– Quizá un poco después de las cinco. A las ocho, por ejemplo.
Sonrió de nuevo.
– Buenas noches. -Se volvió, y el portero la saludó mientras sostenía la puerta abierta.
La vi cruzar el vestíbulo y luego me volví y subí al taxi.
– Calle Setenta y Dos Este -dije, y le di el número.
El taxista, un tipo con turbante de cualquiera sabe dónde, me dijo en buen inglés:
– Quizá no sea cosa mía, pero creo que la dama quería que usted subiera con ella.
– ¿Sí?
– Sí.
Miré por la ventanilla mientras bajábamos por la Segunda Avenida. Extraño día. El de mañana sería totalmente desagradable y tenso. Y quizá no llegase a haber siquiera ningún mañana, ni ningún día más. Pensé por un momento en decirle al taxista que diera la vuelta y regresase.
– ¿Es usted un genio? -le pregunté, a propósito de su turbante.
Se echó a reír.
– Sí, y esto es una alfombra mágica y puede usted pedir tres deseos.
– De acuerdo.
Formulé tres deseos para mis adentros.
– Tiene que decírmelos a mí -dijo el genio-, o nunca se cumplirán.
Así que le dije:
– Paz mundial, paz interior y entender a las mujeres.
– Los dos primeros no son problema. -Rió de nuevo-. Si consigue el tercero no deje de llamarme.
Llegamos a mi casa, y le di una buena propina al genio.
– Pídaselo otra vez -me aconsejó, y luego se alejó.
Por alguna razón, Alfred estaba todavía de servicio. Nunca consigo saber los horarios de estos porteros, que son más erráticos aún que los míos.
– Buenas noches, señor Corey -me saludó-. ¿Ha tenido un buen día?
– He tenido un día interesante, Alfred.
Tomé el ascensor al piso 20, abrí la puerta de mi casa y entré tomando precauciones mínimas y, de hecho, esperando recibir un golpe en la cabeza como en las películas y despertarme al mes siguiente.
No consulté el contestador automático, sino que me desnudé y me dejé caer en la cama. Creía estar exhausto pero descubrí que estaba tenso como un muelle de reloj.
Me quedé mirando al techo, reflexionando sobre la vida y la muerte, el amor y el odio, la buena y la mala suerte, el miedo y el valor y cosas así. Pensé en Kate y Ted, Jack y George, los tipos de azul, un genio en una botella y finalmente en Nick Monti y Nancy Tate, a quienes estaba echando de menos. Y en Meg, la agente de servicio, a quien no conocía pero cuyos familiares y amigos echarían en falta. Pensé en Asad Jalil, y me pregunté si tendría la oportunidad de mandarlo derecho al infierno.
Me dormí pero tuve una pesadilla tras otra. Los días y las noches se estaban convirtiendo en una misma cosa.
CAPÍTULO 35
Asad Jalil se encontraba en una concurrida carretera flanqueada de moteles, agencias de alquiler de automóviles y restaurantes de comida rápida. Un enorme avión estaba aterrizando en el cercano aeropuerto.
En Trípoli le habían dicho que buscara un motel próximo al aeropuerto internacional de Jacksonville, donde ni su aspecto ni su placa de matrícula llamarían la atención.
Vio un local de aspecto agradable llamado Sheraton, nombre que conocía de Europa, y entró en su aparcamiento, dirigiéndose luego hacia el letrero que decía: «Hotel de automovilistas, recepción.»
Se ajustó la corbata, se alisó el pelo con los dedos, se puso las gafas y entró.
– Buenas noches -dijo la joven de recepción, sonriendo.
Él sonrió y correspondió al saludo. Vio que varios pasillos salían del vestíbulo y uno de ellos mostraba el rótulo «Bar-Salón-Restaurante». Oyó música y risas a través de la puerta.
– Quisiera una habitación para una noche -dijo a la joven.
– Sí, señor. ¿Normal o extra?
– Extra.
Ella le tendió una hoja de inscripción y una pluma.
– ¿Cómo quiere pagar, señor? -le preguntó.
– American Express. -Sacó la cartera y le entregó la tarjeta de crédito mientras rellenaba la hoja.
