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Sonaron unos golpecitos en la puerta, ésta se abrió y un joven se asomó.

– Señor Koenig. Hay una llamada para usted que tal vez quiera contestar aquí.

Koenig se puso en pie, se excusó y fue hasta la puerta. Observé que la estancia contigua, que a nuestra llegada estaba desierta y a oscuras, se hallaba ahora completamente iluminada, y vi hombres y mujeres sentados a sus mesas o moviéndose por la sala. Una comisaría de policía nunca está a oscuras, silenciosa ni desierta, pero los federales procuran mantener un horario laboral normal, confiando en unos cuantos agentes de guardia y en el recurso a los buscas para reunir el grueso de las fuerzas llegado el caso.

La cuestión es que Jack desapareció, y yo me volví hacia Hal Roberts y sugerí:

– ¿Por qué no nos trae un café?

Al señor Roberts no le gustaba que lo mandaran a por café pero Kate y Ted secundaron mi sugerencia, y Roberts se levantó y salió.

Miré a Kate un momento. Pese a los acontecimientos del día parecía tan despejada y alerta como si fuesen las nueve de la mañana en lugar de las nueve de la noche. Yo, por mi parte, no podía casi con mi alma. Soy unos diez años mayor que ella y no me he recuperado del todo de la experiencia que me llevó al borde de la muerte, de modo que eso podría explicar la diferencia entre nuestros niveles de energía. Pero no explicaba por qué ella conservaba tan pulcro el pelo y la ropa y por qué olía tan bien. Yo me sentía, y probablemente lo parecía, ajado y desaseado y necesitaba una ducha con urgencia.

Nash presentaba un aspecto fresco y despierto pero ése es el aspecto que siempre tienen los maniquíes. Además, no había hecho ningún esfuerzo físico. No había atravesado a toda velocidad el aeropuerto ni había subido a un avión lleno de cadáveres.

Pero, volviendo a Cate, tenía las piernas cruzadas, y por primera vez me fijé en lo bonitas que eran. Bueno, tal vez ya me había fijado en ello hacía cosa de un mes, en el primer nanosegundo siguiente a nuestro encuentro, pero estoy tratando de moderar mi lascivia de policía neoyorquino. No he intentado ligar con ninguna mujer soltera -ni casada- en la BAT. De hecho, me estaba labrando una reputación de hombre que o estaba entregado de lleno a su trabajo, o le tenía sorbido el seso alguna amiguita, o era marica, o tenía una libido débil, o quizá una de aquellas balas le había alcanzado por debajo del cinturón.

En cualquier caso, todo un mundo se abría ahora ante mí. Las mujeres de la oficina me hablaban de sus novios y maridos, me preguntaban si me gustaban sus peinados y me trataban generalmente de forma por completo neutral en lo que se refiere al género. Las chicas no me han pedido aún que vaya de compras con ellas ni han compartido recetas de cocina conmigo, pero es posible que me inviten a bañar al bebé. El viejo John Corey está muerto, enterrado bajo una tonelada de informes políticamente correctos de Washington. John Corey, Departamento de Homicidios de la policía de Nueva York, es historia. Ha nacido el agente especial John Corey, de la BAT. Me siento limpio, bautizado en las sagradas aguas del Potomac, renacido y aceptado en las filas de las puras y angelicales huestes con las que trabajo.

Pero, volviendo a Kate, la falda se le había subido por encima de las rodillas, y yo me veía obsequiado con aquel increíble muslo izquierdo. Me di cuenta de que me estaba mirando, y con un esfuerzo aparté los ojos de sus piernas y la miré a la cara. Tenía los labios más carnosos de lo que había creído, gruesos y expresivos. Aquellos ojos azules y helados se hundían profundamente en mi alma.

– Sí que parece que necesitas un café -me dijo.

Me aclaré la garganta y la mente y respondí:

– Lo que realmente necesito es un trago.

– Luego te invito a uno.

– Generalmente estoy en la cama para las diez -repliqué, después de mirar mi reloj.

Sonrió pero no respondió. El corazón me latía violentamente.

Mientras tanto, Nash estaba siendo Nash, totalmente desconectado, tan inescrutable como un monje tibetano hipnotizado. Se me ocurrió que quizá el tío no era retraído. Quizá era estúpido. Quizá tenía el cociente intelectual de una tostadora, pero era lo bastante listo para disimularlo.

