– Es un poco tarde para cenar -respondí.
– Entonces a tomar una copa.
– Buena idea.
El avión tomó tierra, y, mientras desaceleraba en la pista, me hice la pregunta que todos los hombres se hacen en estas situaciones: «¿Estoy interpretando bien las señales?»
Si no las estaba interpretando bien, podía toparme con problemas profesionales, y si lo hacía podía crearme problemas personales. Pensé que debía esperar a ver cómo evolucionaban las cosas. En otras palabras, cuando se trata de mujeres, yo jugaba sobre seguro.
Desembarcamos, salimos, subimos a un taxi y fuimos a Federal Plaza por la carretera Brooklyn-Queens y el puente de Brooklyn.
– ¿Te gusta Nueva York? -le pregunté mientras cruzábamos el puente de Brooklyn.
– No. ¿Y a ti?
– Por supuesto que sí.
– ¿Por qué? Este lugar es de locos.
– Washington es de locos. Nueva York es excéntrico e interesante.
– Nueva York es un sitio de locos. Me arrepiento de haber aceptado esta misión. A nadie del FBI le gusta. Es demasiado caro, y nuestras dietas apenas si cubren los gastos extras.
– Entonces, ¿por qué aceptaste esta misión?
– Por las mismas razones por las que los militares aceptan misiones duras y se presentan voluntarios para combatir. Es una forma rápida de ascender. Para progresar tienes que hacer Nueva York y Washington por lo menos una vez. Y es todo un desafío -añadió-. Además, aquí suceden cosas extrañas e increíbles. Puedes ir después a cualquiera de los otros cincuenta y cinco puestos del país y tendrás historias de Nueva York que contar durante el resto de tu vida.
– Bueno -dije-, yo creo que Nueva York tiene mala prensa. Mira, yo soy neoyorquino. ¿Soy extraño?
No oí su respuesta, quizá porque el taxista le estaba gritando a un peatón y el peatón le contestaba también a gritos. Hablaban idiomas diferentes, así que la conversación no duró tanto como hubiera sido de esperar.
Llegamos a Federal Plaza, y Kate pagó al taxista. Fuimos a la puerta utilizable fuera de horas, y Kate la abrió introduciendo una clave en el teclado de seguridad. Ella tenía llave del ascensor, y subimos al piso 27, donde estaban algunos de los agentes.
Allí había una docena de personas, todas con aire fatigado, mustio y preocupado. Sonaban los teléfonos, tintineaban los fax y una estúpida voz de ordenador decía a la gente: «¡Tiene correo!» Kate habló con todos, escuchó los mensajes telefónicos que había en su contestador, revisó su correo electrónico y consultó el programa del día. Había un mensaje electrónico de George Foster que decía: «Reunión, convocada por Jack, sala conferencias piso 28, 8.00 horas.» Increíble. Koenig, en Washington, convoca una reunión a las ocho en Nueva York. Aquellos tíos o eran infatigables o estaban mortalmente asustados. Probablemente lo segundo, en cuyo caso tampoco se puede dormir gran cosa.
– ¿Quieres revisar tu mesa? -me preguntó Kate.
Mi mesa estaba en los cubículos del piso de abajo, y no creía que hubiese en ella nada diferente de lo que tenía Kate allí arriba, así que dije:
– La revisaré mañana cuando llegue a las cinco.
Continuó revolviendo un poco más, mientras yo la miraba, sintiéndome casi inútil.
– Me voy a casa -dije.
Ella dejó lo que estaba leyendo.
– No -replicó-, invítame a una copa. -Y añadió-: ¿Quieres coger tus papeles de mi cartera?
– Los cogeré mañana.
– Podemos echarles un vistazo luego si quieres.
Eso sonaba a invitación a pasar una larga noche juntos. Titubeé y respondí:
– De acuerdo.
Ella dejó la cartera de mano debajo de la mesa.
Así pues, salimos y volvimos a encontrarnos en la calle oscura y silenciosa, sin taxi, y esta vez yo iba desarmado. La verdad es que no necesito mi pistola para sentirme a salvo, y Nueva York se ha convertido en una ciudad más segura, pero es agradable llevar algo encima cuando sospechas que un terrorista intenta matarte. Pero Kate sí iba armada.
