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– La BAT de Nueva York entregó a ese desertor de febrero al FBI y a la CÍA aquí, en Washington, y alguien lo dejó escapar -recordó Koenig.

– No tengo conocimiento de primera mano de eso -respondió Bob-, pero es cierto.

– Si el individuo de febrero no hubiera escapado -insistió Koenig-, el individuo de abril, Jalil, nunca habría llegado como lo hizo.

– Eso es verdad -dijo Bob-. Pero le aseguro que habría llegado de una manera u otra.

– ¿Tiene alguna pista del desertor de febrero? -preguntó Koenig-. Si pudiéramos encontrarlo…

– Está muerto -nos informó Bob-. La policía estatal de Maryland informó de que había sido encontrado un cadáver calcinado y descompuesto en los bosques de las afueras de Sil-ver Spring. No había ningún documento que permitiera identificarlo ni ninguna prenda de ropa, y tenía quemadas las huellas dactilares y la cara. Llamaron a la sección de personas desaparecidas del FBI, donde sabían que la sección contraterrorista tenía un desertor desaparecido. Nuestros tatuajes no resistieron pero pudimos cotejar las impresiones dentales con las que tomamos al hombre mientras era nuestro huésped en París. De modo que ese asunto está zanjado.

Permanecimos todos en silencio durante unos instantes. Luego, Jack dijo:

– Nadie me había hablado de eso.

– Debería comunicarlo al subdirector encargado de operaciones contraterroristas -respondió Bob.

– Gracias.

– Mientras tanto -concluyó Bob-, tenemos aquí y en Europa desertores libios auténticos, y los estamos interrogando sobre cualquier conocimiento que puedan tener de Asad Jalil. Libia es un país de sólo cinco millones de habitantes, así que podemos descubrir algo sobre Jalil, si es que ése es su verdadero apellido. Hasta el momento no hemos obtenido nada acerca de él de emigrantes ni desertores. Sabemos, sin embargo, que un hombre llamado Karim Jalil, un libio que ostentaba el grado de capitán del ejército, fue asesinado en París en 1981. La Sûreté nos dice que Karim Jalil fue asesinado probablemente por sus propios compatriotas, y el gobierno libio trató de endosárselo al Mossad. Los franceses creen que Muammar al-Gadafi era el amante de la esposa del capitán Jalil, Faridah, y que por eso se deshizo de él. -Bob sonrió y añadió-: Pero insisto en que se trata de una explicación francesa. Cherchez la femme.

Reímos todos entre dientes. Esos chiflados franceses. Todo lo relacionaban con el tracatrá.

– Estamos tratando de determinar si Asad Jalil está emparentado con el capitán Karim Jalil -continuó Bob-. Asad es lo bastante mayor para ser hijo de Karim, o quizá sobrino. Pero, aunque podamos establecer un parentesco, tal vez eso carezca de relevancia para este caso.

– ¿Por qué no pedimos a los medios de comunicación que publiquen esa historia sobre el señor Gadafi y la señora Jalil y lo del señor Gadafi librándose de Karim Jalil para hacer más fácil su vida amorosa? -sugerí-. Así, si Asad es hijo de Karim, lo leerá o lo oirá en las noticias, y se volverá a Libia y matará a Gadafi, el asesino de su padre. Es lo que haría un buen árabe. La venganza de sangre, ¿no? ¿No sería estupendo?

Bob reflexionó unos instantes, carraspeó y dijo:

– Pasaré eso por alto.

Ted Nash recogió la pelota, como yo sabía que haría.

– En realidad no es mala idea -dijo.

Esa forma de pensar rebasaba evidentemente la capacidad de comprensión de Bob.

– Averigüemos primero si existe una relación familiar -indicó-. Esta clase de… operación sicológica podría tener un efecto contraproducente. Pero la incluiremos en el orden del día para la próxima reunión de Contraterrorismo.

Tomó la palabra Jean, que se presentó con otro nombre.

