Выбрать главу

– En las nueve está cabo de Sao Vicente, cabo San Vicente -le dijo a Satherwaite.

– Perfecto. Ahí es donde tiene que estar.

– Es donde el príncipe Enrique el Navegante estableció la primera escuela de navegación marítima del mundo. De ahí su nombre.

– ¿Enrique?

– No. Navegante.

– Ya.

– Los portugueses eran unos marineros extraordinarios.

– ¿Es eso algo que yo necesite saber?

– Desde luego. ¿Juegas al Trivial Pursuit?

– No. Limítate a decirme cuándo tenemos que cambiar de rumbo.

– Dentro de siete minutos, viraremos a cero-nueve-cuatro.

– De acuerdo. Atento al reloj.

Continuaron volando en silencio.

Su F-l 11 estaba en una posición asignada en su formación de crucero pero, debido al silencio de radio, cada avión mantenía su posición por medio de su radar aire-aire. No siempre podían visualizar a los otros tres aparatos de su formación -que ostentaban los nombres en clave de Elton 38, Remit 22 y Remit 61- pero podían verlos en el radar y podían mantener contacto con el jefe de escuadrilla, Terry Waycliff, en Remit 22. Sin embargo, Wiggins tenía que anticipar en cierto modo el plan de vuelo y saber cuándo mirar a la pantalla de radar para ver qué estaba haciendo el avión de cabeza.

– Me gusta el desafío de una misión difícil, Bill, y espero que a ti también.

– Tú la haces más difícil, Chip.

Wiggins rió entre dientes.

Los cuatro F-l 11 comenzaron a virar a babor al unísono. Contornearon el cabo de San Vicente y tomaron rumbo sureste, enfilando hacia el estrecho de Gibraltar.

Una hora después se aproximaban al peñón de Gibraltar, a babor, y el monte Hacho, en la costa africana, a estribor.

– Gibraltar era una de las antiguas Columnas de Hércules -informó Wiggins-. Monte Hacho es la otra. Para las civilizaciones mediterráneas, estos mojones definían los límites occidentales de la navegación. ¿Lo sabías?

– Dame la situación de combustible.

– Excelente. -Wiggins leyó las indicaciones de los contadores y comentó-: Tiempo de vuelo restante, unas dos horas.

– El KC-10 debería aproximarse dentro de unos cuarenta y cinco minutos -dijo Satherwaite, consultando el panel de instrumentos.

– Espero que lo haga -respondió Wiggins, pensando: Si no repostamos a tiempo, tendremos el combustible justo para llegar a Sicilia y quedamos al margen de la acción.

Nunca habían estado demasiado lejos de tierra y, si fuera preciso, podrían arrojar las bombas al mar y aterrizar en algún aeropuerto de Francia o España y explicar con tono despreocupado que estaban realizando un vuelo de entrenamiento y se habían quedado sin combustible. Como el oficial instructor había dicho: «No pronunciéis la palabra "Libia" en vuestra conversación», lo que había provocado grandes risas.

Treinta minutos después seguía sin haber la menor señal de los aviones cisterna.

– ¿Dónde diablos está nuestra estación de servicio volante? -preguntó Wiggins.

Satherwaite estaba leyendo las órdenes de misión y no respondió.

Wiggins se mantuvo atento a la radio, esperando oír la señal en clave que anunciaría la aproximación de los aviones cisterna. Después de todo aquel tiempo volando y de toda la preparación a que se habían sometido, no querían acabar en Sicilia.

Continuaron volando sin pronunciar palabra. En la carlinga sonaba el zumbido de los instrumentos electrónicos y la estructura del aparato vibraba con la potencia de los turborreactores gemelos Pratt y Whitney que propulsaban el F-l 11F a través de la negra noche.

Finalmente, una serie de chasquidos en la radio les indicó que el KC-10 se estaba aproximando. Al cabo de otros diez minutos, Wiggins vio al contacto en su pantalla de radar y. se lo anunció a Satherwaite, que asintió con la cabeza.

Satherwaite disminuyó la velocidad y empezó a separarse de la formación. Ahí, pensó Wiggins, era donde Satherwaite se ganaba el sueldo.

