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Asad Jalil se sentía en estos momentos mejor de lo que nunca se había sentido después de aquella terrible noche.

Bahira. Estoy haciendo esto por ti también.

Se acercaba a la ciudad de Richmond, y el tráfico se iba tornando más intenso. Tuvo que seguir las señales que lo llevaron en círculo alrededor de la ciudad, por una carretera llamada 1-295 y finalmente de nuevo a la 1-95, otra vez en dirección sur.

A las 13.15 vio un letrero que decía «Bien venido a Carolina del Norte».

Miró a su alrededor pero no encontró gran diferencia con el estado de Virginia. El ruso le había advertido de que la policía de Carolina del Norte era ligeramente más suspicaz que la de Virginia. La policía del siguiente estado, Carolina del Sur, sería más probable que lo hiciese parar sin motivo, y también la de Georgia.

El ruso le había dicho asimismo que los policías del sur patrullaban a veces por parejas, y a veces sacaban sus armas cuando hacían parar un vehículo. Por lo tanto, sería más difícil disparar contra ellos.

Boris le había advertido también de que no intentara sobornar a un policía si lo paraban por una infracción de tráfico. Según el ruso, lo más probable era que lo arrestasen. Lo mismo, reflexionó Jalil, ocurría en Europa pero no en Libia, donde unos pocos dinares bastarían para satisfacer a un policía.

Continuó por la ancha y casi recta carretera interestatal. El vehículo era silencioso y potente y tenía un depósito de combustible de gran capacidad. Pero, según le indicaba el ordenador, tendría que repostar dos veces más antes de llegar a su destino.

Pensó en el hombre a quien visitaría a continuación. Teniente Paul Grey, piloto del F-l 11 conocido como Elton 38.

Habían sido precisos más de diez años y muchos millones de dólares antes de que la inteligencia libia consiguiera tener acceso a esta lista de ocho hombres. Se habían necesitado varios años más para localizar a cada uno de aquellos asesinos. Uno de ellos, el teniente Steven Cox, el oficial de armamento del avión conocido como Remit 61, estaba fuera de su alcance, ya que había resultado muerto en el transcurso de una misión desarrollada en la guerra del Golfo. Jalil no se sentía defraudado. Le complacía saber que el teniente Cox había muerto a manos de combatientes islámicos.

La primera víctima de Asad Jalil, el coronel Hambrecht, había sido enviado en trocitos a Norteamérica en el mes de enero. El cuerpo de su segunda víctima, el general Waycliff, se hallaba todavía caliente, y su sangre estaba dentro del cuerpo de Jalil.

Quedaban cinco.

Para la noche, el teniente Paul Grey se reuniría con sus tres compañeros de escuadrilla en el infierno.

Entonces quedarían cuatro.

Jalil sabía que la inteligencia libia había averiguado los nombres de algunos de los otros pilotos de las demás escuadrillas que habían bombardeado Bengasi y Trípoli pero de esos hombres se ocuparían en otra ocasión. Asad Jalil había sido distinguido con el honor de asestar el primer golpe, de vengar personalmente la muerte de su propia familia, la muerte de la hija del Gran Líder y las heridas sufridas por la esposa e hijos de éste.

Jalil no tenía la menor duda de que los norteamericanos habían olvidado hacía mucho el 15 de abril de 1986. Habían bombardeado tantos lugares desde entonces que no se concedía gran importancia a aquel incidente. En la guerra del Golfo, decenas de miles de iraquíes habían perecido a manos de los norteamericanos y sus aliados, y el líder iraquí, Hussein, había hecho muy poco por vengar la muerte de sus mártires. Pero los libios no eran como los iraquíes. El Gran Líder, Gadafi, nunca olvidaba un insulto, una traición ni la muerte de un mártir.

Se preguntó qué estaría haciendo en aquel momento el teniente Paul Grey. Se preguntó también si aquel hombre sería uno de los que el general Waycliff había telefoneado el día anterior. Jalil no tenía ni idea de si todos los supervivientes se mantenían en contacto pero, según la agenda del general, el 15 de abril se había celebrado una conferencia telefónica múltiple. Y, en cuanto a la frecuencia de su contacto, habiendo hablado hacía solamente dos días, era improbable que volvieran a hablar a menos que alguien los informase de la muerte del general Waycliff. Ciertamente, la señora Waycliff no se lo iba a comunicar. De hecho, pasarían veinticuatro horas antes de que los cuerpos fuesen descubiertos.

