Jalil subió al cuarto piso, que contenía un amplio estudio y un dormitorio muy pequeño, que supuso era el del ama de llaves.
Paseó la vista por el estudio, observando todos los recuerdos militares que pendían de las paredes, revestidas de láminas de madera, o reposaban sobre la mesa escritorio y sobre una mesita auxiliar.
Al extremo de unos hilos de nailon colgaba del techo la maqueta de un F-111, con el morro apuntando hacia abajo y las alas inclinadas hacia atrás como si fuera a iniciar un ataque en picado. Jalil distinguió cuatro bombas plateadas bajo las alas. Arrancó la maqueta de sus hilos, la aplastó y la desgarró con las manos, dejando caer los pedazos al suelo, donde los pisoteó sobre la alfombra.
– Que Dios os mande a todos al infierno.
Se dominó y continuó su examen del estudio. En la pared había una foto en blanco y negro de ocho hombres delante de un cazabombardero F-111. La foto llevaba un pie impreso que decía: «Lakenhead, 13 de abril de 1987.» Jalil lo leyó otra vez. Aquél no era el año correcto del ataque pero luego se dio cuenta de que los nombres de aquellos hombres, así como su misión, eran secretos, y por eso el general falseaba la fecha de su fotografía, incluso allí, en su despacho privado. Evidentemente, pensó Jalil, aquellos cobardes no habían ganado ninguna condecoración por lo que habían hecho.
Jalil se acercó al gran escritorio de caoba y examinó los heterogéneos objetos que cubrían su superficie. Vio el dietario del general y lo abrió por la página del domingo, 16 de abril. El general había apuntado: «Iglesia, 8.15, Nacional.»
Observó que no había más anotaciones para el domingo, así que quizá nadie echara de menos al general hasta que faltase a su trabajo.
Miró la hoja del lunes y vio que el general tenía una reunión a las diez en punto. Para entonces, otro de los compañeros de escuadrilla del general estaría muerto también.
Jalil miró la anotación del 15 de abril, aniversario del ataque, y leyó: «Nueve de la mañana, conferencia telefónica, escuadrilla.»
Jalil movió afirmativamente la cabeza. O sea, que se mantenían en comunicación. Eso podría suponer un problema, especialmente cuando empezaran a morir uno tras otro. Pero ya había esperado que algunos de ellos estuvieran en contacto. Si actuaba con la suficiente rapidez, para cuando comprendiesen que iban muriendo de uno en uno ya estarían todos muertos.
Encontró la agenda telefónica personal del general junto al teléfono y vio los nombres de los demás hombres de la fotografía. Observó con satisfacción que junto al del coronel Hambrecht figuraba la mención «Fallecido». Observó también que la dirección del hombre llamado Chip Wiggins estaba tachada con un signo de interrogación en rojo junto al nombre.
Jalil pensó en llevarse la agenda telefónica, pero la policía detectaría su ausencia y eso plantearía dudas respecto al móvil del asesinato que iba a tener lugar.
Volvió a dejar la agenda telefónica sobre la mesa; luego la frotó con un pañuelo e hizo lo mismo con el dietario.
Abrió los cajones de la mesa. En el central descubrió una pistola automática plateada del calibre 45. Comprobó que tenía lleno el cargador y a continuación deslizó hacia atrás la corredera e introdujo una bala en la recámara. Dejó el seguro quitado y se guardó el arma en la cintura.
Fue hasta la puerta y luego se detuvo, dio media vuelta y recogió cuidadosamente los pedazos de la maqueta del F-l 11 y los echó en una papelera.
Regresó al tercer piso y registró cada uno de los dormitorios, en los que cogió dinero, joyas, relojes e incluso varias de las condecoraciones militares del general. Lo metió todo en una funda de almohada y bajó con ella a la cocina, en el primer piso. Encontró en el frigorífico un cartón de zumo de naranja y se sentó a la mesa de la cocina del general.
El reloj de pared señalaba las nueve menos cinco. El general y su mujer estarían en casa hacia las nueve y media si realmente eran personas puntuales y de costumbres. Hacia las nueve cuarenta y cinco, ambos estarían muertos.
