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De todos modos, por lo que se refiere al capitán Stein, estuvo integrado en una unidad de Inteligencia que trabajó en numerosos casos relacionados con extremistas islámicos, incluido el asesinato del rabino Meir Kahane, y el puesto le va que ni pintado. No es que se tome demasiado a pecho los asuntos judíos, pero, evidentemente, tiene un problema personal con los extremistas islámicos. Por supuesto, la Brigada Antiterrorista cubre todas las organizaciones terroristas, pero no hace falta ser un científico espacial para comprender dónde se centraba el grueso de la atención.

En cualquier caso, me pregunté si esa noche vería al capitán Stein. Esperaba que sí. Necesitábamos otro policía en la habitación.

Kate y Ted pusieron las carteras de Phil y Peter sobre la mesa redonda sin hacer ningún comentario. Yo recordé ocasiones en que tuve que recoger la placa, la pistola y las credenciales de hombres que conocía y llevarlas a comisaría. Es como cuando los antiguos guerreros recogían las espadas y los escudos de sus camaradas caídos en combate y se los llevaban consigo. En este caso, sin embargo, faltaban las armas. Abrí las carteras para cerciorarme de que en su interior no estaban los teléfonos móviles. Resulta turbador cuando suena el teléfono de una persona muerta.

Bueno, pues en cuanto a Jack Koenig, sólo estuve con él una vez, cuando me contrataron, y me pareció bastante inteligente, sosegado y reflexivo. Era un tipo realmente duro e inflexible y tenía una veta sarcástica que yo admiraba mucho. Recordé lo que me dijo a propósito del tiempo que pasé dedicado a la enseñanza en el John Jay: «Los que pueden hacen, los que no pueden enseñan.» A lo que yo repliqué: «Los que han recibido tres balazos trabajando no tienen que explicar su segunda profesión.» Tras unos instantes de gélido silencio, sonrió y dijo: «Bienvenido a la BAT.»

Pese a la sonrisa y a la bienvenida, tuve la impresión de que estaba un poco picado conmigo. Tal vez había olvidado el incidente.

Nos quedamos en el despacho de mullida alfombra azul, y miré a Kate, que parecía un poco preocupada. Volví la vista hacia Nash, que, naturalmente, no llamaba a Jack su agente especial jefe. El señor CÍA tenía sus propios jefes, instalados al otro lado de la calle, en el 290 de Broadway, y yo habría renunciado a un mes de sueldo por verlo sobre la alfombra del 290. Pero eso nunca ocurriría.

Por cierto que parte de la BAT está alojada en el 290 de Broadway, un edificio más nuevo y bonito que Federal Plaza, y se rumorea que la separación de fuerzas no es consecuencia de un problema administrativo de espacio, sino una estrategia deliberada para el supuesto de que alguien decidiera poner a prueba sus conocimientos de química avanzada en uno de los edificios federales. Personalmente, yo creo que se trata de pura chapucería burocrática pero esta clase de organización se presta a suministrar explicaciones que justifican la simple estupidez por razones de alta seguridad.

Si se preguntan ustedes por qué estaban callados Ted, Kate y John, es porque imaginábamos que había micrófonos ocultos en el despacho. Cuando a dos o más personas las dejan solas en el despacho de alguien, deben pensar que están en antena. Probando, uno, dos, tres. No obstante, yo dije, para que constara:

– Bonito despacho. El señor Koenig realmente tiene buen gusto.

Ted y Kate me ignoraron.

Miré mi reloj. Eran casi las siete de la tarde, y sospechaba que al señor Koenig no le hacía ninguna gracia tener que volver al despacho un sábado por la tarde. Tampoco a mí me emocionaba la idea, pero el antiterrorismo es un trabajo que exige dedicación absoluta. Como solíamos decir en Homicidios: «Cuando termina el día de un asesino, empieza el nuestro.»