– Mi responsabilidad en este tema es revisar todos los casos acontecidos en Europa con los que creemos que pudo estar relacionado Asad Jalil. No queremos duplicar el trabajo de la CÍA -inclinó la cabeza en dirección al superagente Nash-, pero ahora que Asad Jalil está aquí, o ha estado aquí, el FBI necesita familiarizarse con las operaciones de Jalil en el extranjero.

Jean continuó hablando sobre cooperación entre servicios, cooperación internacional y esa clase de cosas.

Evidentemente, Asad Jalil, que no había sido más que un presunto terrorista, era ahora el terrorista más buscado del mundo desde los tiempos de Carlos, el Chacal. Había llegado el León. Yo tenía la seguridad de que toda la atención que se le dispensaba excitaba y halagaba al León. Lo que había hecho en Europa, aunque perverso, no lo convertía en una figura importante en el mundo actual del terrorismo acaparador de titulares. Ciertamente, no había polarizado la atención del público norteamericano. Su nombre nunca había sido mencionado en los noticiarios; tan sólo se había informado de sus acciones, y, que yo recordara, la única que había causado conmoción era el asesinato de los tres niños norteamericanos en Bélgica. Muy pronto, cuando trascendiera la realidad de lo sucedido ayer, la foto de Jalil estaría en todas partes. Eso le haría sumamente difícil la vida fuera de Libia, que era por lo que mucha gente pensaba que había regresado a su país. Pero yo pensaba que nada le gustaría más que derrotarnos en nuestro propio campo.

– Nos mantendremos en estrecho contacto con la BAT en Nueva York -concluyó Jean-. Compartiremos con ustedes toda nuestra información, y ustedes compartirán con nosotros la que tengan. En nuestro oficio, la información es como el oro, todo el mundo lo quiere, y nadie quiere compartirlo. Así que digamos que no la vamos a compartir, nos la iremos prestando, y al final saldaremos las cuentas resultantes.

No pude resistirme a hacer la gracia:

– Señora, tiene usted mi palabra de que si Asad Jalil aparece muerto en el bosque de Central Park se lo haremos saber.

Ted Nash soltó una carcajada. Aquel tipo estaba empezando a caerme bien. En aquel ambiente, teníamos más en común el uno con el otro que con los pulcros y comedidos tipejos del edificio. Es una idea deprimente.

– ¿Alguna pregunta? -inquirió Bob.

– ¿Por dónde suele pasear la gente de Expediente X? -pregunté.

– Ya basta, Corey -saltó Koenig.

– Sí, señor.

De todos modos, eran casi las seis, y me imaginaba que estaríamos terminando, ya que no nos habían dicho que lleváramos cepillo de dientes. Pues no. Pasamos todos a una enorme sala de reuniones con una mesa del tamaño de un campo de fútbol.

Entraron unas treinta personas, con la mayoría de las cuales ya habíamos estado a lo largo del día en diversas estaciones del viacrucis.

Apareció el subdirector de Contraterrorismo, largó un sermón de cinco minutos y luego ascendió a los cielos o cosa parecida.

Pasamos casi dos horas reunidos, la mayor parte del tiempo repasando lo dicho en las diez horas anteriores, intercambiando pepitas de oro, proponiendo un plan de ataque y cosas por el estilo.

Cada uno de nosotros recibió un grueso dossier que contenía fotos, nombres y números de contacto, incluso resúmenes de lo que se había dicho durante el día, todo lo cual debía de haber sido grabado, transcrito, revisado y mecanografiado sobre la marcha. Verdaderamente, aquélla era una organización de categoría.

Kate tuvo el detalle de meter todos mis papeles en su cartera de mano, que ahora abultaba.

– Debes traer una cartera de mano -me aconsejó-. Siempre dan folletos. -Y añadió-: Una cartera de mano es un bien deducible de impuestos.

Finalizó la gran conferencia, y todos salimos al pasillo. Charlamos todavía un poco aquí y allá pero básicamente la cosa había terminado. Casi podía oler el aire de la avenida Pennsylvania. Coche, aeropuerto, avión de las nueve, a las diez en La Guardia, en casa antes de las noticias de las once. Recordé que en la nevera tenía sobras de comida china y traté de determinar su antigüedad.