Al acercarse a un puente que cruzaba un pequeño río, paró el coche en el estrecho arcén y encendió el intermitente. Bajó rápidamente del coche, llevando la funda de almohada, atada a la manera de una bolsa, que contenía la pistola del general y los objetos de valor de su casa. Se acercó a la barandilla del puente, miró a ambos lados, luego miró al río para asegurarse de que no había ninguna embarcación debajo y tiró la bolsa por encima de la barandilla.
Subió de nuevo al coche y continuó. Le habría gustado conservar algunos recuerdos de su visita, especialmente el anillo del general y las fotos de sus hijos. Pero, por su experiencia en Europa, sabía que necesitaba sobrevivir a un posible registro superficial. No tenía intención de permitirlo pero podría ocurrir, y debía estar preparado por si sucedía.
Se desvió por la primera salida que vio, y al bajar la rampa aparecieron ante él tres estaciones de servicio. Fue a la llamada Exxon y se dirigió a la fila de surtidores con el letrero de «Autoservicio». Aquello no era diferente de Europa, le dijeron, y podía utilizar la tarjeta de crédito que llevaba, pero no quería dejar rastro tan al principio de su misión, así que decidió pagar en metálico.
Terminó de repostar y se dirigió luego a una cabina de cristal, donde entregó dos billetes de veinte dólares a través de la pequeña abertura. El empleado lo miró fugazmente, y Jalil pensó que la rápida mirada no era amistosa. El hombre depositó el cambio en el mostrador y anunció el total, al tiempo que se volvía. Asad cogió el cambio y regresó a su coche.
Condujo de nuevo a la interestatal y continuó en dirección sur.
Sabía que aquello era el estado de Virginia, y observó que los árboles eran más frondosos que en Nueva York o en Nueva Jersey. Su termómetro digital exterior señalaba 76 grados Fahrenheit. Pulsó un botón que había en la consola, y la pantalla mostró una temperatura de 25 grados Celsius. Era una temperatura agradable, pensó, pero había demasiada humedad.
Continuó avanzando, manteniendo la misma velocidad con que discurría allí el tráfico, por encima de los 120 kilómetros por hora, mucho más que al norte de Washington y quince kilómetros por hora más que la velocidad máxima permitida. Uno de sus oficiales instructores en Trípoli, Boris, el agente del KGB ruso que había vivido cinco años en Estados Unidos, le había dicho:
– La policía del sur suele parar a los vehículos que llevan placas de matrícula del norte. Especialmente de Nueva York.
Jalil había preguntado por qué, y Boris le había respondido:
– Hubo una gran guerra civil entre el Norte y el Sur, en la que el Sur fue derrotado. Sienten mucha animosidad por eso.
– ¿Cuándo fue esa guerra civil? -había preguntado.
– Hace más de cien años. -Boris le explicó brevemente la guerra y añadió-: Los estadounidenses perdonan en diez años a sus enemigos extranjeros pero entre ellos no se perdonan tan rápidamente. Pero si te mantienes en la carretera interestatal, mejor. Es una ruta muy frecuentada por gente del norte, que suelen ir a Florida de vacaciones. Tu automóvil no llamará la atención.
El ruso le informó, además:
– Muchos habitantes de Nueva York son judíos, y la policía del sur tal vez pare a un coche de Nueva York por esa razón. -Y había añadido, con una carcajada-: Si te paran, diles que a ti tampoco te gustan los judíos.
Jalil reflexionó acerca de todo aquello. Habían intentado quitarle importancia a su paso por el sur pero, evidentemente, sabían de esa zona menos que del territorio comprendido entre Nueva York y Washington. Evidentemente también, aquél era un lugar que podía causarle problemas. Pensó en el empleado de la gasolinera, pensó en sus placas de matrícula de Nueva York y pensó igualmente en su aspecto. Boris también le había dicho:
– No hay muchas razas en el sur; la mayoría de las personas son africanos negros o europeos. Para ellos, tú no pareces ninguna de las dos cosas. Pero cuando llegues a Florida las cosas irán mejor. En Florida hay muchas razas y muchos colores de piel. Pueden creer que eres sudamericano, pero en Florida mucha gente habla español, y tú, no. Así que si necesitas dar explicaciones, di que eres brasileño. En Brasil hablan portugués, y muy pocos norteamericanos hablan ese idioma. Pero si estás hablando con la policía, entonces eres egipcio, como se dice en tu documentación.
