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Jalil recordaba haberse sentido sorprendido ante aquellas palabras. No tenía intención de dejarse capturar, y gustosamente se quitaría la vida si lo consideraba necesario.

Pero había contemplado una situación en la que podría ser capturado vivo. Pensaba que aquello sería aceptable, incluso beneficioso para la causa. Entonces podría decir al mundo quién era, cómo había sufrido y qué había hecho para vengar aquella noche infernal. Aquello excitaría a todo el islam, redimiría el honor de su país y humillaría a los americanos.

Pero Malik había rechazado esa posibilidad, y el propio Gran Líder había prohibido esa forma de poner fin a su yihad.

Jalil pensó en ello. Comprendía por qué el Gran Líder no querría provocar otro ataque aéreo americano. Pero, después de todo, ésa era la naturaleza de la venganza de sangre. Era como un círculo, un círculo de sangre y muerte sin fin. Cuanta más sangre, mejor. Cuantos más mártires, más complacido se sentiría Dios y más unido se volvería el islam.

Jalil apartó de su mente esos pensamientos, consciente de que el Gran Líder tenía una estrategia que sólo los pocos elegidos de su entorno podían comprender. Jalil pensaba que quizá algún día fuese admitido en el círculo dirigente pero por el momento serviría como uno de tantos mujaidines, los luchadores islámicos por la libertad.

Jalil apartó sus pensamientos del pasado y los proyectó sobre el futuro. Cayó en un estado lindante con el trance, lo que no era difícil en aquella carretera rectilínea y desprovista de interés. Proyectó su mente a horas y kilómetros de distancia, a aquel lugar llamado Daytona Beach. Visualizó la casa que había visto en las fotografías y el rostro de aquel hombre llamado Paul Grey. Trató de representarse o percibir algún peligro futuro pero no sentía ningún riesgo que lo acechara, ninguna trampa presta a cerrarse sobre él. De hecho, tuvo una visión de Paul Grey corriendo desnudo por el desierto, cegado por el ghabli, mientras un gigantesco y hambriento león lo perseguía, acortando a cada paso la distancia que los separaba.

Asad Jalil sonrió y alabó a Dios.

CAPÍTULO 30

Después de comer nos dirigimos a una pequeña sala sin ventanas situada en el cuarto piso, donde escuchamos una breve conferencia sobre terrorismo en general y sobre terrorismo de Oriente Medio en particular. Hubo una sesión de diapositivas con mapas, fotos y diagramas de organizaciones terroristas y se nos distribuyó una hoja con una lista de lecturas recomendadas.

Creí que era una broma, pero no lo era.

– ¿Vamos a estar matando el tiempo antes de que suceda algo importante? -le pregunté a nuestro instructor, un tipo llamado Bill, que llevaba un traje azul.

– Esta presentación tenía por objeto reforzar su compromiso y darles una visión global de la red terrorista mundial -me respondió, un tanto desconcertado.

Nos explicó los desafíos a que nos enfrentábamos en el mundo que había seguido a la guerra fría y nos informó de que el terrorismo internacional había llegado para quedarse. Aquello no era exactamente ninguna novedad para mí pero tomé nota en mi cuaderno por si nos ponían un examen más adelante.

A propósito, el FBI está dividido en siete secciones: Derechos Civiles, Drogas, Apoyo a la Investigación, Crimen Organizado, Crimen Violento, Crimen de Guante Blanco y Contraterrorismo, que es una floreciente industria que ni siquiera existía hace veinte años, cuando yo era un poli novato.

Bill no nos estaba explicando todo eso a nosotros. Yo ya lo sabía, y sabía también que la Casa Blanca no era una casa feliz aquella mañana, aunque el resto del país no tenía todavía ni idea de que Estados Unidos había sufrido el peor ataque terrorista desde Oklahoma City. Y, lo que era más importante, ese ataque no procedía de algún indeseable del propio país, sino de los desiertos de África del Norte.

