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Hubo un largo silencio, que yo comprendí que no iba a terminar.

– Por favor -dije. Miré a Kate, que estaba moviendo aprobadoramente la cabeza.

Finalmente la señora Hambrecht habló:

– Mi marido, junto con el general Waycliff, participó en una operación militar. Una misión de bombardeo… ¿Por qué no lo sabe usted?

De pronto comprendí. Lo que Gabe había dicho antes continuaba aún en mi cabeza, y cuando Rose Hambrecht dijo «misión de bombardeo» todo encajó, como una llave que descorre quince pestillos y abre una puerta.

– 15 de abril de 1986 -exclamé.

– Sí. ¿Entiende?

– Entiendo. -Miré a Kate, que tenía la vista perdida en el vacío, pensando intensamente.

– Podría haber incluso una relación con esa tragedia del aeropuerto Kennedy, en la fecha del aniversario, y con lo que les sucedió a los Waycliff -añadió la señora Hambrecht.

– No estoy seguro de eso -respondí-. Pero… dígame, ¿ha sufrido alguna desgracia alguien más de los que participaron en esa misión?

– Participaron docenas de hombres en esa misión, y yo no puedo dar razón de todos ellos.

Reflexioné unos instantes.

– ¿Pero dentro de la unidad de su marido?

– Si se refiere a su escuadrilla, creo que la componían quince o dieciséis aviones.

– ¿Y sabe si alguno de esos hombres ha sufrido una desgracia que pueda considerarse sospechosa?

– No creo. Sé que Steve Cox murió en el Golfo pero no estoy segura de los demás. Los hombres de la patrulla de mi marido en aquella misión se han mantenido en contacto pero no sé nada del resto de la escuadrilla.

Yo estaba tratando de recordar la terminología de la Fuerza Aérea -patrullas, divisiones, escuadrillas, alas y todo eso-, pero no conseguía aclararme.

– Disculpe mi ignorancia -dije-, ¿pero cuántos aviones y hombres hay en una patrulla y en una escuadrilla?

– Varía, según la misión. Pero generalmente hay cuatro o cinco aviones en una patrulla, y entre doce y dieciocho en una escuadrilla.

– Entiendo… ¿y cuántos aviones había en la patrulla de su marido el 15 de abril de 1986?

– Cuatro.

– Y estos hombres… ocho, ¿verdad?

– En efecto.

– Estos hombres…

Miré a Kate, y ella dijo al teléfono:

– Señora Hambrecht, soy Kate Mayfield otra vez. Yo también me estaba preguntando por esa relación. ¿Por qué no nos dice lo que piensa, para que podamos llegar rápidamente al meollo del asunto?

– Creo que ya he dicho bastante -respondió la señora Hambrecht.

Yo no lo creía así, y tampoco Kate.

– Señora -dijo ella-, estamos tratando de ayudar a resolver el asesinato de su marido. Sé que, como esposa de un militar, tiene usted muy en cuenta la seguridad nacional, y lo mismo nos pasa a nosotros. Le aseguro que ésta es una ocasión en que puede hablar con entera libertad. ¿Quiere que vayamos a Ann Arbor y hablemos personalmente con usted?

Hubo otro silencio. Luego, Rose Hambrecht respondió:

– No.

Esperamos durante un nuevo y prolongado silencio, y finalmente la señora Hambrecht dijo:

– Está bien, los cuatro aparatos de la patrulla de mi marido tenían la misión de bombardear un complejo militar situado en las afueras de Trípoli. Se llamaba Al Azziziyah. Tal vez recuerden por las noticias publicadas entonces que uno de los aparatos dejó caer una bomba sobre la casa de Muammar al-Gadafi. Eso era el complejo de Al Azziziyah. Gadafi se salvó pero su hija adoptiva resultó muerta, y su mujer y sus dos hijos, heridos… Sólo les estoy diciendo lo que se ha informado. Pueden ustedes extraer las conclusiones que deseen.

Miré a Kate, que tecleaba furiosamente en su ordenador, al tiempo que miraba su pantalla de vídeo, y confié en que supiera escribir bien Al Azziziyah y Muammar al-Gadafi, o lo que necesitase para entrar en el tema.

