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Volviendo al desdichado presente en el cuartel general del FBI, no era un día laborable, naturalmente, y el edificio parecía casi desierto, pero yo no tenía la menor duda de que la sección antiterrorista andaba cerca. Esperaba que no nos echaran la culpa de haberles jorobado el domingo.

Jack, Kate y Ted declararon sus armas en el mostrador de seguridad, y yo tuve que reconocer que no llevaba ninguna, lo cual no resulta muy aconsejable.

– Mis manos están catalogadas como armas letales -informé al encargado de seguridad.

El hombre miró a Jack, que trató de aparentar que yo no iba con él.

El caso es que, antes de las nueve, fuimos conducidos a una acogedora sala de reuniones situada en el tercer piso, donde se nos ofreció café y nos presentaron a seis hombres y dos mujeres. Los hombres se llamaban todos Bob, Bill y Jim, o quizá es que era así como sonaban sus nombres. Las dos mujeres se llamaban Jane y Jean. Todos iban de azul.

Lo que podía haber sido un día largo y tenso resultó ser peor. No es que nadie se mostrara hostil o expresara reproches de ninguna clase -eran corteses y simpáticos- pero tuve la clara impresión de estar otra vez en la escuela elemental y encontrarme en el despacho del director. «Johnny, ¿crees que la próxima vez que un terrorista venga a Estados Unidos podrás recordar lo que te hemos enseñado?»

Es una suerte que no llevase la pistola; me los habría cargado a todos.

No estuvimos todo el tiempo en la misma sala de reuniones, sino que fuimos pasando por despachos diferentes, en una presentación ambulante de nuestro artículo para auditorios distintos.

Por cierto, que el interior del edificio era tan desolador como el exterior. Las paredes estaban pintadas de blanco, y las puertas eran de un color gris carbón. Alguien me dijo una vez que J. Edgar había prohibido la presencia de cuadros en las paredes, y seguía sin haber ningún cuadro. Todo el que cuelga un cuadro es víctima de una muerte misteriosa.

Como he dicho, el edificio tiene una forma extraña, y la mitad de las veces no resulta fácil saber dónde se encuentra uno. De vez en cuando pasábamos ante una pared de cristal a través de la cual podíamos ver un laboratorio o algún otro sitio donde había gente trabajando. Aunque era domingo había varias personas inclinadas sobre microscopios o terminales de ordenador, o enredando con probetas de cristal. En este lugar, gran parte de lo que parecen ventanas son por el otro lado espejos en los que las personas que estás viendo no pueden verte a ti. Y muchos de los que parecen espejos permiten también que quien esté al otro lado pueda ver cómo te escarbas los dientes.

Toda la mañana consistió básicamente en una serie de sesiones de información en las que nosotros hacíamos casi todo el gasto y los otros movían la cabeza y escuchaban. La mitad del tiempo, yo no sabía a quién estábamos hablando; unas cuantas veces pensé que se nos había conducido a una sala equivocada, porque las personas a las que hablábamos parecían sorprendidas o desconcertadas, como si hubieran ido a la oficina a coger algo y de pronto hubieran irrumpido allí cuatro tipos de Nueva York y se hubieran puesto a hablar de gas venenoso y de un sujeto llamado el León. Bueno, quizá exagero, pero después de tres horas de contar lo mismo a personas diferentes, todo empezaba a volverse borroso.

De vez en cuando, alguien nos hacía una pregunta sobre un punto concreto, y en alguna que otra ocasión se nos pedía que expresáramos opiniones o teorías. Pero ni una sola vez nadie nos dijo algo que ellos supiesen. Eso era para después del almuerzo, nos dijeron, y sólo si nos portábamos bien y nos lo comíamos todo.

CAPÍTULO 27

Asad Jalil oyó cómo se abría la puerta de la entrada y luego las voces de un hombre y una mujer que hablaban.

– Rosa, ya hemos llegado -exclamó la mujer.

Jalil terminó el café que estaba tomando y oyó abrirse y cerrarse la puerta del armario. Luego, las voces fueron aumentando de intensidad a medida que se acercaban por el pasillo.