Bill seguía desbarrando sobre la historia del terrorismo de Oriente Medio, y yo tomaba notas en mi cuaderno para acordarme de llamar a Beth Penrose, llamar a mis padres en Florida, llamar a Dom Fanelli, comprar agua de soda, recoger mis trajes en la tintorería, llamar al técnico reparador de televisores, etcétera, etcétera.

Bill seguía hablando. Kate escuchaba; Ted estaba en Babia.

Jack Koenig, que era King Jack en la zona metropolitana de Nueva York, no era rey aquí. De hecho, tan sólo era un principillo más en la capital imperial. Reparé en que los tipos de Washington se referían a Nueva York como un destacamento avanzado, lo que no encajaba muy bien con este neoyorquino concreto.

Finalmente, Bill se marchó y entraron una mujer y un hombre. Ella se llamaba Jane, y el tipo, Jim. Iban de azul.

– Gracias por venir -dijo Jane.

Eso me pareció ya demasiado.

– ¿Teníamos opción? -pregunté.

– Supongo que no -respondió con una sonrisa.

– Usted debe de ser el detective Corey -dijo Jim.

Debo de serlo.

Bueno, pues Jane y Jim formaban un dúo, y la canción se titulaba Libia. Esto era un poco más interesante que el numerito anterior, y prestamos atención. Hablaban de Muammar al-Gadafi, de su relación con Estados Unidos, de su terrorismo de Estado, y de la incursión norteamericana sobre Libia el 15 de abril de 1986.

– Se cree que el supuesto autor del incidente de ayer, Asad Jalil, es libio -dijo Jane-, aunque a veces viaja con pasaportes de otros países de Oriente Medio. -Apareció de pronto una foto de Asad Jalil en la pantalla. Jane continuó-: Ésta es la fotografía que les fue transmitida a ustedes desde París. Tengo otra de más calidad que les entregaré luego. Nosotros también tomamos más instantáneas en París.

Se proyectaron en la pantalla una serie de fotos de Jalil, tomadas evidentemente sin su conocimiento en el interior de un despacho.

– Los agentes del Servicio de Inteligencia de la embajada -continuó Jane- las tomaron en París mientras Jalil prestaba declaración. Lo trataron como a un desertor auténtico porque así fue como él se presentó en la embajada.

– ¿Lo registraron? -pregunté.

– Sólo superficialmente. Le pasaron las manos sobre la ropa y lo sometieron a un detector de metales.

– ¿No lo hicieron desnudarse?

– No -respondió Jane-. No queremos convertir a un informante o desertor en un prisionero hostil.

– Hay personas a quienes les encanta que les miren el culo. Uno nunca sabe hasta que lo pregunta -dije.

Esta vez hasta el viejo Ted soltó una risita.

– Los árabes son muy pudorosos en lo que se refiere a la desnudez -replicó Jane fríamente-, exhibiciones de carne y cosas por el estilo. Se sentirían ultrajados y humillados si se los sometiera a un registro corporal.

– Pero el tipo podría tener píldoras de cianuro escondidas en el culo y habría podido suicidarse o administrarle una dosis letal a alguien de la embajada.

Jane clavó en mí una gélida mirada:

– Los agentes de los servicios de inteligencia no son tan estúpidos como parece usted creer -sentenció.

Y con eso apareció una serie de fotos en la pantalla. Las imágenes mostraban a Jalil en un cuarto de baño. Se lo veía desnudarse, ducharse, sentarse en la taza y cosas así.

– Ésta era una cámara oculta, naturalmente -dijo Jane-. Tenemos también vídeos de las mismas escenas, señor Corey, por si le interesa.

– Creo que podré pasar sin ello.

Miré la foto que estaba en la pantalla en aquel momento. Mostraba un desnudo frontal de Asad Jalil saliendo de la ducha. Era un hombre fornido, de cerca de un metro ochenta de estatura, muy velludo, sin cicatrices ni tatuajes visibles y tan bien dotado como un jumento.

– Haré que le enmarquen ésta -le dije a Jane.