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Jalil apreció su valor ante la muerte.

Los tres permanecieron en silencio durante todo un minuto. Jalil saboreaba el momento y disfrutaba con la vista de los norteamericanos esperando su muerte.

Pero Asad Jalil no había terminado aún.

– Corríjame si me equivoco, pero usted era Remit Veintidós, ¿verdad? -le preguntó al general.

Waycliff no respondió.

– Su escuadrilla de cuatro aparatos atacó Al Azziziyah. ¿Correcto?

El general continuó en silencio.

– Y se está usted preguntando cómo he descubierto este secreto.

– Sí, así es -respondió el general.

– Si se lo digo, tendré que matarlo -dijo Jalil, sonriendo.

– Es lo que va a hacer de todos modos -logró decir el general.

– Quizá sí, quizá no.

– ¿Dónde está Rosa? -preguntó Gail Waycliff.

– Qué buena señora es usted que se preocupa por su criada.

– ¿Dónde está? -preguntó secamente la señora Waycliff.

– Donde usted cree que está.

– Bastardo.

Asad Jalil no estaba acostumbrado a que nadie le hablara así, y menos una mujer. La habría matado en el acto pero logró dominarse.

– De hecho, no soy un bastardo -dijo-. Tuve una madre y un padre que se casaron. Mi padre fue asesinado por los aliados de ustedes, los israelíes. Mi madre murió en el bombardeo de Al Azziziyah. Y también mis dos hermanos y mis dos hermanas. -Miró a Gail Waycliff y añadió-: Y es muy posible que los matara una de las bombas de su marido, señora Waycliff. ¿Qué tiene usted que decir a eso?

Gail Waycliff respiró profundamente.

– Entonces, todo lo que puedo decir es que lo siento -respondió-. Los dos lo sentimos.

– ¿Sí? Bueno, gracias por su compasión.

El general Waycliff miró directamente a Jalil y exclamó con tono airado:

– Yo no lo siento en absoluto. Su presidente, Gadafi, es un terrorista internacional. Ha asesinado a docenas de hombres, mujeres y niños inocentes. La base de Al Azziziyah era un centro de mando del terrorismo internacional, y fue Gadafi quien puso en peligro la vida de los civiles al alojarlos en un objetivo militar. Y si sabe usted tanto, sabrá también que en toda Libia solamente se bombardearon objetivos militares, y que las bajas civiles fueron accidentales. Usted lo sabe, así que no pretenda que está justificado asesinar a alguien a sangre fría.

Jalil clavó la vista en el general Waycliff y pareció meditar sus palabras.

– ¿Y la bomba que fue arrojada sobre la casa del coronel Gadafi en Al Azziziyah? -dijo finalmente-. Ya sabe, general, la que mató a su hija e hirió a su mujer y a sus dos hijos. ¿Fue eso un accidente? ¿Se despistaron sus bombas inteligentes? Respóndame.

– No tengo nada más que decirle.

Jalil sacudió la cabeza.

– Cierto. -Levantó la pistola y apuntó con ella al general-. No tiene usted idea de cuánto he esperado este momento.

El general se puso delante de su mujer.

– A ella déjela ir.

– Ridículo. Lo único que siento es que sus hijos no estén en casa.

– ¡Bastardo!

El general dio un salto hacia adelante y se abalanzó sobre Jalil.

Éste disparó una sola vez contra las cintas de condecoraciones que lucía en la parte izquierda del pecho.

La fuerza del romo proyectil del 45 detuvo al general y lo levantó en vilo. Cayó con sordo golpe sobre las baldosas del suelo.

Gail Waycliff lanzó un grito y corrió hacia su marido.

Jalil se abstuvo de disparar y la dejó arrodillarse junto a su marido agonizante, al que comenzó a acariciar la frente entre sollozos. Del orificio abierto por la bala brotaba sangre espumeante, y Jalil vio que había fallado al corazón y había alcanzado el pulmón del general, lo que le parecía excelente. El hombre se ahogaría lentamente en su propia sangre.

Gail Waycliff apretó la palma de la mano sobre la herida, y Jalil tuvo la impresión de que sabía reconocer y tratar una herida succionante. Pero quizá, pensó, era simple instinto.

