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Justo en ese momento, se nos acercó un tipo con un traje azul llamado Bob o Bill y nos preguntó si teníamos la bondad de seguirlo para ir a ver al subdirector.

Aquello era la proverbial gota que colma el vaso.

– No -respondí con sequedad.

Pero «no» no era una opción.

La buena noticia era que Ted Nash no fue invitado a entrar en el sanctasanctórum, aunque no pareció importarle.

– Tengo que estar en Langley esta noche -dijo.

Nos abrazamos todos, prometimos escribirnos y mantenernos en contacto y nos echamos besos al separarnos. Con un poco de suerte, nunca más volvería a ver a Nash.

Así pues, Jack, Kate y yo, acompañados por nuestro escolta, entramos en el ascensor y subimos al séptimo piso, donde fuimos introducidos en un despacho oscuro y empanelado y con una gran mesa tras la que se sentaba el subdirector de Operaciones Contraterroristas.

El sol había desaparecido del firmamento, y el despacho se hallaba iluminado por una sola lámpara de pantalla verde situada sobre la mesa del subdirector. El efecto de la débil iluminación a la altura de la cintura era que nadie podía verle con claridad la cara a nadie. Resultaba realmente dramático, como una escena de una película de la mafia en la que el padrino decide a quién hay que ajustarle las cuentas.

De todos modos, nos estrechamos la mano -las manos eran fáciles de encontrar cerca de la lámpara- y nos sentamos.

El subdirector nos soltó un discursito sobre ayer y hoy y pasó luego a mañana. Fue breve.

– La BAT de la zona metropolitana de Nueva York se encuentra en una posición excelente para resolver este caso -dijo-. Nosotros no interferiremos ni enviaremos a nadie que ustedes no hayan solicitado. Al menos por ahora. Naturalmente, este departamento asumirá la responsabilidad de todo lo que rebase su área operativa. Los mantendremos bien informados de todo lo que suceda. Procuraremos trabajar en estrecho contacto con la CÍA y les informaremos de eso también. Sugiero que actúen como si Jalil continuara en Nueva York. Vuelvan la ciudad del revés y no dejen agujero por mirar. Recurran a sus fuentes y ofrezcan dinero cuando sea preciso. Autorizaré un presupuesto de cien mil dólares para comprar información. El Departamento de Justicia ofrecerá un millón de dólares de recompensa por la detención de Asad Jalil. Eso suscitará un gran interés hacia él por parte de sus compatriotas en Estados Unidos. ¿Alguna pregunta?

– No, señor -respondió Jack.

– Bien. Ah, una cosa más. -Me miró a mí y luego a Kate-. Piensen en cómo se podría hacer caer a Asad Jalil en una trampa.

– ¿Quiere decir que pensemos en cómo utilizarme a mí como cebo? -dije.

– Yo no he dicho eso. Sólo he dicho que piensen en la mejor manera de hacer caer a Asad Jalil en una trampa. Ustedes encontrarán la mejor manera de hacerlo.

– John y yo lo discutiremos -dijo Kate.

– Bien. -Se puso en pie-. Gracias por renunciar a su domingo. Jack, quisiera hablar contigo un momento -añadió.

Nos estrechamos de nuevo la mano, y Kate y yo salimos. Fuimos escoltados hasta el ascensor por el tipo del traje azul, y nos deseó buena suerte y buena caza.

Nos recibió en el vestíbulo un guardia de seguridad, que nos invitó a sentarnos. Kate y yo nos sentamos pero no dijimos nada.

Yo no sabía, ni me importaba, de qué estaban hablando Jack y el subdirector, siempre que no fuese de mí, y estaba seguro de que tenían cosas más importantes de que hablar que de mi comportamiento. En realidad, no me había portado tan mal, y había ganado bastantes puntos por haber estado a punto de salvar la partida el día anterior.

Miré a Kate, y ella me miró a mí. Aquí, en el Ministerio del Amor, se percibían hasta los crímenes faciales, así que no revelamos nada más que un firme optimismo. Yo ni siquiera miré las piernas cruzadas de Kate.

Diez minutos después apareció Jack.

