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– Lo acompaño en el sentimiento, amigo mío.

– Mi madre, mis dos hermanas, mis dos hermanos.

Silencio de nuevo.

– Sí, sí. Recuerdo. La familia de… -dijo finalmente Yabbar.

– Jalil.

– Sí, sí. Todos sufrieron martirio en Al Azziziyah. -Yabbar volvió la cabeza para mirar a su pasajero-. Que Alá vengue su sufrimiento, señor. Que Dios le dé paz y fortaleza hasta que vea de nuevo a su familia en el Paraíso.

Yabbar continuó, derramando alabanzas, bendiciones y conmiseración sobre Asad Jalil.

Los pensamientos de Jalil tornaron a los momentos anteriores del día y de nuevo al recuerdo del hombre alto del traje y a la mujer con la chaqueta azul que parecía ser su cómplice. Los americanos, como los europeos, hacían que las mujeres pareciesen hombres y que los hombres semejasen mujeres. Aquello era un insulto a Dios y a la creación de Dios. La mujer fue hecha de la costilla de Adán para ser su compañera, no su igual.

En cualquier caso, cuando aquel hombre y aquella mujer subieron a bordo, la situación cambió rápidamente. De hecho, había pensado en no ir al Club Conquistador -el cuartel general secreto de los agentes federales- pero era un objetivo al que no podía resistirse, un manjar que había saboreado mentalmente desde febrero, cuando Boutros informó de su existencia a Malik. Malik había dicho a Jaliclass="underline" «Éste es un plato tentador que se te ofrece a tu llegada. Pero no te será tan satisfactorio como los platos servidos fríos. Toma tu decisión cuidadosa y sabiamente. Mata sólo lo que puedas comer o lo que no puedas guardar para más adelante.»

Jalil recordaba estas palabras pero había decidido correr el riesgo y matar a los que creían ser sus carceleros.

Consideraba de poca importancia lo sucedido en el avión. El gas venenoso era una forma casi cobarde de matar pero había formado parte del plan. Las bombas que Jalil había hecho estallar en Europa le proporcionaron poca satisfacción, aunque apreciaba el simbolismo de matar a aquellas personas de manera similar a como los cobardes pilotos americanos habían matado a su familia.

El asesinato con un hacha del oficial de aviación norteamericano en Inglaterra le había proporcionado una enorme satisfacción. Todavía recordaba al hombre dirigiéndose a su coche en el oscuro parking, consciente de que había alguien detrás de él. Recordaba que el oficial se volvió hacia él diciendo: «¿Puedo hacer algo por usted?»

Jalil sonrió. «Sí, puede hacer algo por mí, coronel Hambrecht.» Luego, le había dicho: «Al Azziziyah», y nunca olvidaría la expresión de su rostro antes de que él sacara el hacha de debajo de su impermeable y le asestara un golpe que prácticamente le cortó el brazo. Después Jalil se tomó su tiempo, seccionando las extremidades del hombre, las costillas, los genitales y demorando el golpe decisivo al corazón hasta tener la seguridad de que su víctima había sufrido suficiente dolor para que su padecimiento fuese extremo, pero no tanto como para perder el conocimiento. Finalmente dejó caer el hacha sobre el esternón, que se partió en dos mientras la hoja se hundía en el corazón. El coronel aún tenía sangre suficiente para producir un pequeño surtidor, que Jalil esperaba que el hombre pudiera ver y sentir antes de morir.

Jalil cuidó de llevarse la cartera del coronel Hambrecht a fin de que pareciese un atraco, aunque, evidentemente, el asesinato a hachazos no parecía un simple atraco. No obstante, planteaba cuestiones a la policía, que debía clasificar el asesinato como un posible atraco pero probablemente político.

El siguiente pensamiento de Jalil fue para los tres escolares americanos que esperaban en una parada de autobús en Bruselas. Tenían que haber sido cuatro -uno por cada uno de sus hermanos y hermanas- pero aquella mañana sólo había tres. Los acompañaba una mujer, probablemente la madre de uno o dos de ellos. Jalil paró su coche, se apeó, disparó a cada niño en el pecho y en la cabeza, sonrió a la mujer, subió de nuevo al coche y se alejó.