Jalil se preguntó también si la muerte de los Waycliff y su sirvienta sería considerada un robo con homicidio. Pensaba que la policía, como todas las policías, lo consideraría un delito común. Pero si intervenían los servicios de inteligencia, éstos tal vez vieran las cosas de otro modo.

En cualquier caso, aunque así fuera, no tenían ninguna razón para pensar primero en Libia. La carrera del general había sido larga y variada, y su destino en el Pentágono suscitaba muchas otras posibilidades en el supuesto de que alguien sospechara que se trataba de un asesinato político.

La principal baza que tenía Jalil era que casi nadie sabía que aquellos aviadores habían participado en la incursión del 15 de abril. No había referencia alguna a ello ni siquiera en sus expedientes personales, como habían descubierto la inteligencia libia y la soviética. De hecho, no había nada más que una lista, y esa lista estaba clasificada como alto secreto. El secreto había protegido a aquellos hombres durante más de una década. Pero ahora ese mismo secreto hacía muy difícil que las autoridades estableciesen una relación entre lo sucedido en Lakenhead, Inglaterra, Washington, D. C, y, pronto, Daytona Beach, Florida.

Pero ellos sí sabían lo que tenían en común, y eso siempre había sido un problema. Jalil sólo podía rogar porque Dios mantuviera a sus enemigos en la ignorancia. Eso, juntamente con el uso de rapidez y engaño, garantizaría que pudiese matarlos a todos, o al menos a la mayoría.

Malik le había dicho:

– Asad, me dicen que tienes un sexto sentido, que puedes presentir el peligro antes de verlo, olerlo u oírlo. ¿Es cierto?

– Creo que tengo ese don -había respondido Jalil.

Le contó lo sucedido la noche de la incursión aérea pero omitiendo la parte referente a Bahira.

– Estaba en una azotea, orando, y antes de que llegara el primer avión sentí la presencia de peligro. Tuve una visión de monstruosas y terribles aves de presa descendiendo por entre el ghabli sobre nuestro país. Corrí a casa para decírselo a mi familia… pero era demasiado tarde.

– Como sabes, el Gran Líder va a orar al desierto y tiene visiones también -le había dicho Malik.

Jalil lo sabía. Sabía que Muammar al-Gadafi había nacido en el desierto en el seno de una familia nómada. Los nacidos en las familias nómadas del desierto eran dos veces benditos, y muchos de ellos poseían poderes de los que carecían quienes habían nacido en los poblados y ciudades de la costa. Jalil era vagamente consciente de que el misticismo de las gentes del desierto era anterior a la llegada del islam, y de que algunos consideraban blasfemas tales creencias. Por esa razón, Asad Jalil, que había nacido en el oasis Kufra -ni en la costa ni en el desierto-, no solía hablar de su sexto sentido.

Pero Malik estaba enterado de ello.

– Cuando sientas el peligro, no es una cobardía huir. Hasta el león huye del peligro. Por eso, Dios le dio más velocidad de la que necesita para cazar a su presa. Debes prestar atención a tus instintos. Si no lo haces, ese sexto sentido tuyo te abandonará. Si alguna vez sientes que has perdido este poder, debes compensarlo con más astucia y más cautela.

Jalil creía entender lo que Malik decía.

Pero entonces Malik dijo bruscamente:

– Puedes morir en América o puedes huir de América. Pero no puedes ser capturado en América. -Jalil no había respondido. Malik continuó-: Sé que eres valiente y que jamás traicionarías a nuestro país, a nuestro Dios o a nuestro Gran Líder, ni aun bajo tortura. Pero si te cogen vivo, ésa será toda la prueba que necesitarán para tomar represalias contra nuestro país. El propio Gran Líder me ha pedido que te diga que debes quitarte la vida si tu captura se hace inminente.