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Dejé que Kate extrajera la conclusión de que quizá Jack Koenig nos estaba diciendo menos de lo que sabía.

Pero Kate no lo hizo o no quiso entrar en ello.

– Has hecho un buen trabajo -me dijo.

– Tú también. ¿Qué has encontrado on line?

Me pasó varias hojas impresas. Les eché un vistazo, observando que eran en su mayor parte artículos publicados en el New York limes y el Washington Post con posterioridad a la incursión del 15 de abril de 1986.

Levanté la vista y la miré.

– Está empezando a quedar claro, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza y dijo:

– Estaba claro desde el principio. No somos tan listos como creemos.

– Aquí nadie lo es. Pero las soluciones siempre parecen fáciles cuando das con ellas. Y los libios no son los únicos que esparcen pistas falsas.

No hizo ningún comentario sobre mi paranoia.

– En alguna parte hay cinco hombres cuyas vidas están en peligro.

– Hoy es martes -repliqué-. Dudo que continúen vivos los cinco.

CAPÍTULO 43

Asad Jalil despertó de su breve sueño y miró por la ventanilla del Learjet. La tierra estaba sumida casi totalmente en tinieblas pero advirtió pequeños conglomerados de luces y tuvo la impresión de que el avión estaba descendiendo.

Miró su reloj, que señalaba aún la hora de Nueva York: las 3.16 de la madrugada. Si iban puntuales, deberían aterrizar en Denver dentro de veinte minutos. Pero él no iba a ir a Denver. Descolgó el teléfono del avión y con su tarjeta de crédito lo activó y llamó a un número que se había aprendido de memoria.

A la tercera señal, respondió una voz de mujer que parecía haber sido sacada de un profundo sueño, como era de esperar a aquella hora.

– ¿Diga…? ¿Diga? ¿Diga?

Jalil colgó. Si la señora Callum, esposa del coronel Robert Callum, estaba dormida en su casa de Colorado Springs, entonces Asad Jalil tenía que dar por supuesto que las autoridades no se encontraban en su casa ni lo estaban esperando. Boris y Malik se lo habían asegurado; los norteamericanos someterían a custodia a sus pretendidas víctimas si las autoridades le tenían preparada una trampa.

Jalil cogió el interfono y pulsó el botón. Sonó en el auricular la voz del copiloto.

– ¿Sí, señor?

– He hecho una llamada telefónica que me obliga a un cambio de planes. Debo aterrizar en el aeropuerto de Colorado Springs.

– No hay problema, señor Perleman. Está sólo a unos ciento veinte kilómetros de Denver. Unos diez minutos más de vuelo.

Jalil lo sabía, y Boris le había asegurado que los cambios de planes durante el vuelo no entrañaban ningún problema. Boris había dicho: «Por la cantidad de dinero que le estás costando al tesoro libio, volarán en círculos si quieres.»

– Supongo que quiere aterrizar en el aeropuerto municipal -sugirió el copiloto.

– Sí.

– Transmitiré por radio el necesario cambio de plan de vuelo, señor. No hay problema.

– Gracias. -Jalil colgó el auricular.

Se levantó, cogió el maletín negro y entró en el pequeño lavabo. Después de utilizar el retrete, sacó del maletín el kit de aseo, se afeitó y se cepilló los dientes, teniendo presentes las advertencias de Boris respecto a la obsesión de los norteamericanos por la higiene.

Se examinó atentamente en el iluminado espejo y descubrió otra esquirla más de hueso, ésta en el pelo. Se lavó las manos y la cara e intentó de nuevo quitarse las manchas de la corbata y la camisa, pero el señor Satherwaite -o parte de él- parecía decidido a acompañarlo en este vuelo. Jalil se echó a reír. Encontró otra corbata en el maletín y se la puso en lugar de la que llevaba.

Abrió otra vez él maletín y sacó las dos pistolas Glock. Extrajo los cargadores que llevaban y los sustituyó por los que les había quitado a Hundry y Gorman. Introdujo un cartucho en la recámara de cada Glock, les quitó el seguro a las dos y volvió a guardarlas en el maletín.

