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Encontró mi nombre en el ordenador e imprimió mi billete. Me pidió un documento de identificación con fotografía, y le di mi carnet de conducir del estado de Nueva York en lugar de mi credencial de federal, que siempre suscita la cuestión de si lleva uno pistola. Una razón por la que había decidido no llevarla esa mañana era porque iba con retraso y no tenía tiempo para entretenerme rellenando papeles. Además, viajaba con personas armadas que me protegerían. Creo. Por otra parte, siempre que piensas que no necesitas pistola, la necesitas. Pero había otra importante razón por la que había decidido no llevarla. Hablaré de ello más adelante.

El caso es que el tipo del mostrador me preguntó si había despachado yo mismo el equipaje, y le respondí que no llevaba.

– Que tenga un buen viaje -dijo mientras me entregaba el billete.

Si hubiera tenido más tiempo habría contestado: «Que Alá nos dé un buen viento de cola.»

Había también un policía de la Autoridad Portuaria junto al detector de metales, y la cola se movía despacio. Pasé sin que se disparara la alarma.

Mientras me dirigía con paso vivo hacia mi puerta, pensé en las reforzadas medidas de seguridad. Por una parte, muchos policías iban a ganarse un buen sobresueldo en horas extraordinarias durante el mes siguiente o cosa así, y el alcalde tendría un arranque y trataría de sacarle a Washington una subvención federal, explicando que ellos tenían la culpa.

Por otra parte, esas operaciones en la terminal de transporte interior rara vez daban lugar a la detención de la persona que se buscaba, pero había que realizarlas de todos modos. Les dificultaba las cosas a los fugitivos que intentaban moverse por el país. Pero si Asad Jalil tenía dos dedos de frente estaría haciendo lo que la mayoría de los delincuentes hacen cuando huyen, agazaparse en algún sitio hasta que las cosas se enfríen o coger un coche limpio y desaparecer en las autopistas. O, naturalmente, puede que el día anterior mismo hubiera tomado un vuelo de Camel Air con destino a Arenalandia.

Entregué el billete al agente de la puerta, crucé la pasarela y entré en el avión de Washington.

– Por poco no llega a tiempo -dijo la azafata.

– Es mi día de suerte.

– Hay pocos pasajeros. Siéntese donde quiera.

– ¿Qué tal en el asiento de aquel tipo de allí?

– Cualquier asiento vacío, señor. Siéntese, por favor.

Avancé por el pasillo y vi que el avión estaba medio vacío. Me senté solo, lejos de Kate Mayfield y Ted Nash, que estaban juntos, y de Jack Koenig, sentado en la misma fila que ellos, al otro lado del pasillo. Sin embargo, murmuré «Buenos días» mientras me dirigía a la parte de atrás. Envidiaba a George Foster por no tener que tomar aquel vuelo.

No se me había ocurrido coger una revista gratuita en la puerta, y alguien había arramblado con las revistas de las bolsas que tenían en su respaldo los asientos situados delante de mí, así que me quedé leyendo las instrucciones de evacuación en caso de emergencia hasta que despegó el avión.

Hacia la mitad del trayecto, mientras yo dormitaba, Koenig pasó a mi lado, camino del lavabo, y me echó sobre las rodillas el cuadernillo primero del Sunday Times.

Salí de mi sopor y leí el titular: «Trescientos muertos a bordo de un avión en el JFK.» Nada mejor para despabilarse un domingo por la mañana.

Leí la reseña del Times, que era esquemática y un poco inexacta, consecuencia, sin duda, de la escasa información disponible. Se subrayaba el hecho de que la Agencia Federal de Aviación y el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte no daban apenas detalles, salvo para decir que unos gases tóxicos no identificados habían causado la muerte de pasajeros y tripulantes. No se mencionaba la circunstancia de que el avión había aterrizado con el piloto automático conectado, ni se hablaba de asesinatos ni terroristas y, desde luego, tampoco se hacía mención alguna del Club Conquistador. Y, gracias a Dios, tampoco se mencionaba a nadie llamado John Corey.

