Tampoco entonces sonrió nadie. Pero a Boris no parecía importarle, y soltó una carcajada. No obstante, Boris no reiría durante mucho tiempo. Pronto estaría muerto.
Jalil cruzó un largo puente que atravesaba el extenso lago Marión. Sabía que a unos ochenta kilómetros al sur vivía William Satherwaite, ex teniente de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos y asesino. Asad Jalil tenía una cita con ese hombre al día siguiente pero, por el momento, William Satherwaite ignoraba lo cerca que estaba de la muerte.
Jalil continuó su marcha y a las siete y cinco vio un letrero que decía: «Bien venido a Georgia, el estado del melocotón.»
Jalil sabía qué eran los melocotones pero no entendía por qué habría de querer un estado identificarse con esa fruta.
Miró el indicador de gasolina y vio que quedaba menos de la cuarta parte. Debatió consigo mismo si parar ya o esperar a que estuviese más oscuro.
Mientras pensaba en eso se dio cuenta de que estaba acercándose a Savannah y que el tráfico se hacía más intenso, lo que significaba que las estaciones de servicio tendrían muchos clientes, así que esperó.
Cuando el sol se aproximaba ya al horizonte occidental, Asad Jalil recitó un versículo del Corán: «Creyentes, no entabléis amistad con hombres no pertenecientes a vuestro pueblo. Os corromperán. Sólo desean vuestra perdición. Su odio es evidente por lo que dicen pero más violento es el odio que alberga su corazón.»
Ésa era la palabra de Dios tal como le fue revelada al profeta Mahoma, pensó Jalil.
A las siete y media, advirtió que le quedaba muy poco combustible pero parecía haber pocas salidas en aquella parte de la autopista.
Finalmente apareció un letrero de salida y se desvió por la rampa. Le sorprendió ver que sólo había una gasolinera, y estaba cerrada. Continuó en dirección oeste por una carretera estrecha hasta llegar a una pequeña ciudad llamada Cox, el mismo nombre que el del piloto que murió en la guerra del Golfo. Jalil se tomó aquello como un presagio, aunque no sabía si se trataba de un presagio bueno o malo.
La pequeña ciudad parecía casi desierta pero vio en las afueras una gasolinera iluminada y se dirigió hacia ella.
Se puso las gafas y salió del Mercury. Advirtió que hacía calor y había mucha humedad en el ambiente, y numerosos insectos revoloteaban en torno a las luces que brillaban sobre los surtidores.
Decidió utilizar su tarjeta de crédito pero vio que no había ranura alguna para introducirla. De hecho, parecía que no se esperaba que se sirviera él mismo la gasolina. Aquellos surtidores parecían más viejos y primitivos que los que estaba acostumbrado a utilizar. Vaciló un momento y luego vio que un hombre alto y delgado vestido con vaqueros y camisa marrón salía de la oficina del pequeño edificio.
– ¿Desea algo, amigo? -le preguntó.
– Necesito repostar. -Jalil recordó lo que se había aconsejado a sí mismo y sonrió.
El hombre alto lo miró, luego miró al Mercury y a la placa de matrícula, y después nuevamente a su cliente.
– ¿Qué le pongo?
– Gasolina.
– ¿Sí? ¿Alguna clase en particular?
– Sí. Súper, por favor.
El hombre cogió la boquilla de una de las mangueras y la introdujo en el depósito del Mercury. Empezó a llenarlo, y Jalil se dio cuenta de que iban a estar juntos largo rato.
– ¿Adonde se dirige? -preguntó el hombre.
– Al centro turístico de Jekyll Island.
– No me diga.
– ¿Perdón?
– Va muy elegante para ir a Jekyll Island.
– Sí. He tenido una reunión de negocios en Atlanta.
– ¿Qué clase de negocios lleva?
– Soy banquero.
– ¿Sí? La verdad es que viste como un banquero.
– Sí.
– ¿De dónde viene?
– De Nueva York.
El hombre rió.
– ¿Sí? No parece usted un maldito yanqui.
A Jalil le estaba costando entender algunas palabras.
– No soy un jugador de béisbol -respondió.
El hombre rió de nuevo.
– Muy bueno. Si llevara un traje a rayas, pensaría que era un banquero yanqui jugador de béisbol.
