– No.
– Tengo bebidas frías en el frigo.
Jalil tenía dificultades para entender su acento.
– No, gracias -respondió.
El hombre contó la vuelta y miró a Jalil.
– ¿De dónde viene, amigo?
– De… Nueva York.
– ¿Sí? Menuda tirada. ¿Adónde se dirige?
– A Atlanta.
– Le vendrá de perlas la 1-20 a este lado de Florence.
Jalil cogió la vuelta.
– Sí, gracias.
Observó que en la televisión estaban dando un partido de béisbol. El hombre lo vio mirar al televisor y dijo:
– Los Bravos van dos a cero por delante de Nueva York, final del segundo. -Y añadió-: Hoy vamos a darle una buena patada a algún culo yankee.
Asad Jalil asintió con la cabeza, aunque no tenía ni idea de a qué se refería el hombre. Sintió que la frente se le cubría otra vez de sudor y reparó en que había mucha humedad en el ambiente.
– Que tenga un buen día -dijo. Se volvió, salió de la oficina y se dirigió a su coche.
Montó y volvió la vista hacia el amplio ventanal de la oficina para ver si el hombre lo observaba, pero estaba mirando otra vez la televisión.
Jalil salió rápidamente, aunque no demasiado, de la estación de servicio.
1 Regresó a la 1-95 y continuó en dirección sur.
Comprendió que su mayor peligro era la televisión. Si empezaban a transmitir su foto -y podían hacerlo ya-, no estaría completamente seguro en ningún lugar de Norteamérica. Tenía la seguridad de que la policía de todo el país ya disponía de su fotografía pero no entraba en sus cálculos tener el menor contacto con la policía. Necesitaba, sin embargo, tener contacto con un pequeño número de norteamericanos. Bajó la visera del parabrisas y estudió su rostro, todavía con las gafas puestas, en el espejo. Con el pelo a raya y teñido de gris, el bigote postizo y las gafas, estaba seguro de que no se parecía a ninguna foto suya. Pero en Trípoli le habían mostrado lo que los americanos eran capaces de hacer con un ordenador, añadiendo un bigote o una barba, agregando gafas, haciéndole el pelo más corto, más claro o peinándolo de manera diferente. No creía que una persona corriente fuese tan observadora como para penetrar a través del más superficial de los disfraces. Evidentemente, el empleado de la estación de servicio no lo había reconocido, porque, de haberlo hecho, Jalil lo habría visto inmediatamente en sus ojos, y el hombre estaría ya muerto.
Pero ¿y si la estación de servicio hubiera estado llena de gente?
Jalil miró su imagen una vez más, y de pronto se le ocurrió que no había ninguna fotografía de él sonriendo. Tenía que sonreír. Se lo habían dicho varias veces en Trípoli. Sonríe. Sonrió al espejo, y le sorprendió ver lo distinto que parecía, incluso para sí mismo. Sonrió de nuevo y volvió a subir la visera.
Continuó conduciendo y continuó pensando en su fotografía por televisión. Quizá no fuese un problema.
En Trípoli le habían dicho también que, por alguna razón, los americanos colocaban en todas las oficinas de Correos las fotografías de los fugitivos. Ignoraba por qué elegían las oficinas de Correos para mostrar las fotos de los fugitivos, pero él no tenía nada que hacer en Correos, así que la cuestión le traía sin cuidado.
Pensó también que si él y sus agentes de inteligencia habían razonado y trazado sus planes correctamente, los norteamericanos estarían ahora convencidos de que Asad Jalil había huido del país, directamente desde el aeropuerto de Nueva York. Se había debatido mucho en torno a este punto.
– No importa lo que crean -había dicho Boris, el ruso-. El FBI y la policía local te estarán buscando en Norteamérica, y la CÍA y sus colegas extranjeros te estarán buscando en el resto del mundo. Así que debemos crear la ilusión de que has vuelto a Europa.