Jalil se levantó y se situó a un lado de la puerta. Sacó la Colt 45 automática del general y escuchó atentamente. Oyó dos series de pisadas sobre el suelo de mármol que se aproximaban hacia él.

El general y su mujer entraron en la amplia cocina. El general se dirigió al frigorífico y la mujer a la cafetera eléctrica que reposaba en el mostrador. Ambos estaban de espaldas a él, y esperó apoyado en la pared a que lo vieran. Se metió la pistola en el bolsillo de la chaqueta.

La mujer cogió dos tazas del armario y sirvió café para los dos. El general estaba todavía mirando el frigorífico.

– ¿Dónde está la leche? -preguntó.

– Está ahí -respondió la señora Waycliff.

Se volvió para ir a la mesa de la cocina, vio a Jalil, lanzó un grito de sobresalto y dejó caer las dos tazas al suelo.

El general giró en redondo, miró a su mujer, siguió luego la mirada de ella y se encontró ante un hombre alto y trajeado.

– ¿Quién es usted? -exclamó tras coger aliento.

– Soy un mensajero -respondió Jalil.

– ¿Quién lo ha dejado entrar?

– Su criada.

– ¿Dónde está?

– Ha ido a comprar leche.

– Bueno -exclamó el general Waycliff-, lárguese de aquí o llamo a la policía.

– ¿Ha disfrutado con su servicio religioso?

– Haga el favor de marcharse. Si se marcha ahora, no llamaremos a la policía -dijo Gail Waycliff.

Jalil lo ignoró por completo.

– Yo también soy un hombre religioso -dijo-. He estudiado el testamento hebreo, así como el testamento cristiano y, naturalmente, el Corán.

Al oír esta última palabra, el general Waycliff empezó de pronto a comprender quién podría ser aquel intruso.

– ¿Conoce usted el Corán? -continuó Jalil-. ¿No? Pero usted ha leído el testamento hebreo. Entonces, ¿por qué no leen los cristianos la palabra de Dios, que fue revelada al profeta Mahoma?

– Mire… No sé quién es usted…

– Claro que lo sabe.

– Está bien… Sé quién es usted…

– Sí, soy su peor pesadilla. Y en otro tiempo usted fue mi peor pesadilla.

– ¿De qué está hablando?

– Usted es el general Terrance Waycliff, y tengo entendido que trabaja en el Pentágono. ¿Correcto?

– Eso no es asunto suyo. Le estoy diciendo que se vaya. Ahora.

Jalil no respondió. Se limitó a mirar al general, de pie ante él con su uniforme azul.

– Veo que está usted muy condecorado, general -dijo finalmente.

El general Waycliff se volvió hacia su mujer.

– Gail, llama a la policía -le ordenó.

La mujer permaneció petrificada un momento y luego se dirigió a la mesa, junto a la que colgaba un teléfono de la pared.

– No toque ese teléfono -dijo Jalil.

Ella miró a su marido, que repitió:

– Llama a la policía -y avanzó un paso hacia el intruso.

Jalil sacó la pistola del bolsillo de la chaqueta.

Gail Waycliff contuvo una exclamación.

El general Waycliff emitió un gemido de sorpresa y se detuvo en seco.

– En realidad, ésta es su pistola, general -dijo Jalil. La levantó como si la examinara y continué-: Es muy bonita. Tiene, creo, un baño de níquel o plata, cachas de marfil y su nombre grabado.

El general Waycliff no respondió.

Jalil miró al general.

– Tengo entendido que no se concedieron medallas por la incursión sobre Libia -dijo-. ¿Es cierto?

Miró a Waycliff y por primera vez vio miedo en sus ojos.

– Estoy hablando de la incursión del 15 de abril de 1986. ¿O fue en el 87?

El general miró a su mujer, que tenía la vista fija en él. Ambos sabían adónde iba a parar todo aquello. Gail Waycliff cruzó la cocina y se puso junto a su marido.