Jalil sonrió.
– ¿Dónde estaba antes de ir a Nueva York?
– En Cerdeña.
– ¿Dónde diablos está eso?
– Es una isla del Mediterráneo.
– Si usted lo dice. ¿Ha venido por la 1-95?
– Sí.
– ¿Está cerrada la estación de servicio de Phillips?
– Sí.
– Lo imaginaba. Ese idiota no va a ganar mucho si cierra tan temprano. ¿Mucho tráfico en la 95?
– No mucho.
El hombre terminó de llenar el depósito.
– Venía usted casi seco -dijo.
– Sí.
– ¿Le miro el aceite?
– No, gracias.
– ¿Efectivo o tarjeta? Prefiero efectivo.
– Sí, efectivo. -Jalil sacó la cartera.
El hombre miró el surtidor entornando los ojos bajo la débil luz y dijo:
– Veintinueve ochenta y cinco.
Jalil le dio dos billetes de veinte.
– Voy a por cambio -dijo el hombre-. Ahora vuelvo. No se vaya.
Se volvió y echó a andar. Jalil vio que llevaba una pistola en su funda, sujeta por detrás al cinturón. Lo siguió.
Una vez en la pequeña oficina, Jalil preguntó:
– ¿Tiene algo de comer o beber aquí?
– Fuera hay una máquina de refrescos, y aquí tengo varias máquinas expendedoras. ¿Necesita cambio? -dijo el hombre mientras abría la caja registradora.
– Sí.
El hombre le dio la vuelta e incluyó varios dólares en monedas de veinticinco centavos. Jalil se guardó el dinero en el bolsillo lateral de la chaqueta.
– ¿Sabe cómo llegar a Jekyll Island? -preguntó el otro.
– Tengo un mapa con indicaciones.
– ¿Sí? ¿Dónde se va a hospedar?
– En el Holiday Inn.
– No creía que hubiese allí un Holiday Inn.
Ninguno de los dos dijo nada más. Jalil se volvió y se dirigió hacia la máquina expendedora. Metió la mano en el bolsillo, sacó dos monedas de veinticinco centavos y las introdujo en la ranura. Accionó una palanca y cayó en la bandeja una bolsita de cacahuetes salados. Jalil volvió a meterse la mano en el bolsillo.
Había una franja de espejo en la máquina a la altura de los ojos, y Jalil vio que el hombre se llevaba la mano derecha a la espalda.
Jalil sacó la Glock del bolsillo, giró en redondo y le incrustó al hombre una bala entre los ojos, haciendo añicos el cristal que había detrás de él.
El hombre alto dobló las rodillas y cayó de bruces.
Jalil le cogió rápidamente la cartera y vio en su interior una placa en la que ponía «Dep. de Policía – Cox, delegado». Maldijo su mala suerte y sacó todo el dinero que había en la cartera. Hizo luego lo mismo con la caja registradora; unos cien dólares en total solamente.
Recogió el casquillo usado del calibre 40. En Libia le habían dicho que era una bala de un calibre muy poco corriente, utilizada principalmente por agentes federales, por lo que debía tener cuidado de no dejar algo tan interesante a la vista.
Reparó en una puerta entreabierta que daba a un pequeño lavabo. Agarró al hombre por el tobillo izquierdo y lo arrastró hasta el lavabo. Antes de irse, orinó y salió sin tirar de la cadena. Luego cerró la puerta.
– Que tenga un buen día -dijo.
Había un periódico sobre la mesa, y Jalil lo echó en el suelo, encima del charquito de sangre.
Localizó un par de conmutadores, los accionó y dejó la gasolinera sumida en la oscuridad.
Salió de la oficina, cerró la puerta y se acercó a la máquina de refrescos. Introdujo tres monedas de veinticinco centavos y seleccionó una Fanta de naranja, luego se dirigió rápidamente al Mercury.
Montó, puso en marcha el motor y dio la vuelta en dirección a la estrecha carretera que conducía a la interestatal.
Quince minutos después estaba de nuevo rodando hacia el sur por la 1-95. Aceleró hasta 120 kilómetros por hora, a la misma velocidad que los escasos automóviles que circulaban junto a él. Al cabo de una hora vio un gran letrero que decía: «Bien venido a Florida, el estado del sol radiante».