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Wydrzynski se cansó de que todos anduvieran pidiéndole cuentas e invirtió ligeramente la situación diciendo:

– ¿Saben una cosa? Yo creo que la foto de Asad Jalil debería haber estado en todos los canales de televisión a la media hora del crimen. Sé que había otras consideraciones pero, a menos que demos una publicidad completa al asunto, ese sujeto acabará escapándose.

– Hay muchas probabilidades de que ya se haya marchado -dijo Jack Koenig-. Seguramente, antes de que los cadáveres se hubieran enfriado, tomó el primer avión para Oriente Medio que salía del JFK. Washington lo cree así y por eso tomó la decisión de mantener el asunto en el seno de las fuerzas del orden hasta que se pudiera dar a conocer al público la naturaleza de la tragedia de la Trans-Continental.

– Yo estoy de acuerdo con el capitán Wydrzynski -dijo Kate-. No había ninguna razón para ocultar los hechos, aparte de encubrir nuestro propio… lo que sea.

El capitán Stein se mostró también de acuerdo y añadió:

– Yo creo que Washington se dejó dominar por el pánico y tomó una decisión equivocada. Nosotros seguimos sus instrucciones, y ahora estamos tratando de encontrar a un sujeto que nos lleva dos días de ventaja.

Koenig trató de llevar la cuestión a su terreno.

– Bueno, la foto de Jalil está ahora en los medios de comunicación -dijo-. Pero es discutible que Jalil huyera rápidamente. -Miró unos papeles que tenía delante y continuó-: Había desde el JFK cuatro vuelos que habría podido tomar antes de que fuese alertada la policía de la Autoridad Portuaria. -Recitó los nombres de cuatro aviones de Oriente Medio y sus horas de salida. Agregó-: Y, naturalmente, había también otros vuelos al extranjero, así como varios nacionales y al Caribe, en los que habría podido embarcar sin necesidad de pasaporte, sólo con cualquier documento de identidad provisto de fotografía.

«Naturalmente -concluyó Koenig-, teníamos agentes en el otro extremo, Los Ángeles, el Caribe, etcétera, esperando al avión. Pero no desembarcó nadie que se ajustara a su descripción.

Todos reflexionamos acerca de aquello. Vi que Kate me estaba mirando, lo que supongo que significaba que quería que yo metiera baza. De todos modos, sólo estoy aquí por contrato.

– Yo creo que Jalil está en Nueva York -dije-. Si no está en Nueva York, entonces está en algún otro lugar del país.

– ¿Por qué cree eso? -me preguntó el capitán Stein.

– Porque no ha terminado aún.

– Bueno, ¿y qué necesita para terminar? -preguntó Stein.

– No tengo ni idea.

– Pues ha tenido un comienzo espectacular.

– Eso es exactamente, un comienzo -repliqué-. Faltan más cosas por llegar.

El capitán Stein, como yo, a veces utiliza expresiones de cuerpo de guardia y comentó:

– Sólo jodería, espero que no.

Me disponía a contestar pero el señor CIA habló por primera vez.

– ¿Por qué está tan seguro de que Asad Jalil se encuentra todavía en el país? -me preguntó.

Miré al señor Harris, que me estaba mirando. Consideré varias respuestas, todas ellas empezando y terminando con «hay que joderse», pero luego decidí conceder al señor Harris el beneficio de la duda y tratarlo con cortesía.

– Verá, señor -dije-, tengo la impresión, basada en el tipo de personalidad de Asad Jalil, de que es la clase de hombre que no abandona lo que ha empezado. Sólo se va cuando ha terminado, y no ha terminado aún. ¿Cómo lo sé, me pregunta? Verá, yo estaba pensando que un tipo como él podría haber seguido atacando impunemente los intereses norteamericanos en el extranjero durante años. Pero, en lugar de eso, decidió venir aquí, a Estados Unidos, y causar más daño. De modo que ¿vino sólo para una o dos horas? ¿Era esto una misión gaviota? -Miré a los no iniciados y expliqué-: Eso es cuando un tipo llega, suelta mierda por todas partes y se larga.