Boris le había dicho que cuanto mejor fuese el establecimiento menos problemas habría, especialmente si empleaba la tarjeta de crédito. No había querido dejar una estela de papeles pero Boris le aseguró que si la utilizaba con prudencia estaría a salvo.
La mujer le entregó una tira de papel con la impresión de la tarjeta, al tiempo que le devolvía ésta. Jalil firmó la hojita y se guardó la tarjeta.
Terminó de rellenar el impreso, dejando en blanco los espacios referentes al vehículo, que, según le habían dicho en Trípoli, podía pasar por alto en los mejores establecimientos. También le habían dicho que, a diferencia de lo que ocurría en Europa, en el impreso de inscripción no había ningún espacio para el número del pasaporte y que el empleado ni siquiera pediría verlo. Al parecer, era un insulto que le tomaran a uno por extranjero, por muy extranjero que fuese su aspecto. O quizá, como dijo Boris: «El único pasaporte que necesitas en Estados Unidos es la American Express.»
En cualquier caso, la recepcionista miró el impreso y no le pidió nada más.
– Bien venido a Sheraton, señor…
– Bay-dir -vocalizó él.
– Señor Bay-dir. Aquí tiene su llave electrónica de la habitación 1-19, planta baja, a la derecha según sale del vestíbulo. Ésta es su tarjeta de huésped -continuó con tono monótono-, y en ella figura el número de su habitación. El bar y el restaurante están pasando esa puerta, tenemos gimnasio y piscina, el día de salida hay que dejar libre la habitación antes de las once, el desayuno se sirve en el comedor principal de seis a once de la mañana, el servicio de habitaciones funciona desde las seis de la mañana hasta medianoche, el comedor se cierra dentro de poco para la cena, el bar y el salón están abiertos hasta la una de la mañana y se pueden tomar sandwiches. Hay minibar en la habitación. ¿Quiere que se lo despierte a alguna hora?
Jalil entendía su acento pero apenas si llegó a comprender toda aquella información inútil. Aunque sí captó lo de la llamada para despertarlo.
– Sí, tengo un vuelo a las nueve de la mañana -dijo-, así que rae vendría bien que me llamaran a las seis.
Ella lo estaba mirando, abiertamente, como no lo haría ninguna mujer libia, las cuales evitaban el contacto visual con los hombres. Él le sostuvo la mirada, como le habían dicho que hiciese para no despertar sospechas, pero también para ver si mostraba algún indicio de saber quién era él. Pero la recepcionista parecía completamente ajena a su verdadera identidad.
– Sí, señor -dijo-, llamada a las seis de la mañana. ¿Quiere que le tengamos preparada la cuenta?
Le habían dicho que respondiera afirmativamente si le hacían esta pregunta, pues eso significaba que no tendría que volver a pasar por recepción.
– Sí, por favor -dijo.
– A las siete de la mañana le pasaremos por debajo de la puerta una copia de su factura. ¿Desea alguna otra cosa?
– No, gracias.
– Que tenga una estancia agradable.
– Gracias. -Sonrió, cogió su tarjeta, se volvió y salió del vestíbulo.
Todo había ido bien, mejor que la última vez, cuando se hospedó en el motel de las afueras de Washington y tuvo que matar al empleado de recepción. Sonrió de nuevo.
Montó en su coche y condujo hasta la puerta en que figuraba el número 119, donde había una plaza de aparcamiento vacía. Cogió el maletín, bajó del coche, lo cerró con llave y fue hasta la puerta. Introdujo la tarjeta magnética en la ranura, y la cerradura emitió un zumbido, al tiempo que sonaba un chasquido y se encendía una lucecita verde, todo lo cual le recordó el Club Conquistador.
Entró, cerró la puerta a su espalda y corrió el pestillo.
Inspeccionó la habitación, los armarios y el cuarto de baño, todo limpio y moderno, pero quizá demasiado confortable para su gusto. Prefería ambientes austeros, especialmente para su yihad. Como un hombre religioso le dijo una vez: «Alá te oirá igual de bien si rezas en una mezquita con el estómago lleno que si lo haces en el desierto con el estómago vacío… pero si quieres oír tú a Alá, ve hambriento al desierto.»