Jalil asintió mentalmente. Boris conocía muy bien el juego de intriga. Lo había estado desarrollando con los americanos durante más de veinte años. Pero Boris disponía entonces de recursos ilimitados, y Libia, no. Sin embargo, se mostraron de acuerdo con él y crearon otro Asad Jalil, que cometería algún acto de terrorismo en algún lugar de Europa, probablemente dentro de uno o dos días. Esto podría, o no, engañar a los americanos.
– Los miembros de los servicios de inteligencia norteamericanos de mi generación eran increíblemente ingenuos y carentes de sofisticación -había dicho Malik-. Pero han venido actuando en el mundo durante el tiempo suficiente para desarrollar el cinismo de un árabe, la sofisticación de un europeo y la doblez de un oriental. Han desarrollado también una tecnología propia muy avanzada. No debemos subestimarlos pero tampoco sobrestimarlos. Se los puede engañar pero ellos pueden también fingir que han sido engañados. De modo que, sí, podemos crear otro Asad Jalil en Europa durante una o dos semanas, y ellos fingirán estar buscándolo allí, mientras saben perfectamente que continúa en América. El verdadero Asad Jalil debe contar exclusivamente consigo mismo. Haremos lo que podamos para desviar la atención pero tú, Asad, debes vivir cada momento en Estados Unidos como si estuviesen a cinco minutos de atraparte.
Asad Jalil pensó en Boris y Malik, dos hombres muy distintos. Malik hacía lo que hacía por amor a Dios, al islam, a su país y al Gran Líder, por no mencionar su odio a Occidente. Boris trabajaba por dinero y no odiaba especialmente a los norteamericanos ni a Occidente. Además, Boris no tenía Dios, ni líder ni, en realidad, país. Malik había descrito una vez a Boris como una persona digna de lástima pero Asad lo consideraba más bien lastimoso. Sin embargo, Boris parecía contento; ni resentido ni derrotado. Una vez dijo: «Rusia volverá a levantarse. Es inevitable.»
En cualquier caso, estos dos hombres tan diferentes trabajaban bien juntos, y cada uno de ellos le había enseñado algo que el otro apenas comprendía. Asad prefería a Malik, naturalmente, pero con Boris podía confiarse que dijera toda la verdad.
– Tu Gran Líder no quiere que otra bomba americana caiga sobre su tienda, así que no esperes mucha ayuda si te cogen. Si logras volver aquí, te tratarán bien. Pero si te quedas atrapado en América y no puedes salir, el próximo libio que verás será tu verdugo.
Jalil reflexionó sobre ello pero desechó la idea como propia del viejo pensamiento soviético. Los luchadores islámicos no se traicionaban ni se abandonaban unos a otros. A Dios no le gustaría.
Jalil centró de nuevo su atención a la carretera. Aquél era un gran país, y por ser tan grande y diverso, resultaba fácil ocultarse o mezclarse con la gente, según necesitara uno. Pero sus dimensiones constituían también un problema, y, a diferencia de Europa, no había muchas fronteras que uno pudiera cruzar para huir. Libia estaba muy lejos. Además, Jalil no se había dado cuenta de que el inglés que él conocía no era el inglés que hablaban en el sur. Pero recordó que Boris se lo había mencionado y le había dicho que el inglés de Florida se parecía más a lo que Jalil podía entender.
Pensó de nuevo en el teniente Paul Grey y recordó la fotografía de su casa, una hermosa villa con palmeras. También pensó en la casa del general Waycliff. Aquellos dos asesinos habían regresado a su país y habían llevado en él una vida acomodada con sus mujeres y sus hijos, después de destruir con total indiferencia la vida de Asad Jalil. Si realmente había un infierno, entonces Asad Jalil conocía los nombres de tres de sus moradores: el teniente Steven Cox, muerto en el golfo Pérsico, el coronel William Hambrecht y el general Terrance Waycliff, muertos por Asad Jalil. Si hablaban entre ellos ahora, los dos últimos podrían conversar con el primero sobre la forma en que habían muerto, y los tres podrían preguntarse quién sería el próximo de sus compañeros de escuadrilla que Asad Jalil elegiría para enviarlo con ellos.
– Tengan paciencia, caballeros -dijo Jalil en voz alta-, pronto lo sabrán. Y poco después estarán todos reunidos de nuevo.