Continuó por la 1-95, y en las proximidades de Jacksonville el tráfico se hizo más intenso. Se desvió por la salida del aeropuerto internacional de Jacksonville y siguió las señales que indicaban la dirección al aeropuerto. Miró su navegador por satélite y se aseguró de que estaba en el camino correcto.
Consultó el reloj del salpicadero. Eran casi las diez de la noche.
Se permitió un minuto para reflexionar acerca del incidente de la gasolinera, en el pueblo llamado Cox. El hombre era policía pero trabajaba en la gasolinera. Eso podría haber significado que era un policía secreto. Pero Jalil creía recordar algo que le habían dicho o que había leído sobre los policías de pequeñas ciudades norteamericanas. Algunos de ellos eran voluntarios y recibían el nombre de delegados. Sí, ahora lo recordaba. Esos hombres llevaban pistola, y trabajaban sin cobrar, y eran más inquisitivos aún que la policía regular. De hecho, aquel hombre era demasiado inquisitivo, y su vida había estado pendiente de un hilo mientras servía la gasolina y hacía demasiadas preguntas. Lo que había estirado el hilo había sido la pistola que llevaba a la cintura. Lo que rompió el hilo fue la última pregunta sobre el Holiday Inn. Hubiera o no echado mano a la pistola, ya había hecho una pregunta de más, y a Asad Jalil se le habían acabado las respuestas acertadas.
CAPÍTULO 34
No íbamos a llegar a tiempo para coger el avión de US Airways de las nueve de la noche, así que fuimos a Delta y tomamos el de las nueve y media a La Guardia. El avión estaba medio lleno si uno es optimista, o medio vacío si tiene uno acciones de Delta. Kate y yo nos instalamos en la parte de atrás.
El 727 despegó, y yo me dediqué a contemplar el panorama de la ciudad. Pude ver el monumento a Washington todo iluminado, el Capitolio, la Casa Blanca, los memoriales Lincoln y Jefferson y todo eso. No pude ver el edificio J. Edgar Hoover pero todavía lo tenía en la cabeza.
– Cuesta un poco acostumbrarse a esto -le dije a Kate.
– ¿Quieres decir que el FBI tiene que acostumbrarse a ti?
Solté una risita.
Se acercó la azafata, también conocida como ayudante de vuelo. Por la lista de pasajeros, sabía que éramos agentes federales, así que no nos ofreció cócteles, sino que preguntó si queríamos un refresco.
– Agua mineral, por favor -dijo Kate.
– ¿Y para usted, señor?
– Un whisky doble. No puedo volar sólo con un ala.
– Lo siento, señor Corey. No está permitido servir alcohol a personas armadas.
Ése era el momento que yo había estado esperando todo el día.
– No voy armado -dije-. Compruebe la lista de pasajeros, o, si lo desea, puede registrarme en el lavabo.
No pareció inclinada a acompañarme al lavabo pero consultó la lista de pasajeros.
– Oh… Es cierto -exclamó.
– Prefiero beber que llevar pistola.
Sonrió y me puso en la bandeja dos botellines de whisky escocés y un vaso de plástico con hielo.
– Invita la casa.
– Invita el avión.
– Es igual.
Una vez que se hubo ido, le ofrecí un whisky a Kate.
– No puedo -respondió ella.
– Oh, no seas tan remilgada. Echa un trago.
– No trates de corromperme, señor Corey.
– Detesto corromperme solo. Te sostendré la pistola.
– Basta. -Bebió su agua.
Vertí los dos whiskies sobre el hielo y tomé un sorbo. Chasqueé los labios.
– Aaaah. Excelente.
– Que te folien -replicó Kate.
Santo Dios.
Permanecimos un rato en silencio, y luego me dijo:
– ¿Arreglaste las cosas con tu amiga de Long Island?
