A pesar de ese consejo, Jalil estaba hambriento. Había comido muy poco desde el día en que se entregó en la embajada norteamericana en París, hacía ya casi una semana.
Echó un vistazo al menú del servicio de habitaciones pero decidió no arriesgarse a que le viesen otra vez la cara. Muy pocas personas lo habían visto de cerca, y la mayoría de ellas estaban muertas.
Abrió el minibar y encontró una lata de zumo de naranja, una botella de plástico de agua de Vitelle, un bote de frutos secos y una barra de chocolate Toblerone, que le encantaba comer cuando estaba en Europa.
Se sentó en el sillón, de cara a la puerta, completamente vestido aún y con las dos Glock en los bolsillos. Comió y bebió despacio.
Mientras comía, rememoró su breve estancia en la embajada norteamericana en París. Se habían mostrado suspicaces con él pero no hostiles. Al principio lo habían interrogado un oficial del ejército y un hombre de paisano, y al día siguiente otros dos hombres -que se identificaron solamente como Philip y Peter- habían llegado de Estados Unidos y le habían dicho que ellos lo escoltarían para llegar todos sanos y salvos a Washington. Jalil sabía que ambas cosas eran mentira; irían a Nueva York, no a Washington, y ni Philip ni Peter llegarían sanos y salvos.
La noche anterior a su marcha, lo habían drogado, como Boutros dijo que harían, y Jalil lo había permitido para no despertar sospechas. No estaba seguro de qué le habían hecho mientras estaba drogado, pero carecía de importancia. El servicio de inteligencia libio ya lo había drogado en Trípoli y lo había sometido a interrogatorio para ver si podía resistir los efectos de las llamadas drogas de la verdad. Había superado la prueba sin problemas.
Le habían dicho que probablemente los americanos no lo someterían a la prueba del detector de mentiras en la embajada. Los diplomáticos querían que saliera de allí lo antes posible. Pero si le pedían que se sometiera a la prueba, debía negarse y pedir ser llevado a Estados Unidos o quedar en libertad. En cualquier caso, los norteamericanos habían actuado como se preveía y le habían sacado de la embajada y de París lo más rápidamente posible.
Como había dicho Malik: «Te buscan para interrogarte los franceses, los alemanes, los italianos y los británicos. Los americanos lo saben y te quieren para ellos solos. Te sacarán de Europa lo antes posible. Siempre llevan a Nueva York los casos más delicados para poder negar que estén reteniendo en Washington a un desertor o un espía. Y creo que hay otras razones sicológicas, y quizá prácticas, por las que van a Nueva York. Se proponen llevarte finalmente a Washington… pero creo que puedes llegar allí sin su ayuda.»
Todos habían reído la humorada de Malik. Era un hombre muy elocuente y también recurría al humor para explicarse. Jalil no siempre apreciaba el humor de Malik o de Boris pero, como era a costa de los norteamericanos o los europeos, lo toleraba.
Malik había dicho también: «Sin embargo, si nuestro amigo que trabaja para Trans-Continental Airlines en París nos informa de que vas a Washington, entonces Haddad, tu compañero de viaje, que necesita oxígeno, irá en ese vuelo. En el aeropuerto Dulles, el procedimiento será el mismo. Remolcarán el avión hasta una área de seguridad, y tú actuarás como si estuvieras en Nueva York.» Malik le había dado cita en el aeropuerto Dulles, donde encontraría su taxi y su chófer, que lo llevaría hasta su coche alquilado, y desde allí -después de silenciar al chófer- iría a un motel, donde permanecería hospedado hasta el domingo por la mañana. Luego se dirigiría a la ciudad para visitar al general Waycliff antes o después de la función religiosa.
Asad Jalil había quedado impresionado de la profesionalidad y la pericia con que actuaba su servicio de inteligencia. Habían pensado en todo y tenían planes alternativos en previsión de que los americanos hubiesen cambiado sus métodos de trabajo. Y, lo que era más importante, los oficiales operativos libios le habían recalcado que ni aun el mejor de los planes podría llevarse a cabo sin un verdadero luchador islámico por la libertad, como Asad Jalil, ni sin la ayuda de Alá.
