En su ingenuidad, Asad Jalil imaginaba que las autoridades lo relacionarían a él con la muerte de Bahira, y vivía dominado por un miedo cerval a ser acusado de fornicación, blasfemia y asesinato. Pero los que lo rodeaban creyeron que su agitación se debía a una manifestación del dolor que lo abrumaba por la pérdida de su familia. Estaba transido de dolor pero quizá era más fuerte el temor a ser decapitado. No le asustaba la muerte en sí misma, se decía una y otra vez, lo que temía era una muerte vergonzosa, una muerte temprana que le impidiera cumplir su misión de venganza.
No acudieron a él para matarlo, acudieron a él con piedad y respeto. El propio Gran Líder había asistido al funeral de la familia Jalil, y Asad asistió al funeral de Hana, la hija adoptada de • los Gadafi, de dieciocho meses de edad, que había muerto en el ataque aéreo. Jalil visitó también en el hospital a la esposa del Gran Líder, Safia, herida en el ataque, así como a dos de los hijos de Gadafi, todos los cuales se recuperaron. Alabado sea Alá.
Y dos semanas después, Asad había asistido al funeral de Bahira pero, después de tantos funerales, se sentía entumecido, sin sentimientos de dolor ni de culpa.
Un médico explicó que Bahira Nadir podría haber muerto por efecto de la onda expansiva o, simplemente, de miedo y, por consiguiente, se había reunido con los demás mártires en el Paraíso. Asad Jalil no veía razón para confesar nada que llevara la deshonra a ella o a su familia.
En cuanto a los Nadir, el hecho de que el resto de la familia hubiera sobrevivido al bombardeo hizo que Jalil sintiera hacia ellos algo semejante a la ira. Envidia quizá. Pero, al menos, con la muerte de Bahira podían sentir parte de lo que él sentía por la pérdida de todos sus seres queridos. Realmente, la familia Nadir se había portado muy bien con él después de la compartida tragedia, y había vivido con ellos durante algún tiempo. Fue durante ese período con los Nadir -mientras compartía su casa y su comida- cuando aprendió a superar su sentimiento de culpabilidad por haber matado y deshonrado a su hija. Lo que sucedió en aquella azotea era exclusivamente culpa de Bahira. Había tenido suerte de ser honrada como mártir después de su conducta desvergonzada y deshonesta.
Jalil miró por la ventanilla y vio ante sí un enorme puente gris.
– ¿Qué es eso? -preguntó a Yabbar.
– El puente Verrazano -respondió Yabbar, y añadió-: Nos llevará a Staten Island y luego cruzaremos otro puente hasta Nueva Jersey-. Aquí hay mucha agua y muchos puentes.
A lo largo de los años había transportado en su taxi a varios de sus compatriotas: unos, inmigrantes; otros, hombres de negocios; otros, turistas, y otros dedicados a distintos asuntos, como este hombre, Asad Jalil, que ahora estaba sentado en el asiento de atrás de su coche. Casi todos los libios que había llevado se quedaban asombrados ante los altos edificios, los puentes, las carreteras y los espacios verdes. Pero este hombre no parecía asombrado ni impresionado, sólo curioso.
– ¿Es la primera vez que viene a América? -preguntó.
– Sí, y también la última.
Enfilaron el largo puente.
– Si mira hacia allá, señor, a su derecha, verá el bajo Manhattan, lo que llaman el distrito financiero -dijo Yabbar-. Le llamarán la atención dos torres muy altas e idénticas.
Jalil miró los voluminosos edificios del bajo Manhattan, que parecían elevarse desde el agua. Vio las dos torres del World Trade Center y agradeció que Yabbar se las señalara.
– La próxima vez quizá.
– Dios lo quiera -dijo Yabbar, sonriendo.
En realidad, Gamal Yabbar pensaba que lanzar una bomba contra una torre era una cosa horrible pero sabía qué decía y a quién se lo decía. En realidad, también el hombre que llevaba detrás lo hacía sentirse incómodo, aunque no sabía por qué. Tal vez eran sus ojos. Se movían demasiado a un lado y otro. Y el hombre hablaba sólo esporádicamente; luego se quedaba en silencio. Casi con cualquier interlocutor árabe, la conversación en el taxi habría sido continua y fluida. Con este hombre resultaba difícil conversar. Los cristianos y los judíos hablaban más que este compatriota.