Permaneció medio minuto observando.

El general estaba muy vivo y trataba de hablar, pero se asfixiaba con su sangre.

Jalil se acercó más y lo miró a la cara. Sus ojos se encontraron.

– Habría podido matarlo con un hacha -dijo Jalil-, como maté al coronel Hambrecht. Pero usted ha sido muy valiente, y yo respeto eso. De modo que no sufrirá mucho más tiempo. No puedo prometer lo mismo para sus demás compañeros de escuadrilla.

El general Waycliff trató de hablar pero de su boca brotó un borbotón de sangre rosada y espumosa.

– Gail… -consiguió decir.

Jalil apoyó el cañón de la pistola sobre la cabeza de Gail Waycliff, por encima de la oreja, y disparó una bala que le atravesó el cráneo y el cerebro.

Ella se desplomó sobre su marido.

Jalil se la quedó mirando unos instantes y luego se dirigió al generaclass="underline"

– Ha sufrido mucho menos que mi madre.

El general Waycliff volvió la cabeza y miró a Asad Jalil. Los ojos de Terrance Waycliff estaban desmesuradamente abiertos, y le espumajeaba la sangre en los labios.

– Basta… -Tosió-. Basta de muerte… vuelva…

El general permaneció tendido en el suelo pero no dijo nada más. Su mano encontró la mano de su mujer y la apretó.

Jalil esperó pero el hombre tardaba en morir. Finalmente, se agachó junto a la pareja y le quitó al general el reloj y el anillo de la Academia de Aviación. Luego encontró la cartera en el bolsillo del pantalón. Cogió también el reloj y los anillos de la señora Waycliff y le arrancó el collar de perlas.

Permaneció acuclillado junto a ellos y luego puso los dedos sobre la herida del general, donde la sangre cubría las cintas de las condecoraciones. Retiró la mano y se llevó los dedos a los labios, lamiendo la sangre, saboreando la sangre y el momento.

El general Waycliff movió los ojos y contempló horrorizado cómo el hombre se lamía la sangre de los dedos. Intentó hablar pero empezó a toser de nuevo, escupiendo más sangre.

Jalil mantuvo los ojos fijos en los ojos del general, y se miraron uno a otro. Finalmente, el general comenzó a respirar en breves y acezantes espasmos. Luego, la respiración cesó. Jalil le palpó el corazón y después la muñeca y la arteria del cuello. Seguro de que el general Terrance Waycliff estaba finalmente muerto, Jalil se incorporó y contempló los dos cuerpos.

– Ojalá ardáis en el infierno -dijo.

CAPÍTULO 28

Hacia el mediodía, Kate, Ted y Jack parecían completamente desinflados. De hecho, si hubiéramos estado más desinflados nuestras cabezas no habrían sido más que cavidades vacías. Lo que quiero decir es que esta gente sabe cómo arrancarte hasta la última pizca de información sin recurrir al electroshock.

El caso es que ya era la hora de comer en Hooverlandia, y nos dejaron solos para el almuerzo, gracias a Dios, pero nos aconsejaron que comiésemos en la cafetería de la empresa. No nos dieron vales de comida, así que tuvimos que pagarnos el privilegio, aunque según recuerdo la manduca estaba subvencionada por el gobierno.

El comedor estilo cafetería era bastante agradable, pero había un menú reducido de domingo. Lo que se nos ofreció tendía a lo sano y saludable: un bufet de ensalada, yogur, verduras, zumos de fruta e infusiones de hierbas. Yo tomé una ensalada de atún y una taza de café que sabía a líquido para embalsamar.

Los tipos que nos rodeaban parecían el reparto de una película de instrucción de J. Edgar Hoover titulada Un buen entrenamiento conduce a más detenciones.

En el comedor había sólo unos cuantos negros, que parecían virutas de chocolate en un cuenco de harina. Puede que Washington sea la capital de la diversidad cultural pero en algunas organizaciones el cambio se produce muy despacio. Me pregunté qué pensarían los jefes locales de la BAT de Nueva York, en particular los tipos del Departamento de Policía de Nueva York, que cuando estaban reunidos parecían la escena del bar alienígena de La guerra de las galaxias.