– Vayamos andando -propuse.
Anduvimos. No hay muchos sitios abiertos a esas horas un domingo por la noche, ni siquiera en la ciudad que nunca duerme, pero Chinatown suele estar medio despierto los domingos por la noche, así que fui en esa dirección.
No íbamos del brazo exactamente pero Kate caminaba cerca de mí, y nuestros hombros se rozaban, y de vez en cuando ella me ponía la mano en el brazo o en el hombro mientras charlábamos. Evidentemente, yo le caía bien pero quizá era sólo que estaba salida. No me gusta que las tías salidas se aprovechen de mí pero a veces ocurre.
Bueno, pues nos fuimos a un sitio de Chinatown que yo conocía. Se llamaba el Nuevo Dragón. Años atrás, cenando con otros policías, yo le había preguntado al señor Chung, el propietario, qué había sido del Viejo Dragón, y él nos confió: «¡Se lo están comiendo ustedes!» Y corrió a la cocina riendo estruendosamente a carcajadas.
El local tenía un pequeño bar que todavía estaba lleno de gente y de humo. Encontramos dos sillas ante una mesita baja. Los clientes parecían los malos de una película de Bruce Lee sin subtítulos.
– ¿Conoces este sitio? -preguntó Kate, echando un vistazo a su alrededor.
– Solía venir aquí.
– Todo el mundo habla en chino.
– Yo, no. Tú, tampoco.
– Todos los demás.
– Creo que son chinos.
– Qué listo eres.
– Gracias.
Se acercó una camarera pero yo no la conocía. Era afable y sonriente, y nos informó de que la cocina estaba abierta todavía. Yo pedí sol mortecino y whisky escocés.
– ¿Qué es sol mortecino? -me preguntó Kate.
– Pues como un… un aperitivo. Pastitas y cosas de ésas.
Kate miró a su alrededor.
– Es muy exótico esto -dijo.
– A ellos no se lo parece.
– A veces me siento como una auténtica provinciana en esta ciudad.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
– Ocho meses.
Llegaron las bebidas, charlamos, llegaron más bebidas, bostecé. Llegó el sol mortecino, y a Kate pareció encantarle. Llegó una tercera ronda de bebidas, y empecé a verlo todo desenfocado. Kate parecía despierta y vigilante.
Pedí a la camarera que llamara un taxi y pagué la cuenta. Salimos a Pell Street; se agradecía el aire fresco.
– ¿Dónde vives? -le pregunté mientras esperábamos al taxi.
– En la calle Ochenta y Seis Este. Se supone que es un buen barrio.
– Es un barrio excelente.
– Es el apartamento en que vivía el tipo al que sustituí. Él se fue a Dallas. He tenido noticias de él. Dice que echa un poco de menos Nueva York pero que es feliz en Dallas.
– Y a Nueva York le hace feliz que él esté en Dallas.
Se echó a reír.
– Eres gracioso. George me dijo que tenías una lengua neoyorquina.
– En realidad lo que tengo es lengua materna.
Llegó el taxi, y subimos.
– A dos sitios -le dije al chófer-. Primero a… Ochenta y Seis Este.
Kate le dio la dirección y, tras cruzar las pequeñas calles de Chinatown, salimos a Bowery.
Permanecimos casi todo el tiempo en silencio, y al cabo de veinte minutos estábamos delante de la casa de Kate, un alto edificio de apartamentos con portero. Aunque el suyo fuese un apartamento-estudio, resultaba bastante caro incluso teniendo en cuenta el plus por carestía de vida. Pero, según mi experiencia, Wendy Wasp de Wichita elegiría un buen edificio en un buen barrio y reduciría lujos tales como comida y vestido.
Nos quedamos un momento parados en la acera, y finalmente ella dijo:
– ¿Quieres subir?
Los neoyorquinos dicen «subir», la gente del interior dice «entrar». En cualquier caso, mi corazón captó el mensaje y aceleró. Conozco la situación. La miré y pregunté:
– ¿Puedo dejarlo para otro día?
– Desde luego. -Sonrió-. Hasta las cinco.