– Mi foto.
– ¿Tomaron bien su dirección? -Se echó a reír. Kate rió también.
– Me debe una -le dije a Jack.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que ser designado objetivo del asesino es más de lo que uno está obligado a hacer. Así que cuando necesite un favor, usted me debe uno.
– Tiene usted una deuda tan grande, Corey -me informó-, que ahora se está poniendo casi a la par. Digamos que está en paz.
La verdad era que yo no creía que fuese realmente un objetivo, pero me parece que Koenig sí lo creía, lo cual me ponía de manifiesto algún aspecto de la actitud mental del FBI. Así pues, insistí:
– De estar en paz, nada. No, según mis cálculos.
– Ustedes saben llevar la cuenta, ¿eh?
Con ese «ustedes» se refería a los policías, naturalmente.
– Me debe una -repetí.
– De acuerdo. ¿Qué quiere?
– ¿Qué tal la verdad?
– Estoy trabajando en ello.
Eso parecía una admisión y reconocimiento de que en aquel asunto había algo más de lo que nosotros sabíamos.
– Recuerde el lema de nuestros amigos de la CÍA: Y sabréis la verdad, y la verdad os hará libres -dije.
– La verdad puede matarlo. Es usted muy inteligente, Corey. Y ésta no es una línea segura.
– Auf Wiedersehen -dije, y colgué. Volví a mi informe de incidente. De modo que, en conclusión…
Kate habló un rato más con Jack y leyó el breve artículo sobre el asesinato del señor Leibowitz en Frankfurt. Charlaron un rato, y luego ella colgó.
– Esto se está poniendo feo -me dijo.
Levanté la vista de mi teclado.
– Me recuerda un episodio de «Expediente X» en el que la carpa dorada de Scully intenta secuestrarla -observé.
Los teléfonos continuaban repiqueteando por toda la estancia, tableteaban los fax, brillaban las pantallas de ordenador, los télex hacían lo que demonios tengan que hacer, entraban los empleados y dejaban más papeles en las mesas, etcétera, etcétera. Aquello era verdaderamente el centro nervioso, el cerebro electrónico de una vasta operación. Por desagracia, los cerebros humanos allí presentes no podían procesarlo todo con la suficiente celeridad ni separar rápidamente lo útil de lo inútil.
– Voy a buscar a Gabe -le dije, poniéndome en pie-. ¿Te importa quedarte aquí para no perdernos la llamada de la señora Hambrecht?
– En absoluto. ¿Qué le ibas a preguntar?
– No estoy seguro. Simplemente, ponía de buen talante y haz que alguien me llame mientras tanto.
– De acuerdo.
Salí del CMP y bajé a la sala de interrogatorios. Encontré a Gabe hablando en el pasillo con varios detectives de la BAT.
Me vio, se separó de los detectives y se me acercó. Una constante procesión de detectives entraba o salía de los ascensores, conduciendo a tipos de Oriente Medio.
– ¿Has recibido mi informe? -preguntó.
– Sí. Gracias.
– Oye, he visto tu foto en los periódicos. Y también la han visto todos los tipos que he interrogado hoy.
Hice caso omiso de su observación y le dije:
– Hay tantos árabes aquí que deberíamos encargar alfombras de oración y poner una señal apuntando hacia La Meca.
– A mi cuenta.
– ¿Algo nuevo?
– Pues sí. He llamado a Washington. A la policía metropolitana, no al FBI. Se me ha ocurrido que el señor Jalil no tenía ni idea de si lo llevarían a Washington o a Nueva York. Así que he preguntado si se había producido la muerte o la desaparición de algún taxista oriundo de Oriente Medio.
– ¿Y?
– Me comunicaron una denuncia por desaparición de una persona. Un tipo llamado Dawud Faisal, taxista. Libio. Desapareció el sábado.
– Quizá fue a cambiarse de nombre.
Gabe había aprendido a no hacerme caso.
– Hablé con su mujer -continuó-, en árabe, naturalmente, y me dijo que su marido había ido a Dulles a recoger un cliente y nunca regresó. ¿Te resulta familiar?