Jalil pensó en el consejo de Boris. En Europa había muchos visitantes, hombres de negocios y residentes de países árabes, pero en Estados Unidos, fuera de la zona de Nueva York, su aspecto podría llamar la atención, pese a que Malik había dicho lo contrario.
Jalil había hablado de esto con Malik, que le dijo:
– No dejes que ese estúpido ruso te preocupe. En Estados Unidos no tienes más que sonreír, no parecer sospechoso, mantener las manos fuera de los bolsillos, llevar un periódico o una revista americanos, dar propinas del quince por ciento, no acercarte demasiado al hablar, bañarte a menudo y desearle un buen día a todo el mundo.
Jalil sonrió al recordar a Malik hablándole de los estadounidenses. Malik había concluido su estimación de los americanos diciendo:
– Son como los europeos pero su forma de pensar es más simple. Sé directo, pero no brusco. Tienen un conocimiento limitado de la geografía y de las demás culturas, más limitado que los europeos. De modo que si quieres ser griego, sé griego. Tu italiano es bueno, así que puedes ser de Cerdeña. De todas maneras, jamás han oído hablar de ese lugar.
Jalil volvió de nuevo su atención a la carretera. El tráfico del domingo por la tarde era a ratos intenso, a ratos escaso. Había pocos camiones porque era el Sabbat cristiano. Los paisajes que se extendían a ambos lados de la carretera eran la mayoría de campos y bosques con muchos pinos. Ocasionalmente veía lo que parecía ser una fábrica o un almacén pero, al igual que la Autobahn, aquella carretera no pasaba cerca de las ciudades o zonas de población. Allí resultaba difícil imaginar que en Estados Unidos habitaban más de 250 millones de personas. Su propio país no tenía ni siquiera cinco millones, y, sin embargo, Libia había dado a los estadounidenses muchos quebraderos de cabeza desde que el Gran Líder depusiera años atrás al estúpido rey Idris.,
Finalmente, Jalil dejó volver sus pensamientos a la casa del general Waycliff. Había estado reservándolos, como un postre dulce, para saborearlos debidamente.
Recreó en su mente toda la escena y trató de imaginar cómo habría podido obtener más placer de ella. Quizá, pensó, debería haber hecho que el general suplicara que le perdonase la vida, o que la mujer se postrara de rodillas y le besara los pies. Pero tenía la impresión de que ellos no hubieran suplicado. De hecho, había extraído de ellos todo lo que podía, y cualquier otro intento de obligarlos a pedir piedad habría resultado estéril. Comprendieron que iban a morir en cuanto él reveló el propósito que lo había impulsado a estar allí.
Pensó, sin embargo, que podría haber hecho más dolorosas sus muertes pero le coartaba la necesidad de hacer que los asesinatos pareciesen parte de un robo. Necesitaba tiempo para ultimar su misión antes de que los servicios de inteligencia estadounidenses empezaran a comprender lo que estaba sucediendo.
Asad Jalil sabía que la policía podría estar esperándolo en cualquier punto de sus visitas a los hombres de la escuadrilla de Al Azziziyah. Aceptaba esa posibilidad y se consolaba con lo que ya había realizado en Europa, en el aeropuerto de Nueva York y ahora en la casa del general Waycliff.
Sería estupendo que pudiera completar su lista, pero si no podía, algún otro lo haría. Le gustaría volver a Libia pero carecía de importancia hacerlo o no. Morir en tierra de infieles mientras llevaba a cabo su yihad era un triunfo y un honor. Su lugar en el Paraíso estaba asegurado.