El señor Roberts regresó con una bandeja sobre la que reposaban una jarra y cuatro tazas. La dejó en la mesa sin decir nada y ni siquiera se ofreció a servir. Yo cogí la jarra y serví tres tazas de café caliente. Kate, Ted y yo cogimos una taza cada uno y tomamos un sorbo.

Nos levantamos y fuimos a las ventanas, sumido cada uno en nuestros pensamientos mientras contemplábamos la ciudad.

Yo miré hacia el este, en dirección a Long Island. Había allí una hermosa casita de campo, a unos 140 kilómetros y todo un mundo de distancia de donde me encontraba, y en la casita estaba Beth Penrose, sentada ante el fuego, tomando té o quizá brandy. No era buena idea sumirse en esa clase de pensamientos pero recordé lo que mi ex mujer me dijo una vez: «Un hombre como tú, John, hace solamente lo que quiere hacer. Tú quieres ser policía, así que no te quejes del trabajo. Cuando estés preparado, renunciarás. Pero no estás preparado.»

Realmente, no lo estaba. Pero en ocasiones como aquélla, los estúpidos alumnos de John Jay parecían algo deseable.

Volví la vista hacia Kate y vi que me estaba mirando. Sonreí. Ella sonrió. Ambos nos volvimos para seguir contemplando el panorama.

Durante la mayor parte de mi vida profesional, yo había realizado un trabajo que consideraba importante. Todos los que nos encontrábamos allí conocíamos esa sensación especial. Pero es algo que se cobra su precio sobre la mente y el espíritu, y a veces, como en mi caso, también sobre el cuerpo.

Sin embargo, había algo que me impulsaba a seguir. Mi ex había concluido: «Nunca te morirás de aburrimiento, John, pero te morirás en este trabajo. Una mitad de ti está ya muerta.»

No era verdad. Simplemente, no era verdad. La verdad era que soy un adicto a la adrenalina.

Y también me agradaba lo de proteger a la sociedad. Eso no es cosa que uno comente con los compañeros pero era un hecho, y un hecho importante.

Quizá cuando este caso haya terminado debería pensar en todo esto. Quizá había llegado el momento de dejar la placa y la pistola y abandonar el camino del mal, quizá había llegado el momento de hacer mutis por el foro.

CAPÍTULO 20

Asad Jalil continuó su camino a través de un barrio residencial. El Mercury Marquis era grande, más que cualquier otro coche que hubiera conducido en su vida, pero se manejaba con facilidad.

Jalil no se dirigió a la autopista de peaje de Nueva Jersey. No tenía intención de cruzar más peajes. Tal como había pedido en Trípoli, el automóvil alquilado disponía de un sistema de posicionamiento global, que él había utilizado en Europa. Éste se llamaba «navegador por satélite» y era ligeramente diferente de los que estaba acostumbrado a manejar, pero en su base de datos contenía todo el sistema de carreteras de Estados Unidos, y mientras atravesaba lentamente las calles, accedió a las direcciones a la autopista 1.

A los pocos minutos estaba en la autopista que se dirigía hacia el sur. Observó que era una carretera muy concurrida, con muchos establecimientos comerciales a ambos lados.

Advirtió que algunos de los automóviles con los que se cruzaba llevaban encendidos los faros, así que los encendió él también.

Tras recorrer cerca de dos kilómetros tiró las llaves de Yabbar por la ventanilla. A continuación sacó el dinero que había en la cartera de Yabbar, ochenta y siete dólares. Registró la cartera mientras conducía, rompió lo que se podía romper y fue tirando los pedazos por la ventanilla. Las tarjetas de crédito y el carnet de conducir plastificado presentaban dificultades, pero Jalil logró doblarlos y romperlos y los arrojó también al exterior. La cartera no contenía nada más, a excepción de una fotografía en color de la familia Yabbar: Gamal Yabbar, su esposa, dos hijos, una hija y una mujer de edad. Jalil miró la foto mientras conducía. Había logrado rescatar de las ruinas de su casa en Al Azziziyah unas cuantas fotografías, entre ellas varias de su padre vestido de uniforme. Esas fotos eran preciosas para él, y no habría más fotografías de la familia de Jalil.