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El protagonista de mis pensamientos entró en aquel momento en su despacho y me sorprendió mirando al World Trade Center.

– ¿Continúan en pie, profesor?

Al parecer tenía buena memoria para los subordinados insolentes.

– Sí, señor -respondí.

– Bien, es una buena noticia.

Miró a Kate y a Nash y nos indicó que tomáramos asiento. Nash y Kate se sentaron en el sofá y yo me instalé en uno de los sillones, mientras el señor Koenig permanecía de pie.

Jack Koenig era un hombre alto, de unos cincuenta años. Tenía el pelo corto de color gris acerado, ojos de color gris acerado, barba incipiente de color gris acerado, mandíbula acerada y, por su postura, parecía que tuviera una barra de acero metida por el culo y se dispusiera a trasladarla al culo de otro. En conjunto, no daba la impresión de ser un hombre bonachón y su humor parecía comprensiblemente sombrío.

El señor Koenig vestía pantalones anchos, camisa deportiva azul y zapatillas, pero no había en él nada ancho, ni deportivo, ni de andar por casa.

Hal Roberts entró en el despacho y se sentó en el segundo sillón, enfrente de mí. Jack Koenig no parecía inclinado a tomar asiento y relajarse.

El señor Roberts llevaba un bloc alargado de papel amarillo y un lápiz. Pensé que quizá iba a tomar nota de lo que queríamos tomar, pero fui demasiado optimista.

Sin más preámbulos, el señor Koenig nos preguntó:

– ¿Puede alguno de ustedes explicarme cómo un presunto terrorista, esposado y custodiado, consiguió matar a bordo de un avión comercial norteamericano a trescientos hombres, mujeres y niños, incluidos sus dos escoltas armados, y a dos agentes federales y un miembro del Servicio de Emergencia de la Autoridad Portuaria, e introducirse luego en un local federal secreto y protegido, donde asesinó a una secretaria de la BAT, al agente del FBI de servicio y a un miembro de la policía de Nueva York de su equipo? -Nos miró uno a uno-:. ¿Querría alguien intentar explicarlo?

Si hubiera estado en Pólice Plaza, en vez de en Federal Plaza, yo habría respondido a una pregunta sarcástica como ésa diciendo: «¿Puede usted imaginar cuánto peor podría haber sido si el detenido no hubiera estado esposado?» Pero no era el momento ni el lugar adecuado para impertinencias. Habían muerto muchas personas inocentes, y correspondía a los vivos explicar por qué. Sin embargo, King Jack no estaba teniendo un buen comienzo con sus súbditos.

Huelga decir que nadie respondió a la pregunta, que parecía retórica. Es buena idea dejar que el jefe se desfogue un rato. Hay que decir en su honor que sólo se desfogó durante otro minuto o cosa así. Luego se sentó y se quedó mirando por la ventana. Su vista se dirigía hacia el distrito financiero, de modo que no había infaustas asociaciones ligadas a aquella perspectiva, a no ser que tuviera acciones de Trans-Continental.

Por cierto, que Jack Koenig era del FBI, y estoy seguro de que a Ted Nash no le hacía ninguna gracia que un tipo del FBI le hablara de aquella manera. A mí, que puedo considerarme casi civil, tampoco, pero Koenig era el jefe, y todos formábamos parte de la brigada. El equipo. Kate, por pertenecer al FBI, se hallaba en una situación peligrosa para su carrera, y también George Foster, pero George había elegido el trabajo fácil y se había quedado con los cadáveres.

King Jack parecía estar tratando de dominarse.

– Siento lo de Peter Gorman -dijo finalmente, dirigiéndose a Nash-. ¿Lo conocía?

Nash asintió con la cabeza.

Koenig miró a Kate.

– ¿Era usted amiga de Phil Hundry?

– Sí.

Se volvió hacia mí.

– Estoy seguro de que ha perdido usted amigos en acto de servicio. Ya sabe lo duro que es.

– Sí. Nick Monti y yo nos habíamos hecho amigos -respondí.