– Me quedo aquí esta noche. Ustedes váyanse, los veré mañana. -Y añadió-: Informen a George a primera hora. Yo reuniré a todos los equipos, pondremos a todo el mundo al corriente y veremos si han encontrado alguna pista. Luego decidiremos cómo actuar.

– John y yo nos pasaremos esta noche por Federal Plaza a ver qué está ocurriendo -dijo Kate.

¿Cómo?

– Estupendo -respondió Jack-. Pero no se cansen demasiado. Ésta va a ser una carrera larga, y, como dice el señor Co-rey, «el segundo es sólo el primero de los perdedores». -Nos miró y declaró-: Los dos han actuado muy bien hoy. -Y, volviéndose hacia mí, agregó-: Espero que tenga un mejor concepto del FBI.

– Desde luego -respondí-. Un grupo magnífico de chicos y chicas. De mujeres. Pero no estoy muy seguro de Ben.

– Ben es excelente -repuso Jack-. Es a Ted a quien debe vigilar.

Santo Dios.

Así pues, nos dimos la mano, y Kate y yo, acompañados por el tipo de seguridad, bajamos al garaje del sótano, donde un coche nos llevó al aeropuerto.

– ¿Qué tal lo he hecho? -pregunté, una vez en el coche.

– Tan cerca del límite que casi te pasas.

– Creía haberme portado bien.

– Pues eso no es portarse bien.

– Lo intento pero es difícil.

– El difícil eres tú.

CAPÍTULO 33

Asad Jalil vio un letrero que decía: «Bien venido a Carolina del Sur, el estado del Palmito.»

No entendió qué significaba la última línea pero entendió perfectamente el siguiente letrero, que decía: «Conduzca con cuidado, se exige el cumplimiento estricto de las leyes del Estado.»

Miró el salpicadero y vio que eran las 16.10. La temperatura continuaba siendo de veinticinco grados centígrados.

Cuarenta minutos después vio las salidas a Florence y a la I-20 con dirección a Columbia y Atlanta. Había memorizado partes de un mapa de carreteras del sur, de modo que podía dar destinos falsos pero plausibles a cualquiera que se lo pidiese. Ahora que estaba pasando ante la carretera interestatal que conducía a Columbia y Atlanta, su siguiente falso destino sería Charleston o Savannah.

En cualquier caso, tenía un buen mapa de carreteras en la guantera, y tenía el navegador por satélite, si necesitaba refrescar la memoria.

Jalil observó que el tráfico era más intenso en torno a la ciudad de Florence, y recibió con agrado la presencia de los otros vehículos después de tantos kilómetros de sentirse desprotegido.

No había visto ningún coche policial, a excepción del que apareció en el peor momento posible, cuando las cuatro zorras del descapotable se habían puesto a su lado.

Sabía, sin embargo, que en la carretera había coches policía les sin distintivos, aunque nunca había visto ninguno ocupado por policías.

Había conducido con más aplomo tras haber salido de Nueva Jersey, y podía imitar la forma de conducir de quienes lo rodeaban. Había una sorprendente cantidad de personas mayores al volante, observó, cosa que rara vez se veía en Europa ni en Libia. Los viejos conducían muy mal.

Había asimismo muchos jóvenes con coches, lo que tampoco era frecuente en Europa ni en Libia. También los jóvenes conducían mal, pero de forma diferente que los viejos.

Muchas mujeres conducían también en Estados Unidos. En Europa había mujeres conductoras, pero no tantas como aquí. Increíblemente, había visto mujeres conduciendo coches en los que iban hombres, cosa que rara vez se veía en Europa, y nunca en Libia, donde casi ninguna mujer conducía. Las mujeres conductoras, decidió, eran competentes pero un tanto erráticas a veces y con frecuencia agresivas…, como las putas que lo habían alcanzado en Carolina del Norte.

Jalil creía que los norteamericanos habían perdido el control de sus mujeres. Recordó las palabras del Corán: «Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres porque Alá ha hecho a aquéllos superiores a éstas, y porque los hombres gastan su riqueza en mantener a las mujeres. Las buenas mujeres son obedientes. Ocultan sus partes secretas porque Alá las ha ocultado. En cuanto a las mujeres de las que temáis desobediencia, amonestadlas, dejadlas solas en el lecho y pegadles. Después, si os obedecen, no hagáis nada más contra ellas.»