Jalil salió del lavabo y dejó el maletín en el pasillo, junto a su asiento. Luego fue a la consola, que, según había observado, contenía un reproductor de cintas magnetofónicas y discos compactos, además de un bar. Dudaba que hubiese música de su agrado, y el alcohol era una sustancia prohibida. Encontró una lata de zumo de naranja en el pequeño frigorífico del bar y contempló la comida contenida en un recipiente de plástico transparente. Cogió un trozo redondo de pan, que sospechaba que era el bagel al que se había referido el capitán. Boris había tenido la previsión de instruirlo acerca de los bagels. «Es una creación judía pero todos los norteamericanos los comen. Durante tu viaje, cuando te hayas hecho judío, asegúrate de que sabes lo que es un bagel. Se los puede cortar y extender queso o mantequilla sobre ellos. Son kosher, porque no se utiliza manteca de cerdo para cocerlos, lo cual conviene también a tu religión. -Boris había añadido, con su tono ofensivo-: Los cerdos son más limpios que algunos de tus compatriotas que he visto en el zoco.»

Lo único que Jalil lamentaba del destino de Boris era que Malik no le había dado permiso para matar personalmente al ruso antes de dar comienzo a su yihad. Malik había explicado: «Necesitamos al ruso para el control de la misión mientras tú estás fuera. Y no, no te lo reservaremos. Será eliminado tan pronto como sepamos que has salido sano y salvo de Estados Unidos. No preguntes nada más sobre esta cuestión.»

A Jalil se le había ocurrido que tal vez le perdonaran la vida a Boris porque era valioso. Pero Malik le había asegurado que el ruso sabía demasiado y debía ser silenciado. No obstante, Jalil se preguntaba por qué él, Asad Jalil, que había sufrido los insultos de aquel infiel no había de tener el placer de rebanarle el pescuezo a Boris. Lo apartó de su mente y volvió a su asiento.

Comió el bagel, que sabía vagamente a pita ázima, y bebió su zumo de naranja, que sabía al metal de la lata. Sus escasos contactos con comida norteamericana le habían convencido de que los estadounidenses tenían poco sentido del gusto o una gran tolerancia para el mal gusto.

Jalil notó que el avión descendía más rápidamente ahora y observó que estaba virando a la izquierda. Miró por la ventanilla y vio a lo lejos una gran extensión luminosa, que supuso que era la ciudad de Denver. Más allá de la ciudad, claramente visible a la luz de la luna, había una muralla de montañas coronadas de nieve que se alzaban hacia el cielo.

El avión realizó más maniobras, y luego el interfono crepitó. Sonó en la cabina la voz del copiloto:

– Señor Perleman, estamos iniciando el descenso al aeropuerto municipal de Colorado Springs. Por favor, abróchese el cinturón como preparación para el aterrizaje. Diga si ha recibido, por favor.

Jalil cogió el micrófono sujeto al mamparo, pulsó el botón y respondió:

– Recibido.

– Gracias, señor. Estaremos en tierra dentro de cinco minutos. Cielo despejado; temperatura, seis grados centígrados.

Jalil se abrochó el cinturón. Oyó el sonido del tren de aterrizaje al desplegarse.

El pequeño reactor volaba muy bajo ahora, en vuelo recto y horizontal. A los pocos minutos cruzaron el umbral de la ancha y larga pista, y segundos después el avión tocaba tierra.

– Bien venido a Colorado Springs -dijo el copiloto por el interfono.

Jalil sintió el irracional impulso de decirle al copiloto que se callara. Asad Jalil no quería estar en Colorado Springs, quería estar en Trípoli. No quería que le diesen la bienvenida a ninguna parte en aquel país sin Dios. Sólo quería matar a quien debía morir y volver a casa.

El avión enfiló una calzada, y el copiloto descorrió la mampara de separación y miró al interior de la cabina.