Me acerqué a la ventana y miré hacia el este. Esa parte del bajo Manhattan se halla atiborrada de tribunales y más al este se alzaba el 1 de Pólice Plaza, mi antiguo cuartel general, donde había recibido buenas visitas y malas visitas. Más allá de Pólice Plaza estaba el puente de Brooklyn, por donde habíamos venido, y que cruzaba sobre el East River, que separaba la isla de Manhattan y Long Island.

Desde allí no podía ver el aeropuerto Kennedy pero distinguía el resplandor de sus luces, y en el firmamento, sobre el océano Atlántico, divisé lo que parecía ser una hilera de brillantes estrellas, como una nueva constelación, pero que era, simplemente, la fila de luces de un avión que se disponía a aterrizar. Al parecer, las pistas estaban abiertas de nuevo.

Frente al puerto, hacia el sur, estaba Ellis Island, por la que habían pasado millones de emigrantes, incluidos mis antepasados irlandeses. Y al sur de Ellis Island, en medio de la bahía, se erguía la estatua de la Libertad, toda iluminada, con su encendida antorcha alzada, dando la bienvenida al mundo. Figuraba en la lista de objetivos de casi todos los terroristas, pero hasta el momento continuaba en pie.

En conjunto, la panorámica desde allí resultaba espectacular. La ciudad, los puentes iluminados, el río, el límpido cielo de abril y una enorme media luna elevándose por el este sobre las tierras llanas de Brooklyn.

Me volví y miré hacia el suroeste por el amplio ventanal del despacho. Los detalles más destacados desde allí eran las torres gemelas del World Trade Center que se elevaban a cuatrocientos metros de altura en el firmamento, ciento diez pisos de vidrio, cemento y acero. ,

Las torres estaban a unos ochocientos metros de distancia pero eran tan enormes que parecía que estuvieran al otro lado de la calle. Se las denominaba torre Norte y torre Sur pero el viernes, 26 de febrero de 1993, a las 12 horas 17 minutos y 36 segundos, la torre Sur estuvo a punto de cambiar su nombre por el de torre Desaparecida.

La mesa del señor Koenig estaba dispuesta de tal modo que cada vez que miraba por la ventana podía ver las dos torres, y podía imaginar lo que varios árabes habían pretendido que sucediese cuando estacionaron una furgoneta cargada de explosivos en el aparcamiento del sótano del edificio, es decir, el derrumbamiento de la torre y la muerte de más de cincuenta mil personas.

Y si la torre Sur se hubiera derrumbado hacia la derecha y hubiese golpeado a la torre Norte, habría habido otros cuarenta o cincuenta mil muertos.

No obstante, la estructura resistió, y murieron seis personas y más de mil resultaron heridas. La explosión subterránea destruyó el puesto de policía situado en el sótano y dejó un enorme agujero donde había estado el parking de varios pisos. Lo que pudo ser la mayor pérdida de vidas norteamericanas desde la segunda guerra mundial quedó en un estruendoso e inequívoco aviso. Estados Unidos se había convertido en el primer objetivo.

Se me ocurrió que el señor Koenig habría podido cambiar la disposición de su mobiliario o poner persianas en las ventanas pero resultaba revelador el hecho de que decidiese mirar aquellos edificios todos los días laborables. No sé si echaba pestes de los fallos de seguridad que habían conducido a la tragedia o si todas las mañanas daba gracias a Dios porque se hubieran salvado más de cien mil vidas. Probablemente hacía ambas cosas, y probablemente también aquellas torres, la estatua de la Libertad, Wall Street y todo lo demás que Jack Koenig contemplaba desde allí arriba, turbaban su sueño todas las noches.

Cuando la bomba estalló en 1993, King Jack no estaba al mando de la BAT pero lo estaba ahora, y podría pensar en cambiar de sitio su mesa el lunes por la mañana para situarla mirando en dirección al aeropuerto Kennedy. Realmente se estaba muy solo allá arriba pero se suponía que la vista era buena. Para Jack Koenig, sin embargo, no había buenas vistas desde allí.