CAPÍTULO 26
Cruzamos el río Potomac por alguno de sus puentes y entramos en la ciudad. No había mucho tráfico a las ocho y media de la mañana de un domingo pero vimos varios ciclistas y unos cuantos individuos haciendo footing, así como algunas familias de turistas en sus vacaciones de primavera; los niños, con aire aturdido al haber sido sacados de la cama a aquellas horas.
Mientras avanzábamos en el coche, asomó delante de nosotros el edificio del Capitolio, y me pregunté si el Congreso habría sido informado ya. Cuando la mierda cae en el ventilador, el Ejecutivo gusta de presentarle al Congreso un hecho consumado y pedirle luego sus bendiciones. Por lo que sabía, ya había aviones militares rumbo a Libia. Pero eso no era problema mío.
Llegamos a la avenida Pennsylvania, donde se halla situado el edificio J. Edgar Hoover, no lejos de su casa matriz, el Departamento de Justicia.
Nos detuvimos delante del edificio Hoover, una horrorosa y lisa estructura de cemento cuya forma y tamaño desafían toda descripción.
Yo había estado allí una vez para asistir a un seminario, y me habían llevado a una visita guiada. Tienes que hacer la visita, especialmente a su querido museo, o no comes.
La fachada del edificio tiene siete pisos, para ajustarse a las limitaciones de altura en la avenida Pennsylvania, pero la parte de atrás tiene once. El edificio contiene unos 225 000 metros cuadrados, más que el cuartel general del antiguo KGB en Moscú, y es probablemente el edificio policial más grande del mundo. Trabajan en él unas ocho mil personas, la mayoría personal de servicio y de laboratorio. Alrededor de mil agentes trabajan también en el edificio, y no los envidio, como tampoco envidiaba a los policías que trabajan en 1 Pólice Plaza. La, felicidad en el trabajo es directamente proporcional a la distancia de la oficina central a que te encuentras.
Paramos delante del edificio y entramos en un pequeño vestíbulo que daba a un patio.
Mientras esperábamos a nuestro anfitrión, yo me acerqué al patio, que tenía una fuente y bancos como los de los parques, y que yo recordaba de la última vez. En la pared que se levantaba detrás de los bancos había grabada una inscripción, una cita de J. Edgar Hoover, que decía: «El arma más eficaz contra el crimen es la cooperación… los esfuerzos de todas las agencias de cumplimiento de la ley con el apoyo y comprensión del pueblo americano.» Buena cita. Mejor que el lema extraoficial del FBI, que era: «Nosotros no podemos hacer nada malo.»
Ya estoy otra vez. Intentaba acomodar mi actitud, pero es cuestión de ego masculino. Demasiados machos alfa en los servicios policiales.
De todos modos, se veían en una pared las fotos habituales: el presidente, el fiscal general, el director del FBI, etcétera. Los fotografiados tenían aire amistoso y estaban agrupados siguiendo el orden de la cadena de mando, de manera que era de esperar que nadie los confundiese con los criminales más buscados de América.
De hecho, había otra entrada, la entrada por donde comenzaban las visitas guiadas, y en ella se exhibían las fotos policiales de los diez más buscados. Increíblemente, tres fugitivos habían sido detenidos al haber sido identificados por los visitantes. Yo no tenía la menor duda de que la foto de Asad Jalil ocupaba ya el primer puesto. Quizá algún visitante dijera: «Eh, yo le alquilé una habitación a ese tío.» Quizá no.
Había ido allí hacía cinco años para participar en un seminario sobre asesinos en serie. Asistían detectives invitados de todo el país, y todos estaban un poco chiflados, igual que yo. Montamos para el FBI un numerito llamado «Asesinos en serie» en el que, jugando con la semejanza de pronunciación entre las palabras serie, serial y cereal, sobre todo si sesea uno al estilo sureño, llevamos varias cajas de cereales que habían sido acuchilladas, tiroteadas, estranguladas y ahogadas. A nosotros nos pareció la mar de gracioso el asunto pero los sicólogos del FBI pensaron que necesitábamos tratamiento siquiátrico.