Malik se puso furioso con él por dejar con vida a un testigo que le había visto la cara, pero Jalil estaba seguro de que la mujer no recordaría durante el resto de su vida nada más que a los tres niños agonizando en sus brazos. Así era como había vengado la muerte de su madre.

Pensó por un momento en Malik, su mentor, su maestro, casi su padre. El propio padre de Malik, Numair -la Pantera-, era un héroe de la guerra de independencia contra los italianos. Numair había sido capturado por el ejército italiano y posteriormente ahorcado cuando Malik era sólo un niño. Malik y Jalil estaban unidos por el hecho de que ambos habían perdido a sus padres a manos de los infieles, y ambos habían jurado venganza.

Después de que su padre hubiera muerto ahorcado, Malik -cuyo verdadero nombre se desconocía- había ofrecido a los británicos sus servicios como espía contra los italianos y los alemanes mientras los ejércitos de los tres países se mataban mutuamente a todo lo largo de Libia. Malik había espiado también para los alemanes en contra de los británicos, y su acción combinada de espionaje a los ejércitos de ambos bandos había incrementado el número de muertes. Cuando llegaron los norteamericanos, Malik encontró otro patrono que confiaba en él. Jalil recordó que Malik le había contado una vez cómo en cierta ocasión condujo a una patrulla americana hasta una emboscada alemana y luego regresó a las líneas americanas para revelarles el emplazamiento del grupo alemán.

Jalil se había sentido impresionado por la doblez de Malik y su capacidad para lograr un elevado número de muertes sin disparar personalmente un solo tiro.

Asad Jalil había sido adiestrado por muchos hombres buenos en las artes de matar pero era Malik quien le había enseñado a pensar, actuar, engañar, conocer la mente del occidental y utilizar ese conocimiento para vengar a todos los que creían en Alá y que a lo largo de los siglos habían muerto a manos de los infieles cristianos.

Malik le había dicho a Jaliclass="underline" «Tú tienes la fuerza y el valor de un león. Te han enseñado a matar con la rapidez y la ferocidad de un león. Yo te enseñaré a ser tan astuto como un león. Porque sin astucia, Asad, pronto serás un mártir.»

Malik era viejo ya, casi setenta años sobre la tierra, pero había vivido lo suficiente para ver muchos triunfos del islam sobre Occidente. El día anterior a la marcha de Jalil a París, le había dicho: «Si Dios quiere, llegarás a América, y los enemigos del islam y del Gran Líder caerán ante ti. Dios ha ordenado tu misión, y Dios te mantendrá ileso hasta que regreses. Pero debes ayudar a Dios recordando todo lo que se te ha enseñado y todo lo que has aprendido. El propio Dios ha puesto en tu mano los nombres de nuestros enemigos y lo ha hecho para que tú puedas matarlos a todos. Actúa por venganza pero no te dejes cegar por el odio. El león no odia. El león mata a todos los que lo amenazan o que lo han atormentado. El león también mata cuando está hambriento. Tu alma ha estado hambrienta desde la noche en que te fue arrebatada tu familia. La sangre de tu madre te llama, Asad. La sangre inocente de Esam, Qadir, Adara y Lina te llama. Y tu padre, Karim, que fue mi amigo, te estará mirando desde el cielo. Ve, hijo mío, y regresa cubierto de gloria. Yo te estaré esperando.»

Jalil sintió que casi se le saltaban las lágrimas al pensar en las palabras de Malik. Permaneció un rato en silencio, mientras el taxi se movía por entre el tráfico, pensando, rezando, dando gracias a Dios por su buena suerte hasta el momento. No dudaba de que estaba al principio del final del largo viaje que había comenzado en la terraza de Al Azziziyah aquel mismo día de hacía muchos años.

El pensamiento de la azotea trajo a su mente un recuerdo desagradable -el recuerdo de Bahira-, y trató de ahuyentarlo, pero la cara de la joven continuaba apareciéndosele. Encontraron su cadáver dos semanas después, en un estado de descomposición tan avanzado que nadie sabía cómo había muerto y nadie podía conjeturar por qué estaba en aquella azotea, tan lejos de su casa de Al Azziziyah.