No tenía hambre ni sed, o quizá sí pero sabía dominar esas sensaciones. Había sido entrenado para resistir largos períodos de tiempo sin comer, dormir ni beber. La sed era la necesidad más difícil de ignorar pero en.cierta ocasión había pasado seis días en el desierto sin agua y sin delirar, así que sabía de qué eran capaces su cuerpo y su mente.
Un descapotable blanco se puso a su altura por el carril izquierdo, y vio que iban en él cuatro chicas. Reían y hablaban, y Jalil observó que todas tenían el pelo claro aunque tenían la piel tostada por el sol. Tres de ellas llevaban camisetas de manga corta pero la cuarta, sentada en el asiento trasero más próximo a él, llevaba solamente la parte de arriba de un biquini rosa. Una vez había visto una playa del sur de Francia donde las mujeres no llevaban prenda alguna en el busto y sus pechos quedaban al aire, a la vista de todo el mundo.
En Libia, eso les habría reportado una condena de latigazos y quizá varios años de cárcel. No podía decir exactamente cuál sería el castigo porque jamás había sucedido una cosa semejante.
La chica del sostén rosa lo miró, sonrió y lo saludó con la mano. Las otras miraron también, agitaron la mano y rieron.
Jalil aceleró.
Ellas aceleraron también, manteniéndose a su altura. Jalil advirtió que iba a 120 por hora. Levantó el pie del acelerador, y su velocidad bajó a cien. Ellas hicieron lo mismo y siguieron agitando la mano en su dirección. Una le gritó algo, pero no pudo oírla.
Jalil no sabía qué hacer. Por primera vez desde su aterrizaje sentía que no controlaba la situación. Volvió a aflojar el acelerador, y ellas lo imitaron.
Pensó en tomar la primera salida pero las chicas podrían seguirlo. Aceleró, y ellas se mantuvieron a su lado, sin dejar de reír y de agitar la mano.
Sabía que estaba llamando la atención, o no tardaría en hacerlo, y notó que la frente se le cubría de sudor.
De pronto apareció un coche policial con dos hombres en su espejo retrovisor izquierdo, y Jalil se dio cuenta de que iba a 128 por hora y que el coche de las chicas continuaba a su lado. «¡Putas asquerosas!»
El coche policial pasó al carril izquierdo, situándose detrás del descapotable, que aceleró. Jalil levantó el pie del acelerador, y el coche policial se puso a su lado. Se llevó la mano derecha al bolsillo de la chaqueta y rodeó con los dedos la culata de la Glock, sin volver la cabeza y con los ojos fijos en la carretera.
El coche policial lo adelantó, pasó a su carril sin hacerle ninguna señal y aceleró en pos del descapotable. Jalil disminuyó aún más la velocidad y observó. El conductor del coche policial parecía estar hablando con las chicas del descapotable. Se saludaron todos con las manos, y el coche policial se alejó.
El descapotable estaba ahora a cien metros por delante, y sus ocupantes parecían haber perdido interés por Jalil. Éste mantuvo una velocidad de cien kilómetros por hora, y la distancia entre ambos coches aumentó. Observó que el coche policial había desaparecido tras un cambio de rasante.
Jalil inspiró profundamente. Reflexionó sobre el incidente pero sólo logró entenderlo vagamente.
Recordó una cosa que le había dicho Boris.
– Amigo mío, muchas americanas te encontrarán atractivo. Las americanas no serán tan abiertas sexualmente como las europeas pero tal vez intenten entablar amistad contigo. Creen que pueden mostrarse amistosas con un hombre sin ser provocativas y sin atraer la atención sobre las evidentes diferencias entre los sexos. En Rusia, como en Europa, eso nos parece una estupidez. ¿Por qué habría uno de querer hablar con una mujer si no es por el sexo? Pero en América, especialmente si se trata de las más jóvenes, hablarán contigo, incluso de cuestiones sexuales, beberán contigo, bailarán contigo, incluso te invitarán a su casa, pero luego te dirán que no quieren tener relaciones sexuales contigo.
