«Rapidez -le habían dicho al cursarle las instrucciones en Trípoli-. Rapidez. Los fugitivos tienden a moverse lenta y cuidadosamente, y así es como los cogen. Rapidez, sencillez y audacia. Sube al taxi y ponte en marcha. Nadie te detendrá mientras el taxista no vaya demasiado de prisa o demasiado despacio. Haz que el taxista se cerciore de que no hay problemas con sus luces de frenado o de señales. La policía americana te parará por eso. Siéntate en el asiento de atrás. Allí habrá un periódico en inglés. Todos nuestros conductores están familiarizados con las leyes y la forma de conducir de los americanos. Todos tienen licencia de taxista.»
Malik le había dado más instrucciones: «Si, por alguna razón, la policía te para, da por supuesto que no tiene nada que ver contigo. Quédate sentado en el taxi y deja que hable el chófer. La mayoría de los policías americanos viajan solos. Si el policía te habla, contéstale en inglés con respeto pero no con miedo. El policía no puede registrarte a ti ni al chófer, ni tampoco al vehículo, sin una razón legal. Ésa es la ley en América. Aunque registre el taxi, no te registrará a ti, salvo que tenga la seguridad de que eres alguien a quien está buscando. Si te pide que salgas del taxi, es que se propone registrarte. Baja del coche, saca tu pistola y mátalo. Él no tendrá empuñada su pistola, salvo que esté seguro de que eres Asad Jalil. En ese caso, que Alá te proteja. Y asegúrate de llevar puesto el chaleco antibalas. Te lo darán en París para protegerte de los asesinos. Utilízalo contra ellos. Utiliza contra ellos las pistolas de los agentes federales.»
Jalil asintió para sus adentros. Habían sido muy concienzudos en Libia. La organización de inteligencia del Gran Líder era pequeña pero estaba bien financiada y bien adiestrada por el antiguo KGB. Los impíos rusos eran muy competentes, pero no tenían fe en nada, y por eso su Estado se había desmoronado tan súbitamente. El Gran Líder todavía se servía de los ex agentes del KGB, contratándolos como putas al servicio de los combatientes islámicos. El propio Jalil había sido parcialmente entrenado por rusos, algunos búlgaros e incluso varios afganos, a quienes la CÍA americana había a su vez entrenado para luchar contra los rusos. Era como la guerra que Malik había librado entre los alemanes e italianos por un lado y los británicos y los americanos por otro. Los infieles luchaban y se mataban entre sí y adiestraban a combatientes islámicos para que los ayudasen, sin darse cuenta de que estaban sembrando las semillas de su propia destrucción.
Yabbar cruzó el puente y dirigió el taxi hacia una calle de casas que incluso a Jalil le parecían de aspecto miserable.
– ¿Qué lugar es éste?
– Perth Amboy.
– ¿Cuánto tiempo falta?
– Diez minutos más, señor.
– ¿Y no hay problema en que se vea este automóvil circulando por este otro estado?
– No. Se puede pasar libremente de un estado a otro. Sólo si me alejase mucho de Nueva York, a alguien podría llamarle la atención ver un taxi tan lejos de la ciudad. Hacer un trayecto largo en taxi puede resultar caro. Pero naturalmente -añadió Yabbar-, no debe usted hacer caso del taxímetro. Lo llevo en marcha porque lo dicta la ley.
– Hay muchas leyes insignificantes aquí.
– Sí, hay que cumplir las leyes insignificantes para poder infringir más fácilmente las importantes.
Rieron.
Jalil sacó del bolsillo interior de su chaqueta gris la cartera que Gamal Yabbar le había dado. Revisó el pasaporte, en el que aparecía su foto con gafas y un pequeño bigote. Era una foto hábil pero le preocupaba lo del bigote. En Trípoli, donde se la habían tomado, le dijeron: «Yusef Haddad te dará un bigote postizo y unas gafas. Es necesario como disfraz pero, si la policía te registra, te comprobarán el bigote, y cuando vean que es falso comprenderán que todo lo demás es falso también.»
Jalil se llevó los dedos al bigote y tiró de él. Estaba firmemente adherido pero, sí, podrían descubrir que era falso. En cualquier caso, no tenía intención de dejar que ningún policía se le acercara lo suficiente como para tirarle del bigote.