Reflexioné acerca de ello. Como Gabe sugería, aquel taxista podría haber sido reclutado para recoger a Jalil en el caso de que Jalil acabara en Washington. En algún momento, la organización de Jalil, fuese la inteligencia libia o fuese algún grupo extremista, se enteró de que iba a Nueva York. Pero Dawud Faisal ya sabía demasiado, y en algún punto del camino lo eliminaron o, simplemente, se limitaron a secuestrarlo durante el tiempo que se prolongase la misión.
– Buena idea -dije-. ¿Qué hacemos con esa información?
– Nada. Otro callejón sin salida. Pero apunta a una operación minuciosa y bien planeada. No hay embajada libia en este país, pero los sirios tienen en su embajada personal libio que está al servicio de Gadafi. Todos los árabes parecen iguales, ¿no? La CÍA y el FBI están al tanto de este apaño pero permiten que continúe. Así tienen libios que vigilar. Pero no había vigilancia el viernes por la noche cuando alguien fue a casa de Faisal con un maletín negro. Eso es lo que dijo la señora Faisal. Lo mismo que con la señora Yabbar… un visitante el viernes por la noche, maletín negro, marido con aire preocupado. Todo encaja pero es noticia vieja.
– Sí pero, como dices, apunta a una operación bien planeada, con cómplices en este país.
– Noticia vieja también.
– En efecto. Déjame que te pregunte una cosa, como árabe que eres. ¿Puedes ponerte en el pellejo de este tío? ¿Qué se propone ese cabrón?
Gabe consideró la pregunta, políticamente incorrecta y que sugería la utilización de un infortunado estereotipo racial.
– Bueno, piensa en lo que no hizo -respondió-. No se introdujo anónimamente en este país. Llegó aquí a costa nuestra, dicho sea en más de un sentido.
– Cierto. Sigue.
– Nos está tirando mierda a la cara. Disfruta haciéndolo. Pero, más que disfrutar, está… ¿cómo lo diría? Está haciendo un juego de ello, y, si lo piensas bien, se ha reservado las mejores cartas.
– He pensado en eso. Pero ¿por qué?
– Bueno, es algo típicamente árabe -sonrió-. En parte se trata de un cierto sentimiento de inferioridad respecto a Occidente. Los extremistas ponen bombas en aviones y cosas así pero saben que no son actos de valentía, de modo que de vez en cuando te encuentras con un tipo que quiere demostrar a los infieles lo valiente que es un muyahidín.
– ¿Un muya qué?
– Un luchador islámico por la libertad. Hay una vieja tradición del jinete árabe solitario, como en el Oeste americano, un seco y enjuto follapavas, por utilizar una palabra árabe, que cabalga solo y es capaz de enfrentarse a un ejército. Hay un famoso poema: «Cabalgaba terrible y solo con su espada yemení por toda ayuda; no llevaba más ornamento que las muescas de la hoja.» ¿Entiendes?
– Entiendo. ¿Y qué se propone?
– No lo sé. Sólo te estoy diciendo quién es.
– Muy bien, pero ¿qué suele proponerse un tipo así?
– Cargarse a trescientas veinte personas, y sigue contando.
– Sí. Bien, buen trabajo, Gabe. ¿Cómo le va a Fadi?
– Ahora se llama María y es señora de la limpieza en San Patricio. -Sonrió.
– Hasta luego. -Me di la vuelta para irme.
– Jalil va a por todas -dijo Gabe.
Me volví.
– No me sorprendería que apareciese como camarero en un acto presidencial de recaudación de fondos. Alberga un odio inmenso hacia alguien que cree que le ha ofendido, o que ha ofendido al islam, o que ha ofendido a Libia. Él quiere un enfrenta-miento personal.
– Sigue.
Reflexionó unos instantes.
– El título de ese poema es «La venganza de sangre».
– Yo creía que era un poema de amor.
– Es un poema de odio, amigo mío. De hecho, se refiere a una venganza de sangre.
– Ya.
– Un árabe puede sentirse motivado para realizar grandes actos de valentía por Dios y en ocasiones por su país. Pero rara vez por algo abstracto, como una filosofía política, y difícilmente por un líder político. No suelen confiar en sus líderes.