Pero las noticias del día siguiente serían más concretas. Los detalles se irían suministrando en dosis digeribles, como aceite de hígado de bacalao con un poco de miel, una vez al día, hasta que el público se acostumbrase y acabara desviando su atención hacia alguna otra cosa.

El vuelo, de una hora de duración, se desarrolló sin incidentes, a excepción del pésimo café servido por la azafata. Al llegar al aeropuerto nacional Ronald Reagan, seguimos el curso del río Potomac, y tuve una espectacular panorámica del Memorial Jefferson con todos los cerezos en flor, el Malí, el Capitolio y todos esos otros edificios blancos de piedra que despiden poder, poder y poder. Se me ocurrió por primera vez la idea de que yo trabajaba para algunas de las personas de allí abajo.

Aterrizamos y desembarcamos con puntualidad. Observé que Koenig vestía un traje azul de federal y llevaba una cartera de mano. Nash vestía otro traje de corte continental y llevaba también una cartera, sin duda fabricada a mano con piel de yac por luchadores tibetanos por la libertad en el Himalaya. Kate llevaba también un traje azul, pero a ella le sentaba mejor que a Jack. Portaba igualmente una cartera, y me asaltó la idea de que se esperaba que yo también la llevase. Mi atuendo consistía en un traje gris claro que mi ex me había comprado en Barney's. Con impuestos y propina incluidos, probablemente rondaba los dos mil pavos. Ella tiene dinero para eso y para más. Lo gana defendiendo a traficantes de drogas, asesinos a sueldo, delincuentes de cuello blanco y otros criminales de posición acomodada. ¿Por qué llevo este traje entonces? Lo llevo, creo yo, como una especie de cínica declaración. Además, me sienta bien y se nota que es caro.

Pero, volviendo al aeropuerto, nos recibió un coche con chófer que nos llevó al cuartel general del FBI, también conocido como edificio Edgar Hoover.

No se habló gran cosa en el coche pero finalmente Jack Koenig, que iba sentado delante junto al chófer, se volvió hacia nosotros.

– Les pido excusas si esta reunión les impide la asistencia a sus servicios religiosos.

El FBI, naturalmente, finge respetar los sentimientos religiosos de sus agentes, y quizá no todo es fingido. Yo no podía imaginar a mis antiguos jefes diciendo nada parecido y me quedé sin saber qué contestar.

– Está bien -respondió Kate, sea lo que sea lo que eso signifique.

Nash murmuró algo que sonó como si nos estuviera concediendo dispensa a todos.

– J. Edgar está allí arriba velando por nosotros -dije con sarcasmo.

Koenig me lanzó una mirada desabrida y se volvió de nuevo hacia adelante.

Iba a ser un día largo, muy largo.

CAPÍTULO 25

A las 5.30 de la mañana, Asad Jalil se levantó, cogió del baño una toalla húmeda y la pasó por todas las superficies en las que podría haber dejado huellas dactilares. Se postró en el suelo, rezó sus oraciones matutinas y seguidamente se vistió y salió de la habitación. Puso el maletín en el Mercury y regresó a la recepción del motel, llevando consigo la toalla húmeda.

El joven recepcionista dormía en su silla, y el televisor continuaba encendido.

Jalil dio la vuelta al mostrador, empuñando la Glock, envuelta en la toalla. Apoyó la pistola contra la cabeza del hombre y apretó el gatillo. El joven empleado y la silla salieron proyectados contra el mostrador. Jalil empujó el cuerpo del joven bajo el mostrador y le sacó la cartera del bolsillo del pantalón. Luego cogió el dinero que había en el cajón. Encontró el montoncito de hojas de inscripción y copias de recibos y se lo guardó en el bolsillo. A continuación, limpió la llave con la toalla húmeda y la puso de nuevo en el casillero.

Levantó la vista hacia la cámara de seguridad en la que ya se había fijado antes y que había grabado no sólo su llegada, sino también el asesinato y el robo. Siguió el cable hasta el cuartito trasero, donde encontró la videograbadora. Sacó la cinta y se la guardó en el bolsillo. Después regresó al mostrador, donde encontró un interruptor eléctrico con la indicación: «Rótulo del motel.» Lo apagó, apagó luego las luces de recepción, salió y volvió a su coche.