– Quizá haya llegado usted por sí misma a alguna conclusión -dije.

– Cuando mi marido fue asesinado -respondió ella-, pensé que quizá tuviera algo que ver con su misión en Libia. Pero la Fuerza Aérea me aseguró categóricamente que los nombres de todos los que participaron en el bombardeo de Libia habían sido declarados alto secreto y nunca se podría acceder a ellos. Yo lo acepté pero pensé que quizá alguna de las personas implicadas en aquella misión se había ido de la lengua, o quizá… No sé. Pero me lo quité de la cabeza… hasta ayer, cuando supe que los Waycliff habían sido asesinados. Podría ser una coincidencia…

Podría ser, pero no lo era.

– O sea, que de esos ocho hombres que bombardearon… ¿cómo se llama?

– Al Azziziyah. Uno murió en la guerra del Golfo, y mi marido fue asesinado, y también lo fue Terry Waycliff.

Miré de nuevo a Kate, que estaba imprimiendo más información.

– ¿Quiénes eran los otros cinco hombres de esa misión? -pregunté-. ¿De la misión de Al Azziziyah?

– No puedo decírselo y no se lo diré. Nunca.

Era un «no» bastante categórico, de modo que no tenía objeto insistir.

– ¿Puede decirme al menos si esos cinco hombres están vivos?

– Hablaron el 15 de abril. No todos, pero Terry me llamó después y dijo que todos con los que había hablado se encontraban bien y mandaban recuerdos… excepto… Uno de ellos está muy enfermo.

Kate y yo nos miramos. Kate dijo al teléfono:

– Señora Hambrecht, ¿puede darme un número de teléfono con el que pueda contactar con un miembro de la familia Waycliff?

– Le sugiero que llame al Pentágono y pregunte por la oficina de Terry -contestó ella-. Allí, alguien podrá responder a sus preguntas.

– Preferiría hablar con un miembro de la familia -insistió Kate.

Evidentemente, la señora Hambrecht conocía a la perfección las normas de conducta y casi con toda seguridad ya se arrepentía de la conversación telefónica. Los militares tenían un fuerte sentido de cuerpo. Pero, al parecer, la señora Hambrecht abrigaba sus reservas mentales por lo que se refería a la lealtad corporativa, y pensaba que la lealtad debía ser recíproca. Yo no tenía duda de que la Fuerza Aérea y otros organismos gubernamentales la habían manipulado y engañado, y ella lo sabía… o lo sospechaba. Sentí que había llegado ya todo lo lejos que me era posible, así que le dije:

– Gracias por su cooperación, señora. Permítame asegurarle que estamos haciendo todo lo posible por poner al asesino de su marido a disposición de la justicia.

– Eso ya me lo han asegurado -respondió ella-. Hace casi tres meses que…

– Creo que estamos próximos a resolver el caso. -Miré de nuevo a Kate, y vi que me estaba dedicando una expresiva sonrisa.

A veces soy todo un sentimental y me excedo en mi deseo de consolar.

La señora Hambrecht inspiró profunda y audiblemente, y pensé que comenzaba a ceder.

– Quiera Dios que así sea. Yo… Lo echo de menos…

No respondí pero no pude por menos de preguntarme quién me echaría de menos a mí si la palmara.

Consiguió dominarse.

– Lo mataron con un hacha.

– Sí… Me mantendré en contacto con usted.

– Gracias.

Colgué.

Kate y yo permanecimos unos momentos en silencio.

– Pobre mujer -dijo ella finalmente.

Eso sin mencionar que el pobre William Hambrecht había sido descuartizado. Pero las mujeres tienen una perspectiva diferente de estas cosas. Inspiré profundamente y noté que volvía a ser el mismo de siempre.

– Bien -dije-, supongo que sabemos que esa materia de alto secreto fue suprimida por orden ejecutiva y orden del Departamento de Defensa. Y no se trataba de información nuclear, como alguien le dijo a nuestro estimado jefe.