Jack Koenig volvió a quedar con la mirada fija en el vacío, pensando. Era momento para guardar un respetuoso silencio, y lo mantuvimos durante un minuto, pero todo el mundo sabía que debíamos volver sin demora al asunto que nos había llevado allí.

– ¿Se reunirá con nosotros el capitán Stein? -pregunté, poco diplomáticamente quizá.

Koenig me miró unos instantes y finalmente respondió:

– Ha asumido el mando directo de los equipos de supervisión y vigilancia y no tiene tiempo para reuniones.

Uno nunca sabe qué se proponen realmente los jefes, o qué clase de intrigas de palacio se están desarrollando, y es mejor no ocuparse de ello. Bostecé para indicar que acababa de perder interés tanto por mi pregunta como por la respuesta de Koenig.

– Bien, cuénteme qué ha sucedido. Desde el principio -dijo Koenig, volviéndose hacia Kate.

Kate parecía preparada para la pregunta y fue exponiendo los acontecimientos del día, cronológicamente, objetiva y rápidamente pero sin prisas.

Koenig escuchaba sin interrumpir. Roberts tomaba notas. En algún lugar giraba una cinta magnetofónica.

Kate mencionó mi insistencia en ir hasta el avión y el hecho de que ni ella ni Foster lo consideraban necesario.

El rostro de Koenig se mantuvo impasible, sin mostrar aprobación ni desaprobación durante todo el relato. No levantó una ceja, no frunció el ceño, no hizo ninguna mueca, no movió afirmativa ni negativamente la cabeza y, por supuesto, no sonrió ni un instante. Era un experto en el arte de escuchar, y nada en su porte o su actitud alentaba o desalentaba a su testigo.

Kate llegó a la parte en que yo regresé a la cúpula del 747 y descubrí que a Hundry y a Gorman les faltaban los pulgares. Hizo una pausa para ordenar sus ideas. Koenig me miró y, aunque no dio ninguna muestra de aprobación, comprendí que yo iba a continuar en el caso.

Kate prosiguió con la secuencia de acontecimientos, exponiendo solamente los hechos y dejando las especulaciones y teorías para más adelante, si Koenig las pedía y en el momento en que las pidiese. Kate Mayfield tenía una memoria extraordinaria para los detalles y una asombrosa capacidad para abstenerse de adornar los hechos o presentarlos sesgadamente. Quiero decir que en situaciones similares, cuando un jefe me llamaba a capítulo, yo no trataba de adornar ni sesgar nada, salvo que estuviese protegiendo a un compañero, pero todo el mundo sabe que tengo mis fallos de memoria.

– George decidió quedarse en el lugar de los hechos -concluyó Kate-. Todos estuvimos de acuerdo y le pedimos al agente Simpson que nos trajese aquí.

Miré mi reloj. El relato de Kate había durando cuarenta minutos. Eran casi las ocho de la tarde, la hora en que habitual-mente mi cerebro necesita alcohol.

Jack Koenig se recostó en su sillón, y pude ver que estaba procesando los datos.

– Parece como si Jalil fuese uno o dos pasos por delante de nosotros -dijo.

– Eso es lo que hace falta en una carrera -repliqué-. El segundo es sólo el primero de los perdedores.

El señor Koenig me miró unos instantes y repitió:

– El segundo es sólo el primero de los perdedores. ¿Dónde aprendió eso?

– Creo que en la Biblia.

Koenig se volvió hacia Roberts.

– No anotes esto -dijo, y el señor Roberts dejó el lápiz.

A continuación se volvió de nuevo hacia mí.

– Tengo entendido que ha solicitado ser trasladado a la sección del IRA. \

Carraspeé y respondí:

– Bueno, sí lo solicité pero…

– ¿Tiene algún agravio personal contra el Ejército Republicano Irlandés?

– No realmente, yo…

Entonces intervino Kate.

– John y yo hemos hablado antes de esto, y ha retirado la solicitud.

No era eso exactamente lo que yo le había dicho pero sonaba mejor que mis racistas y sexistas observaciones acerca de los musulmanes. Miré a Kate, y nuestros ojos se encontraron.

– El pasado otoño revisé el caso de Plum Island.