Rompió en cuatro trozos la foto de la familia de Yabbar y los dejó volar por la ventanilla. Tras ellos fueron la cartera, la botella de plástico y, finalmente, el casquillo de bala. Todas las pruebas yacían ahora esparcidas a lo largo de muchos kilómetros de carretera y no atraerían la atención de nadie.
Jalil alargó el brazo, abrió la guantera y sacó un fajo de papeles: impresos de alquiler, mapas, varios anuncios y otros documentos, sin interés. Observó que a los americanos, como a los europeos, les encantaban los papeles inservibles.
Examinó el contrato de alquiler y comprobó que el nombre que figuraba en él coincidía con el de su pasaporte.
Volvió su atención a la carretera. Por ella circulaban muchos malos conductores. Vio muchos jóvenes conduciendo, y también muchos viejos y muchas mujeres. Nadie parecía conducir bien. Conducían mejor en Europa, a excepción de Italia. Los conductores de Trípoli eran como los italianos. Jalil comprendió que podría conducir mal allí sin que nadie se fijara.
Miró el indicador del depósito y vio que ponía «Lleno».
Un coche de policía apareció en su espejo retrovisor y permaneció detrás de él un rato. Jalil mantuvo la misma velocidad y no cambió de carril. Procuró no mirar demasiadas veces por los espejos retrovisores. Eso despertaría las sospechas del policía. Jalil se puso las gafas bifocales.
Al cabo de cinco minutos, el coche de policía pasó al carril izquierdo y lo adelantó. Jalil observó que el agente no lo miró siquiera. Poco después, el coche policial circulaba delante de él.
Jalil se recostó y prestó atención al tráfico. En Trípoli le habían dicho que habría mucho movimiento un sábado por la noche, mucha gente que salía con los amigos o iba a restaurantes o teatros o galerías comerciales. Nada muy diferente de Europa, salvo en lo referente a las galerías comerciales.
En Trípoli le habían dicho también que en las zonas más rurales la policía miraba los coches susceptibles de estar ocupados por traficantes de drogas. Eso podría suponer un problema, le advirtieron, ya que la policía buscaba conductores de raza negra o hispanos, y podrían parar a un árabe por error o incluso deliberadamente.
Pero de noche resultaba difícil ver quién conducía, y el sol ya se estaba poniendo.
Asad Jalil pensó unos momentos en Gamal Yabbar. No le agradaba matar a un correligionario musulmán, pero todo creyente en el islam debía luchar, o sacrificarse o sufrir martirio en el yihad contra Occidente. Eran demasiados musulmanes los que, como Gamal Yabbar, no hacían nada más que enviar dinero a su país. Yabbar no merecía realmente la muerte, pensó Jalil, pero la muerte se convirtió en la única posibilidad. Asad Jalil estaba llevando a cabo una misión sagrada, y otros tenían que sacrificarse para que él pudiera hacer lo que no podían hacer ellos, matar al infiel. Aparte de esto, su único pensamiento acerca de Gamal Yabbar fue una fugaz preocupación por la posibilidad de que hubiera sobrevivido a aquella única bala. Pero Jalil había visto otras veces aquellas contracciones y había oído aquel gorgoteo. El hombre estaba muerto. Que Alá te lleve al Paraíso esta misma noche.
Se estaba poniendo el sol pero no era sensato pararse para oficiar el Salat. El mulah le había concedido dispensa por el tiempo en que estuviera dedicado a el yihad. Pero no dejaría de rezar sus oraciones. Mentalmente, se postró en su alfombra de oración y se situó de cara a La Meca.
– ¡Dios es grande! -recité-. Doy testimonio de que no hay más Dios que Alá. Doy testimonio de que Mahoma es el Mensajero de Dios. ¡Corramos al Salat! ¡Corramos a la victoria! Dios es grande. ¡No hay más Dios que Alá!