En el bolsillo interior tenía las gafas que le había dado Haddad. No necesitaba gafas pero éstas eran bifocales, de modo que podía ver con ellas puestas, y pasarían como unas verdaderas gafas para leer.
Volvió a mirar el pasaporte. En él figuraba como un egipcio llamado Hefni Badr, lo cual estaba bien, porque, si lo interrogaba un árabe-americano que trabajase para la policía, un libio podía pasar por egipcio. Jalil había vivido muchos meses en Egipto y estaba seguro de poder convencer incluso a un egipcio-americano de que eran compatriotas.
El pasaporte le atribuía también la religión musulmana y la profesión de maestro, papel que podía representar perfectamente, y domicilio en El Minya, ciudad situada a orillas del Nilo con la que pocos occidentales o incluso egipcios estaban familiarizados, pero era un lugar en que había pasado un mes con la finalidad explícita de reforzar lo que se llamaba su leyenda, su falsa vida.
Jalil revisó la cartera y encontró quinientos dólares en moneda americana, no demasiado como para llamar la atención pero sí suficiente para hacer frente a sus necesidades. Encontró también algo de dinero egipcio, una tarjeta nacional de identidad egipcia, una tarjeta bancaria egipcia a su nombre supuesto y una tarjeta American Express, extendida también a su falso nombre, que la inteligencia libia le dijo que funcionaría en cualquier escáner americano.
En su bolsillo interior había también un carnet de conducir internacional a nombre de Hefni Badr, con una foto similar a la del pasaporte.
Yabbar lo estaba mirando por el espejo retrovisor.
– ¿Está todo en orden, señor? -le preguntó.
– Espero no tener nunca que descubrir si lo está -respondió Jalil, y ambos rieron de nuevo.
Jalil volvió a guardárselo todo en el bolsillo. Si los paraban ahora, probablemente podría engañar a un policía corriente. Pero ¿por qué tenía que molestarse en fingir sólo porque iba disfrazado? Pese a lo que le habían dicho en Libia, su primera reacción -no la última- sería sacar sus dos pistolas y matar a cualquiera que supusiera una amenaza para él.
Abrió el maletín negro que Yabbar le había dejado en el asiento de atrás. Revolvió en su interior y encontró objetos de aseo, ropa interior, varias corbatas, una camisa deportiva, una pluma y una libreta en blanco, monedas americanas, una cámara fotográfica barata como la que tendría un turista, dos botellas de plástico de agua mineral y un pequeño ejemplar del Corán impreso en El Cairo.
En el maletín no había nada que pudiera comprometerlo, ni escritura invisible, ni micropuntos, ni siquiera una pistola nueva. Todo lo que necesitaba saber lo llevaba en la cabeza. Lo único que podía relacionarlo a él, Hefni Badr, con Asad Jalil eran las pistolas Glock de los dos agentes federales. En Trípoli le habían dicho que se deshiciera lo antes posible de las pistolas y que su taxista le daría una nueva. Pero él había respondido: «Si me detienen, ¿qué importa qué pistola lleve encima? Deseo utilizar las armas del enemigo hasta completar mi misión o hasta morir.» No discutieron con él, y no había ninguna pistola en el maletín negro.
Pero en el maletín sí había dos objetos que posiblemente podrían comprometerlo: el primero, un tubo de pasta de dientes que era en realidad pegamento para su bigote postizo. El segundo, un bote de polvos para los pies, una marca egipcia que estaba teñida con un tinte gris. Jalil desenroscó la tapa y se espolvoreó el producto sobre el pelo, que luego se peinó mientras se miraba en un espejito de mano. Los resultados eran sorprendentes, su pelo, de intenso color negro azabache, había adquirido una tonalidad mucho más clara. Se lo alisó hacia atrás por el lado izquierdo y se puso las gafas.
– Bueno, ¿qué te parece? -le preguntó a Yabbar.
– ¿Qué ha sido del pasajero que recogí en el aeropuerto? -respondió tras mirar por el espejo retrovisor-. ¿Qué ha hecho usted con él, señor Badr?