Yabbar redujo la velocidad de su vehículo al aproximarse a las cabinas de peaje situadas en el lado de Staten Island.
– Esto no es un puesto de control aduanero ni de policía -le dijo rápidamente a Jalil-. Tengo que pagar por el uso del puente.
Jalil se echó a reír.
– Ya lo sé -respondió-. He pasado algún tiempo en Europa. ¿Crees que soy un analfabeto miembro de una tribu del desierto?
– No, señor. Pero a veces nuestros compatriotas se ponen nerviosos.
– Tu manera de conducir es lo único que me pone nervioso.
Rieron los dos.
– Tengo un pase electrónico que me permite cruzar la cabina de peaje sin tener que parar y pagar a un empleado -informó Yabbar-. Pero si usted quiere que su paso no quede registrado, entonces debo detenerme y pagar en metálico.
Jalil no quería que su paso quedara registrado y tampoco quería acercarse a una cabina ocupada por una persona. Sabía que el registro sería permanente y podría ser utilizado para rastrear su camino hasta Nueva Jersey, porque cuando encontraran a Yabbar muerto en su taxi, podrían relacionarlo con Asad Jalil.
– Paga en metálico -le dijo.
Se puso un periódico en inglés delante de la cara mientras Yabbar reducía la velocidad y se aproximaba a la cabina de peaje en la que había menos coches esperando. Yabbar se detuvo ante la cabina, pagó en metálico sin cruzar palabra con el empleado y luego aceleró por una ancha carretera.
Jalil bajó el periódico. No lo estaban buscando aún, o, si lo buscaban, no habían dado la alarma a tanta distancia del aeropuerto. Se preguntó si habrían decidido ya que el cadáver de Yusef Haddad no era el cadáver de Asad Jalil. Haddad había sido elegido como cómplice porque tenía un leve parecido con Jalil, y Jalil se preguntó también si Haddad habría adivinado su destino. \
El sol estaba próximo al horizonte, y dentro de dos horas sería de noche. Jalil prefería la oscuridad durante la parte siguiente de su viaje.
Le habían dicho que la policía norteamericana era numerosa y estaba bien equipada, y que dispondría de su foto y su descripción antes de que hubiera transcurrido media hora desde su salida del aeropuerto. Pero también le habían dicho que el automóvil era el mejor medio de huida. Había demasiados coches que detener y registrar, cosa que no ocurría en Libia. Jalil evitaría los llamados puntos de congestión, aeropuertos, estaciones de autobuses, estaciones ferroviarias, hoteles, casas de compatriotas y ciertas carreteras, puentes y túneles, donde los empleados de los peajes podrían tener su foto. Ese puente era uno de esos puntos pero estaba seguro de que la rapidez de su huida le había permitido pasar a través de la red, que aún no estaba plenamente desplegada. Y si estrechaban más la red en torno a la ciudad de Nueva York, no importaba, porque casi se encontraba ya fuera del área y no regresaría jamás allí. Y si ampliaban la red, cosa que harían, entonces sería menos tupida, y podría cruzarla fácilmente en algún punto de su trayecto. Muchos policías, sí. Pero también muchas personas.
Malik le había dicho: «Hace veinte años, un árabe podría haber llamado la atención en una ciudad americana pero ahora podrías pasar inadvertido incluso en una población pequeña. En lo único en que un americano se fija es en una mujer. -Ambos se echaron a reír. Y Malik añadió-: Y en lo único en que una americana se fija es en cómo visten las demás mujeres y en las ropas de los escaparates.»
Tomaron un desvío por otra carretera, en dirección sur. El taxi mantenía una velocidad prudente, y al poco rato Jalil vio otro puente.
– Este puente no tiene peaje en esta dirección -dijo Yabbar-. Al otro lado empieza el estado de Nueva Jersey.
Jalil no respondió. Volvió a pensar en su huida.