que el FBI y la CÍA lo comparten todo conmigo y con los demás detectives de la policía asignados a la BAT. Como dijo J. Edgar Hoover…

– Está bien, vale. Entiendo. Pero no tengas secretos conmigo.

Nos miramos a los ojos y sonreímos. ¿Ven lo que ocurre cuando se lía uno con una compañera de trabajo?

– Lo prometo -dije.

Volvimos a nuestros papeles.

– Aquí está el informe forense preliminar sobre el taxi encontrado en Perth Amboy… -dijo Kate-. Anda… las fibras de lana halladas en el asiento posterior coinciden con las fibras tomadas del traje de Asad Jalil en París.

Busqué rápidamente el informe y lo leí en silencio mientras Kate lo leía en voz alta.

– Tereftalato de polietileno transparente incrustado en el asiento del chófer y en el cuerpo… -dijo-. ¿Qué diablos significa eso?

– Significa que el pistolero utilizó una botella de plástico como silenciador.

– ¿De veras?

– De veras. Estoy seguro de que figura en uno de esos manuales que tienes en tu biblioteca.

– Nunca he leído eso… ¿qué más…? Muy bien, las balas utilizadas eran definitivamente del calibre 40… supongo que eso significa que utilizó… el arma de un agente.

– Probablemente.

– Hay huellas dactilares por todo el coche pero ninguna corresponde a Asad Jalil…

Ambos leímos el informe pero no había ninguna prueba concluyente de que Jalil hubiera estado en aquel taxi, a excepción de las fibras de lana, y eso por sí solo no demostraba de forma indudable su presencia en la escena. Sólo significaba que había estado presente su traje, o un traje similar. Es lo que una vez dijo ante el tribunal un abogado defensor.

Kate reflexionó unos momentos.

– Está en Norteamérica -dijo finalmente.

– Eso es lo que yo dije antes de que nos enterásemos del asesinato de Perth Amboy.

– Sin embargo, John, sabemos dónde estaba el sábado por la noche. ¿Qué podemos sacar de eso?

– Nada.

De hecho, las pistas sólidas y los datos verificables conducían a menudo a otra parte. Cuando finalmente se formulara la acusación federal contra Asad Jalil, podríamos añadir el nombre de Gamal Yabbar a la lista de más de trescientos hombres, mujeres y niños cuyo asesinato se le atribuía. Pero eso no nos acercaba ni un centímetro a su captura.

Volvimos a los papeles de nuestras mesas. Empecé por el principio, por Europa, y leí lo poco que había disponible sobre los supuestos asesinatos y otras actividades de Jalil. En algún lugar de Europa había una pista pero yo no la veía.

Alguien, no yo, había pedido a la Fuerza Aérea el expediente personal del coronel Hambrecht, también conocido como hoja de servicios, y yo tenía sobre la mesa una copia contenida en un sobre lacrado. El expediente, como todos los expedientes del personal militar, llevaba la mención «Confidencial».

Me pareció interesante el hecho de que el expediente hubiera sido solicitado hacía dos días y no hubiera formado parte de la documentación original del sospechoso. En otras palabras, Jalil se entregó en la embajada estadounidense en París el jueves, y cuando comprendieron que era sospechoso de haber asesinado a Hambrecht el expediente de la Fuerza Aérea debería haber estado aquí para el sábado…, el lunes como muy tarde. Estábamos a martes, y ésa era la primera vez que yo veía el expediente. Pero quizá estaba dando a los federales más crédito del que merecían al pensar que el expediente habría sido una de sus primeras prioridades. O quizá alguien estaba tratando de controlar la información. Como le había dicho a Kate: «Piensa en lo que no está en tu mesa.» Alguien lo había hecho ya pero yo ignoraba quién, ya que no había ninguna etiqueta de solicitud unida al expediente del coronel Hambrecht.

– Mira a ver si tienes el expediente personal del coronel William Hambrecht -le dije a Kate. Y le mostré la primera página-. Es así.

– Sé cómo es -respondió, sin levantar la vista-. Lo pedí el viernes, cuando recibí la orden de esperar a Jalil en el aeropuerto y después de haber leído su dossier. He leído el expediente hace una hora.

– Estoy impresionado. Tu padre debió de enseñarte muy bien.

– Mi padre me enseñó a progresar en mi profesión. Mi madre me enseñó a ser inquisitiva.

Sonreí y abrí el expediente. La primera página contenía información personal, parientes, domicilio, lugar y fecha de nacimiento, etcétera. Vi que William Hambrecht estaba casado con Rose y tenía tres hijos, habría cumplido cincuenta y cinco años en marzo si hubiera vivido, luterano, tipo sanguíneo A positivo, etcétera.

Fui pasando las páginas. La mayoría estaban escritas en una especie de críptica jerga militar y consistían fundamentalmente en el resumen de una larga y, al parecer, distinguida carrera. Pensé que quizá el coronel Hambrecht había servido en los servicios de inteligencia de la Fuerza Aérea, lo que podría haberlo puesto en contacto con grupos extremistas. Pero básicamente había sido piloto; luego, comandante de patrulla, comandante de escuadrilla y comandante de ala. Se había distinguido en la guerra del Golfo, poseía numerosas condecoraciones, citaciones de unidad y medallas, innumerables destinos por todo el mundo, agregado a la OTAN en Bruselas, destinado luego a la base de la Royal Air Forcé de Lakenhead en Suffolk, Inglaterra, como oficial de estado mayor, sección de entrenamiento. Nada especial, salvo que anteriormente había estado destinado en Lakenhead desde enero de 1984 hasta mayo de 1986. Quizá entonces se había forjado un enemigo. Quizá se estaba acostando con alguna casada del lugar, le dieron un nuevo destino y cuando volvió, más de una década después, el marido continuaba aún furioso. Eso explicaría el hacha. Quizá aquel asesinato no tuviera nada que ver con Asad Jalil.

De todos modos, continué leyendo. La jerga militar resulta trabajosa de leer, y además escriben en acrónimos, como «regresar a EUCON», que sé que significa Estados Unidos Continentales, y «FERUL», que es Fecha Estimada de Regreso de Ultramar», y todo así.