El caso es que, como suele ocurrir con los ayudantes de fiscales, a Robin le ofrecieron, y ella aceptó, un puesto en un bufete de abogados especializado en defender a la gentuza que ella y yo estábamos tratando de retirar de la circulación. La situación económica mejoró, pero él matrimonio se fue a pique. Diferencias filosóficas irreconciliables. Yo me quedé con el piso. Los plazos de la hipoteca son muy altos.
Alfred, mi portero de noche, me saludó y sostuvo la puerta abierta.
Revisé mi buzón, que estaba lleno de folletos publicitarios. Casi esperaba encontrar una carta bomba de Ted Nash, pero hasta el momento el hombre estaba mostrando una contención admirable.
Monté en el ascensor y entré en mi apartamento, tomando mínimas precauciones. Durante el primero o dos primeros meses de matrimonio me había costado pasar por delante de Alfred. No le gustaba la idea de que yo durmiese con mi mujer, a la que había cobrado afecto. De todos modos, Robin y yo habíamos informado a Alfred y a los otros porteros de que estábamos relacionados con la administración de justicia y que teníamos enemigos. Todos los porteros se hicieron cargo, y sus aguinaldos de Navidad y de Pascua reflejaban el aprecio que sentíamos por su lealtad, discreción y vigilancia. Por el contrario, desde mi divorcio, yo pensaba que por una propina de veinte dólares Alfred le daría mis llaves a Jack el Destripador.
Crucé el cuarto de estar, que daba a una amplia terraza, y entré en el estudio, donde encendí el televisor y puse la CNN. El televisor no funcionaba muy bien y necesitaba un poco de mantenimiento percusivo, que llevé a cabo dándole tres palmadas con la mano abierta. Apareció una imagen nevada. La CNN estaba ofreciendo un informe financiero.
Me acerqué al teléfono y pulsé el botón del contestador. Beth Penrose, a las 19.16, dijo: «Hola, John. Tengo la impresión de que hoy estabas en el JFK. Recuerdo que dijiste algo de eso. Ha sido terrible…, trágico. Dios mío…, bueno, si estás en eso, buena suerte. Siento que no hayamos podido estar juntos esta noche. Llama cuando puedas.»
Ésa es una de las ventajas de que un policía salga con una policía. Las dos partes comprenden. Aparte de ésa, no creo que haya ninguna otra ventaja.
El segundo mensaje era de mi ex compañero, Dom Fanelli. «Santo cielo. ¿He oído bien, que estás metido en el asunto del JFK? Te dije que no aceptaras ese trabajo. Llámame.»
– Tú me diste el trabajo, estúpida bola de sebo.
Había unos cuantos mensajes más de amigos y familiares, todos preguntando por el asunto del JFK y mi relación con él. De pronto, yo me encontraba otra vez en la pantalla de radar de todo el mundo. No estaba mal para un tipo que hace un año todos creían que se había estrellado y quemado vivo.
El último mensaje, sólo diez minutos antes de que yo llegara a casa, era de Kate Mayfield. Decía: «Soy Kate. Pensaba que estarías ya en casa. Muy bien… bueno, llámame si quieres hablar… Estoy en casa… No creo que pueda conciliar el sueño. Así que llama a cualquier hora… para hablar.»
Bueno, yo no iba a tener ningún problema para conciliar el sueño. Pero quería ver las noticias primero, de modo que me quité la chaqueta y los zapatos, me aflojé la corbata y me dejé caer en mi sillón favorito. El tipo de las finanzas continuaba hablando. Empecé a quedarme amodorrado, vagamente consciente de que estaba sonando el teléfono, pero no me levanté a cogerlo.
Lo siguiente que supe fue que estaba sentado en un gran avión de reacción, tratando de levantarme de mi asiento pero algo me lo impedía. Advertí que todo el mundo a mi alrededor estaba profundamente dormido, a excepción de un individuo que se hallaba de pie en el pasillo. El tío empuñaba un cuchillo enorme y manchado de sangre y venía derecho hacia mí. Eché mano a mi pistola pero no estaba en su funda. El tipo alzó el cuchillo, y yo me levanté de un salto.
El reloj del vídeo señalaba las 5.17. Tenía el tiempo justo para ducharme, cambiarme de ropa e ir a La Guardia.
Mientras me desnudaba en el dormitorio, encendí la radio, que estaba sintonizada con 1010 WINS, todo noticias.
El locutor estaba hablando de la tragedia de Trans-Continental. Subí el volumen y me metí en la ducha.
Mientras me enjabonaba pude oír, por encima del ruido del agua, fragmentos sueltos del relato. El hombre estaba diciendo algo acerca de Gadafi y de la incursión norteamericana sobre Libia en 1986.
Me pareció que la gente estaba empezando a atar cabos.
Rememoré la incursión aérea de 1986 y recordé que los agentes de la policía de Nueva York y de la Autoridad Portuaria habían sido alertados por si la mierda salpicaba demasiado. Pero, aparte de unas cuantas horas extraordinarias, no recordaba que hubiera sucedido nada especial.
Supongo que era el día anterior cuando había sucedido. Esa gente tiene buena memoria. Mi compañero, Dom Fanelli, me contó una vez un chiste… el Alzheimer italiano es cuando lo olvidas todo, excepto a quién tienes que matar.
Sin duda, esto se aplicaba también a los árabes. Pero entonces ya no parecía tan gracioso.
CUARTA PARTE
Hemos suscitado entre los cristianos hostilidad y odio hasta el día de la Resurrección… Creyentes, no toméis como amigos a los judíos ni a los cristianos.
El Corán, sura V, «La mesa»
El 15 de abril había sido un día horrible, y el 16 de abril no iba a ser mucho mejor.
– Buenos días, señor Corey -dijo Alfred, mi portero, que tenía un taxi esperándome en la puerta.
– Buenos días, Alfred.
– El pronóstico meteorológico es bueno. A La Guardia, ¿verdad? -Abrió la portezuela trasera y le dijo al taxista-: La Guardia.
Subí al taxi y éste arrancó.
– ¿Tiene un periódico? -le pregunté al chófer.
Cogió uno del asiento delantero y me lo tendió. Estaba en ruso o en griego. Se echó a reír.
Ya empezaba a torcerse el día.
– Tengo prisa -le dije al hombre-. Acelere. ¿Capisce? Pedal al metal.
No dio señales de violar la ley, así que saqué mis credenciales de federal y se las puse delante de las narices.
– De prisa.
El taxi aceleró. Si hubiera llevado el arma, le habría puesto el cañón contra la oreja, pero parecía aceptar la situación. Por cierto, no me gusta trabajar de madrugada.
El tráfico era escaso a aquella hora en un domingo por la mañana, y tardamos poco tiempo en recorrer la carretera FDR y cruzar el puente de Triborough. Finalmente llegamos a La Guardia.
– Terminal de US Airways -ordené.
Detuvo el coche en la terminal, le pagué y le devolví el periódico.
– Aquí tiene su propina -le dije.
Bajé y consulté mi reloj. Tenía unos diez minutos hasta la hora de despegue. Andaba muy justo de tiempo pero no llevaba equipaje y tampoco ninguna pistola que declarar.
Fuera de la terminal advertí que dos policías de la Autoridad Portuaria miraban a la gente como si todos fuesen terroristas. Evidentemente, la noticia se había propagado, y yo esperaba que todos tuviesen una foto de Asad Jalil.
Dentro de la terminal, el tipo del mostrador me preguntó si tenía billete o reserva. Tenía montones de reservas acerca de aquel vuelo pero no era momento para hacerse el gracioso.
– Corey, John -dije.