A Jalil le costaba creerlo.
– No me relacionaré con mujeres mientras esté llevando a cabo mi misión -le había contestado.
Boris se había reído de él.
– Mi buen amigo musulmán, el sexo forma parte de la misión. Puedes divertirte un poco mientras arriesgas la vida. Seguramente habrás visto películas de James Bond…
Jalil no había visto ninguna.
– Si el KGB hubiera prestado más atención a la misión y menos a las mujeres, tal vez existiera todavía un KGB.
Al ruso no le había gustado esa observación.
– En cualquier caso, las mujeres pueden ser una distracción. Y, aunque tú no las busques, puede que ellas te encuentren. Debes aprender a llevar esa clase de situaciones.
– No tengo intención de meterme en esa clase de situaciones. Mi tiempo en Estados Unidos es limitado, y también mis ocasiones de hablar con americanos.
– Sin embargo, las cosas ocurren.
Jalil asintió para sus adentros. Acababa de producirse una situación parecida, y él no la había llevado bien.
Pensó en las cuatro jóvenes, sucintamente vestidas, del descapotable. Aparte de su desorientación respecto a lo que debía hacer, identificó y admitió un extraño deseo, el de acostarse desnudo con una mujer.
En Trípoli, eso era casi imposible sin correr un grave peligro. En Alemania había prostitutas turcas por todas partes pero no podía resolverse a comprar el cuerpo de una compañera de religión. En Francia se había servido de prostitutas africanas pero sólo cuando le aseguraban que no eran musulmanas. En Italia estaban las refugiadas de la antigua Yugoslavia y Albania pero muchas de estas mujeres eran también musulmanas. Recordó haber estado una vez con una albana que, según descubrió/era musulmana. Le dio una paliza tal que se preguntaba si habría sobrevivido.
Malik le había dicho:
– Cuando vuelvas será el momento adecuado para casarte. Tendrás que elegir entre las hijas de las mejores familias de Libia. -De hecho, Malik había mencionado a una por su nombre, Alima Nadir, la hermana menor de Bahira, que ahora tenía diecinueve años y estaba aún sin marido.
Pensó en Alima; aunque velada, percibía que no era tan hermosa como Bahira pero percibía también en ella la misma audacia que le había agradado y, al mismo tiempo, desagradado en Bahira. Sí, quería y podía casarse con ella. El capitán Nadir, que habría desaprobado sus atenciones con Bahira, acogería ahora de buen grado a Asad Jalil como héroe del islam, orgullo de la patria y muy estimado yerno.
Parpadeó una lucecita en el salpicadero y sonó un campanilleo. Sus ojos escrutaron los instrumentos, y vio que se le estaba acabando el combustible.
En la siguiente salida, tomó la rampa de desvío a una carretera local y entró en una estación de servicio de Shell Oil.
De nuevo decidió no utilizar la tarjeta de crédito y se dirigió a un surtidor con el letrero de «Autoservicio, metálico». Se puso las gafas de sol y bajó del Mercury. Eligió gasolina súper y llenó el depósito, que tenía una cabida de veintidós galones. Trató de convertir esta cantidad a litros y calculó que serían unos cien. Se maravilló de la arrogancia, o quizá la estupidez, de los norteamericanos al ser la última nación de la tierra que no utilizaba el sistema métrico.
Dejó la manguera en su soporte y observó que no había ninguna cabina de cristal donde pagar. Comprendió que tenía que entrar en la pequeña oficina y se maldijo por no haberlo advertido antes.
Echó a andar hacia la oficina de la estación de servicio y entró.
Había un hombre sentado en un taburete detrás de un pequeño mostrador, vestido con vaqueros y camiseta, viendo la televisión y fumando un cigarrillo.
El hombre lo miró, y luego volvió la vista hacia una pantalla digital.
– Son veintiocho con ochenta y cinco -dijo.
Jalil puso dos billetes de veinte dólares sobre el mostrador.
– ¿Necesita algo más? -preguntó el hombre, mientras le daba la vuelta.