Recitó varios pasajes del Corán elegidos al azar:
– Mata a los agresores dondequiera que los encuentres. Expúlsalos de los lugares de donde te expulsaron… Lucha contra ellos hasta que triunfe la religión de Alá… Lucha por la causa de Alá con el fervor que le es debido… Quedan autorizados a empuñar las armas aquellos que sean atacados… Alá tiene el poder de concederles la victoria… Creyentes, temed a Alá como debéis, y cuando llegue la muerte morid como verdaderos musulmanes… Si habéis sufrido una derrota, también la ha sufrido el enemigo. Alternamos estas victorias entre la humanidad para que Alá conozca a los verdaderos creyentes y elija mártires entre vosotros, y para que pueda poner a prueba a los fieles y aniquilar a los infieles. Alá es el supremo Planificador.
Satisfecho de haber cumplido sus obligaciones, se sentía en paz consigo mismo mientras conducía por tierra extraña, rodeado de enemigos e infieles.
Recordó entonces el viejo canto de guerra árabe y entonó la estrofa titulada «La venganza de muerte»: «Cabalgaba terrible y solo con su espada yemení por toda ayuda; no lucía ésta más ornamento que las muescas de la hoja.»
CAPÍTULO 21
Jack Koenig regresó con varios papeles que parecían hojas de fax en la mano. Todos tomamos asiento.
– He hablado con el supervisor del laboratorio criminológico del JFK -dijo, y golpeó suavemente con los papeles sobre la mesita-. Tienen un informe preliminar acerca de los escenarios de los crímenes cometidos en el avión y en el Club Conquistador. He hablado también con George, que se ha ofrecido a marcharse de la BAT y de Nueva York.
Dejó que sus palabras permanecieran unos momentos flotando en el aire y luego se dirigió a Kate:
– ¿Sí? ¿No?
– No -respondió ella.
– ¿Pueden conjeturar o adivinar qué sucedió en el avión antes de aterrizar? -preguntó, dirigiéndose a Kate y a mí.
– John es el detective -dijo Kate.
– Adelante, detective.
Debo señalar aquí que el FBI utiliza el término «investigador» para describir lo mismo que detective, así que no sé si se me estaba haciendo un honor o se me estaba tratando con condescendencia. En cualquier caso, para esto era en parte para lo que se me había contratado, y soy muy eficiente en ello. Pero Koenig no ocultaba que ya había obtenido algunas respuestas a las preguntas que estaba formulando. De modo que, para que quedara clara la cosa, dije:
– Supongo que han encontrado esas dos botellas de oxígeno en el armario del piso alto del avión.
– Sí. Pero, como descubrió usted, las dos tenían las válvulas abiertas, así que no sabemos lo que había dentro. Podemos suponer, no obstante, que una era de oxígeno, y la otra no. Continúe.
– Bien… a unas dos horas de distancia de Nueva York, el control de Tráfico Aéreo perdió contacto con el Uno-Siete-Cinco de Trans-Continental. De modo que fue entonces cuando el tipo que tenía las botellas de oxígeno medicinales, sentado probablemente en clase business…
– Exacto -dijo Koenig-. Se llamaba Yusef Haddad. Asiento Dos A.
– Muy bien, ese tipo… ¿cómo se llama?
– Yusef Haddad. Significa Joe Smith. Figura en la lista de pasajeros con pasaporte jordano y oxígeno medicinal para el tratamiento de un enfisema. Probablemente, el pasaporte es falso, lo mismo que el enfisema y una de las botellas de oxígeno.
– Exacto. Bien, Joe Smith, jordano, clase business, asiento Dos A. El hombre está respirando el oxígeno auténtico, alarga la mano y abre la válvula de la segunda botella. Se desprende un gas que penetra en el sistema de aire acondicionado del avión.
– Exacto. ¿Qué clase de gas?
– Bueno, era algo bastante desagradable, como cianhídrico.
– Bien. Muy probablemente, era una hemotoxina, quizá una forma militar de cianhídrico. Las víctimas murieron asfixiadas. Esta noche, el laboratorio analizará la sangre y los tejidos y verá si puede identificarlo. Tampoco es que importe mucho, pero es así como trabajan. De todos modos, al cabo de diez minutos había circulado por el sistema todo el aire de a bordo. Así que todo el mundo recibió una dosis de ese gas, a excepción de Yusef Haddad, que continuaba respirando oxígeno puro. -Me miró y dijo-: Dígame cómo escapó Jalil a la muerte.