Naturalmente, Boris le había dicho que el plan era principalmente suyo y que Alá no tenía nada que ver con el plan ni con su éxito. Pero Boris se había mostrado de acuerdo con que Asad Jalil era un agente excepcional. De hecho, Boris había dicho a los oficiales de la inteligencia libia: «Si tuviesen ustedes más hombres como Asad Jalil, no fracasarían tanto.»
Boris estaba cavando su propia tumba, pensó Jalil, pero estaba seguro de que él ya se había dado cuenta de ello en algún momento, y por eso se emborrachaba tan a menudo.
Boris había necesitado un constante abastecimiento de mujeres y vodka, que le eran suministrados, y de dinero, que se enviaba a una cuenta abierta a nombre de su familia en un banco suizo. El ruso, incluso cuando estaba intoxicado, era muy inteligente y servicial, y lo bastante perspicaz como para saber que no saldría vivo de Trípoli. Una vez le había dicho a Malik: «Si sufro un accidente aquí, prométeme que enviarás mi cadáver a casa.»
Malik había replicado: «No sufrirás ningún accidente aquí, amigo mío. Nosotros cuidaremos de ti.»
A lo que Boris había respondido: «Yob vas», que en ruso significaba «que te jodan» y que Boris utilizaba con demasiada frecuencia.
Jalil finalizó su frugal comida y encendió el televisor mientras tomaba unos sorbos de la botella de Vitelle. Cuando terminó el agua, guardó el envase de plástico vacío en su maletín.
Eran ya casi las once de la noche, y mientras esperaba las noticias de esa hora, fue cambiando de canal con el mando a distancia. En un canal, dos mujeres con los senos desnudos se acariciaban en una pequeña piscina de agua agitada y humeante. Cambió de canal y luego volvió a sintonizarlo para ver a las dos mujeres.
Contempló, petrificado, cómo ambas -una rubia, otra morena- se acariciaban en el agua caliente. Apareció una tercera mujer, una africana, al borde de la piscina. Estaba completamente desnuda, pero alguna especie de distorsión electrónica velaba sus genitales mientras bajaba al agua por unos peldaños.
Jalil observó que las tres mujeres hablaban muy poco pero reían demasiado mientras se salpicaban unas a otras. Pensó que se comportaban como unas estúpidas pero continuó mirando.
Una cuarta mujer de cabello rojo estaba bajando la escalera de espaldas, de tal modo que podía verle las nalgas desnudas y la espalda mientras se introducía en el agua. Al poco rato, las cuatro mujeres se restregaban y acariciaban unas a otras, besándose y abrazándose. Jalil permanecía muy quieto pero se dio cuenta de que estaba excitado, y se revolvió incómodamente en la silla.
Comprendía que no debería estar mirando aquello, que aquello era la peor especie de decadencia occidental, que todas las sagradas escrituras de los hebreos, los cristianos y los musulmanes definían aquellos actos como antinaturales e impíos. Y, sin embargo, aquellas mujeres que se tocaban obscenamente unas a otras lo excitaban y le suscitaban pensamientos lujuriosos e impuros.
Se imaginó a sí mismo desnudo en la piscina con ellas.
Salió de su ensoñación y advirtió que el reloj digital señalaba ya las once y cuatro minutos. Mientras empezaba a cambiar de canal, se maldijo a sí mismo, maldijo su flaqueza y maldijo las fuerzas satánicas desatadas en aquella tierra execrable.
Encontró un programa de noticias. Una presentadora estaba diciendo:
– Éste es el hombre a quien las autoridades consideran principal sospechoso de haber cometido un atentado terrorista no reivindicado cometido en los Estados Unidos…
Apareció en la pantalla una foto en color con la inscripción Asad Jalil, y Asad Jalil se levantó rápidamente y se arrodilló delante del televisor, estudiando la imagen. Nunca había visto aquella foto en color de sí mismo, y sospechaba que se la habían tomado en secreto mientras estaba siendo interrogado en la embajada de París. De hecho, observó que el traje era el mismo que ahora llevaba puesto, y la corbata era la que llevaba en París pero que ya se había cambiado.