A los pocos minutos, el gigantesco avión cisterna KC-10 cubría ya el cielo sobre ellos. Satherwaite podía hablar con el avión cisterna por el canal privado KAY-28, que podía utilizarse para transmisiones de corta distancia.

– Kilo Diez, aquí Karma Cinco-Siete. Estás a la vista.

– Recibido, Karma Cinco-Siete. Ahí va Dickey.

– Recibido.

El operador de la tubería retráctil del KC-10 guió cuidadosamente la boquilla hasta encajarla en el receptáculo del F-l 11, justo detrás de la carlinga. A los pocos minutos quedó completado el acoplamiento, y el combustible empezó a fluir desde el avión cisterna hasta el caza.

Wiggins vio cómo Satherwaite manipulaba delicadamente la palanca que sujetaba con la mano derecha y accionaba con la izquierda los reguladores de combustible a fin de mantener el caza en la posición exacta para que la tubería continuase conectada. Wiggins sabía que aquélla era una de las ocasiones en que debía guardar silencio.

Después de lo que pareció largo tiempo, se apagó la lucecita verde que brillaba en la parte superior de la tubería del avión cisterna y se encendió una lucecita ámbar adyacente indicadora de desconexión automática.

– Karma Cinco-Siete separándose -comunicó Satherwaite al avión cisterna, y apartó el caza del KC-10 y volvió a ocupar su puesto en la formación.

El piloto del avión cisterna, consciente de que aquél era el último reaprovisionamiento antes del ataque, transmitió:

– Buena suerte. Dios os bendiga. Hasta luego.

– Recibido -respondió Satherwaite y, luego, le dijo a Wiggins-: La suerte y Dios no tienen nada que ver con esto.

Wiggins se sentía un poco irritado por la aparente frialdad y el desapego de Satherwaite.

– ¿No crees en Dios? -le preguntó.

– Claro que sí, Chip. Tú, reza. Yo pilotaré.

Satherwaite se incorporó a la formación mientras otro reactor se separaba de ella para repostar a su vez.

Wiggins no tenía más remedio que reconocer que Bill Satherwaite era un piloto excelente, pero no tenía nada de excelente como persona.

Satherwaite era consciente de que había irritado a Wiggins.

– Eh, armero -dijo, utilizando el afectuoso término de argot para referirse a un oficial de armamento-. Te invito a una cena en el mejor restaurante de Londres.

Wiggins sonrió.

– Yo elijo.

– No, elijo yo. Lo mantendremos en menos de diez libras.

– Hecho.

Satherwaite dejó pasar unos minutos y luego le dijo a Wiggins:

– Va a salir todo perfecto. Tú arrojas las bombas justo sobre el objetivo, y si haces un buen trabajo yo doy una pasada por encima de ese Arco de Augusto para que lo veas de cerca.

– Aurelio.

– Eso.

Wiggins se recostó y cerró los ojos. Sabía que le había arrancado a Satherwaite más palabras ajenas a la misión de las que normalmente pronunciaba y lo consideraba un pequeño triunfo.

Pensó un poco en el futuro inmediato. Pese al pequeño nudo que sentía en el estómago, realmente estaba deseando entrar en su primera misión de combate. Para vencer cualquier escrúpulo que pudiera sentir con respecto al hecho de arrojar las bombas, se recordó a sí mismo que todos los objetivos de la misión, incluido el que él tenía asignado, eran estrictamente militares. De hecho, el oficial instructor de Lakenheath había llamado al recinto de Al Azziziyah «universidad de la yihad», en el sentido de que era un campo de entrenamiento de terroristas. Sin embargo, el oficial instructor había añadido:

– Cabe la posibilidad de que haya algunos civiles dentro del recinto militar de Al Azziziyah.

Wiggins pensó en ello y luego se lo quitó de la cabeza.

CAPÍTULO 14

Asad Jalil luchaba contra dos instintos, el sexual y el de supervivencia.

Se paseaba impacientemente de un lado a otro de la azotea. Su padre le había puesto por nombre Asad -el león-, y parecía como si, consciente o inconscientemente, hubiera adoptado las características propias de ese animal, incluida la costumbre de pasear en círculos. De pronto se detuvo y clavó la vista en la noche.