Sonaron unas risitas, y continué:

– No, esto no ha sido una misión gaviota. Ha sido una…, bueno, una misión Drácula.

La atención general parecía estar centrada en mí.

– El conde Drácula podría haberse pasado trescientos años chupando sangre tranquilamente en Transilvania, pero no, el tío quería irse a Inglaterra. ¿Pero por qué? ¿Para chupar la sangre de los tripulantes del barco? No. En Inglaterra había algo que el conde quería. ¿De acuerdo? Bien, ¿qué quería? Quería aquella chica, la que vio en la foto de Jonathan Harker. ¿Cómo se llamaba? Bueno, el caso es que está que bebe los vientos por ella, y la chica vive en Inglaterra. ¿Me siguen? Del mismo modo, Jalil no vino aquí para matar a todo el mundo que viajaba en el avión o a todos los que se encontraban en el Club Conquistador. Eso era sólo el aperitivo, un poco de sangre que chupar antes de la comida principal. Todo lo que tenemos que hacer es identificar y localizar a la chica, o su equivalente para Jalil, y lo cazaremos. ¿Entienden?

Se hizo un prolongado silencio en la sala, y algunos, que me habían estado mirando, apartaron la vista. Pensé que quizá Koenig o Stein me hicieran coger la baja médica o algo por el estilo. Kate tenía los ojos fijos en su bloc.

Finalmente, Edward Harris, como todo un caballero que era, se dirigió a mí:

– Gracias, señor Corey. Ha sido un análisis interesante. Analogía o algo así.

Hubo unas risitas.

– He apostado diez dólares con Ted Nash a que estoy en lo cierto -dije-. ¿Quiere apostar usted también?

Harris parecía estar deseando irse pero sabía mantener el tipo.

– Desde luego. Que sean veinte.

– Hecho. Dele veinte dólares al señor Koenig.

Harris titubeó y luego sacó de su cartera un billete de veinte dólares y lo deslizó sobre la mesa en dirección a Koenig, que se lo guardó en el bolsillo.

Yo le pasé también otro billete de veinte dólares.

Las reuniones de miembros de distintas agencias pueden resultar realmente aburridas pero no cuando yo participo en ellas. Detesto a los burócratas, que son tan grises e insípidos que uno no podría ni acordarse de ellos una hora después dé la reunión. Aparte de eso, yo quería que todos los presentes recordaran que nos encontrábamos allí sobre la base de que Jalil podría estar todavía en el país. En cuanto empezaran a creer que se había marchado, se volverían perezosos y descuidados y dejarían que los colegas del extranjero hicieran todo el trabajo. A veces uno tiene que ser un poco estrafalario para transmitir una idea. Eso es algo que a mí se me da muy bien.

De hecho, Koenig, que no era tonto, dijo:

– Gracias por su persuasiva argumentación, señor Corey. Creo que hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que tenga usted razón.

– De hecho, yo creo que el señor Corey tiene razón -dijo Kate. Me miró, y nuestros ojos se encontraron un instante.

Si nos hubiéramos acostado, me habría puesto rojo, pero ninguno de los presentes -expertos lectores de rostros todos ellos- pudieron detectar ni un gramo de complicidad poscoital. Vaya, creo que realmente hice lo que debía la noche anterior.

El capitán Stein rompió el silencio.

– ¿Hay algo que quiera compartir con nosotros? -le dijo a Edward Harris.

Harris sacudió la cabeza.

– He sido asignado recientemente a este caso, y no se me ha puesto al corriente aún -respondió-. Saben ustedes más que yo.

Todos pensamos lo mismo: «Y un carajo.» Pero nadie dijo nada.

Sin embargo, Harris se volvió hacia mí:

– El nombre de la mujer era Mina.

– Cierto. Lo tenía en la punta de la lengua.

Continuamos charlando diez o quince minutos más y luego Koenig miró su reloj.

– Y en último término -dijo-, pero no por ello menos importante, oigamos a Alan.

El agente especial Alan Parker se puso en pie. Es un poco bajito para su edad, salvo que realmente tenga trece años.

– Permítanme que les sea franco… -dijo.

Hubo un gemido general.

Alan pareció desconcertado, luego captó la idea y rió entre dientes.