Era una pregunta tendenciosa, y reflexioné antes de responder. John Corey es leal con los amigos y las amantes pero la esencia de la lealtad es la reciprocidad. Y Beth Penrose, a pesar de todo su interés por mí, no había demostrado mucha lealtad. Yo creo que lo que ella quería de mí era lo que las mujeres llaman compromiso, y entonces ella sería leal. Pero los hombres quieren primero lealtad, y luego tal vez piensen en el compromiso. Se trataba de conceptos opuestos, y no era probable que la cuestión se resolviera a menos que una u otra de las partes se sometiera a una operación de cambio de sexo. En cualquier caso, me pregunté por qué habría formulado Kate aquella pregunta. Bueno, la verdad es que no me lo pregunté.
– Dejé un mensaje en su contestador -respondí finalmente.
– ¿Es de las comprensivas?
– No, pero es policía y entiende esta clase de cosas.
– Excelente. Puede que tardes bastante en disponer de tiempo libre.
– Le mandaré un e-mail diciéndoselo.
– Cuando la BAT intervino en el asunto de la explosión de la TWA, estuvieron trabajando veinticuatro horas diarias siete días a la semana.
– Y aquello ni siquiera fue un ataque terrorista -señalé.
Ella no contestó. Nadie contestaba a preguntas sobre la TWA, y todavía quedaban preguntas por responder. Al menos en este caso sabíamos quién, qué, dónde, cuándo y cómo. No estábamos seguros de por qué ni de qué vendría después, pero no tardaríamos en saberlo.
– ¿Qué pasó con tu matrimonio? -me preguntó Kate.
Yo percibía una cierta orientación en estas preguntas pero si crees que el hecho de ser detective te permite conocer mejor a las mujeres, piénsalo dos veces. Sin embargo, yo sospechaba que en las preguntas de la Mayfield había un motivo que iba más allá de la simple curiosidad.
– Ella era abogado -respondí.
Permaneció callada unos instantes y luego dijo:
– ¿Y por eso no resultó?
– Sí.
– ¿No sabías que era abogado antes de casarte con ella?
– Creía que podría reformarla.
Se echó a reír.
Era mi turno.
– ¿Tú has estado casada? -pregunté.
– No.
– ¿Por qué?
– Ésa es una pregunta personal.
Yo creía que eran personales las preguntas que hacíamos. Lo eran, en efecto, cuando se me formulaban a mí. Me negué a seguir el juego y encontré una revista de Delta en la bolsa del respaldo del asiento que tenía delante.
– He vivido mucho -dijo ella.
Estudié el mapa de las rutas mundiales de Delta. Quizá debería irme a Roma cuando todo esto hubiese acabado. A ver al Papa. Vi que Delta no volaba a Libia. Pensé en los tipos de la incursión aérea de 1986 que tripularon aquellos pequeños cazas de reacción desde algún lugar de Inglaterra, contornearon Francia y España, sobrevolaron el Mediterráneo y se internaron en Libia. ¡Jo! Era todo un vuelo según mi mapa. Y sin nadie que les sirviera whisky. ¿Cómo se las arreglaban para mear?
– ¿Me has oído? -inquirió Kate.
– Disculpa, no.
– He dicho que si tienes hijos.
– ¿Hijos? Oh, no. El matrimonio no llegó a consumarse. Ella no creía en el sexo posmatrimonial.
– ¿De veras? Bueno. No resultaría muy duro para una persona de tu edad.
Santo Dios.
– ¿Podemos cambiar de tema? -sugerí.
– ¿De qué te gustaría hablar?
En realidad, de nada. Excepto, quizá, de Kate Mayfield, pero el tema era delicado.
– Deberíamos comentar lo que hemos aprendido hoy -dije.
– Muy bien.
Así que comentamos lo que habíamos aprendido hoy, lo que sucedió ayer y lo que íbamos a hacer mañana.
Nos aproximábamos a Nueva York, y me alegró ver que continuaba allí y que todas las luces estaban encendidas.
Al llegar a La Guardia, Kate me preguntó:
– ¿Vienes conmigo a Federal Plaza?
– Si quieres…
– Sí. Luego podemos ir a cenar.
Miré mi reloj. Eran las diez y media de la noche, y para cuando llegáramos a Federal Plaza y nos fuéramos luego de allí sería casi medianoche.