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Jalil colgó el teléfono, y acudieron a su mente las palabras Yob vas. Se levantó y llevó las dos Glock al cuarto de baño. Se afeitó, se cepilló los dientes, utilizó el retrete y se duchó. Luego retocó el color gris del pelo y se lo peinó a raya, utilizando el secador del hotel.

Al igual que en Europa, en Estados Unidos había muchos lujos, muchas voces grabadas, colchones blandos, agua caliente con sólo abrir un grifo y habitaciones sin insectos ni roedores. Una civilización como aquélla no podía producir buenos soldados de infantería, pensó, y por eso era por lo que los americanos habían reinventado el arte militar. La guerra se limitaba ahora a pulsar botones. Bombas y misiles guiados por láser. Guerra cobarde, como la que habían practicado en su país.

El hombre a quien iba a ver hoy, Paul Grey, era un viejo ejecutor de cobardes bombardeos y ahora se había convertido en un experto en aquel juego de matanzas por control remoto, y también en un acomodado mercader de muerte. Pronto sería un muerto mercader de muerte.

Jalil entró en el cuarto de baño, se postró en el suelo de cara a La Meca y rezó sus oraciones de la mañana. Cuando hubo terminado las oraciones prescritas, rogó:

– Dios me dé hoy la vida de Paul Grey, y la vida de Paul Satherwaite mañana. Que Dios me ayude en mi misión y bendiga esta yihad con la victoria.

Se incorporó y se puso el chaleco antibalas, camisa y ropa interior limpias y un traje gris.

Abrió la guía telefónica de Jacksonville por la sección en que se le había dicho que mirase: «Aviones Chárter, servicios de alquiler.» Apuntó varios números de teléfono en un trozo de papel y se lo guardó en el bolsillo.

Por debajo de la puerta le habían deslizado un sobre que contenía su factura y una hoja de papel en la que se le informaba de que tenía el periódico al otro lado de la puerta. Atisbo por la mirilla y, al no ver a nadie, descorrió el pestillo y abrió la puerta. Había un periódico sobre la esterilla. Lo cogió y luego cerró la puerta y volvió a echar el cerrojo.

Se situó junto a la lámpara de mesa y miró la primera página. Allí, mirándolo, había dos fotografías suyas en color, una de frente y otra de perfil. El pie decía: «Se busca: Asad Jalil, libio, unos treinta años de edad, estatura 1,80, habla inglés, árabe, algo de francés, italiano y alemán. Armado y peligroso.»

Jalil llevó el periódico al cuarto de baño y lo sostuvo al lado izquierdo de su cara delante del espejo. Se puso las gafas bifocales y miró por la parte no graduada de los cristales. Fue desplazando los ojos de las fotografías a su rostro y viceversa. Adoptó diversas expresiones faciales; luego se apartó un paso del espejo y volvió ligeramente la cabeza a un lado para poder verse el perfil en el espejo de tamaño natural.

Dejó el periódico, cerró los ojos y creó mentalmente una imagen de sí mismo y de las fotografías. El único rasgo que destacaba en su mente era su nariz fina y ganchuda. En cierta ocasión se lo había mencionado a Boris.

– En Norteamérica hay muchos tipos raciales -le había dicho Boris-. En ciertas áreas urbanas, hay norteamericanos capaces de distinguir entre un vietnamita y un camboyano, por ejemplo, o entre un filipino y un mexicano. Pero cuando la persona es de la región mediterránea, entonces hasta el observador más astuto tropieza con dificultades. Tú podrías ser israelí, egipcio, siciliano, griego, sardo, maltes, español o quizá incluso libio.

Boris, que apestaba a vodka aquel día, había reído su propia gracia y añadió:

– El mar Mediterráneo comunicaba entre sí todo el mundo antiguo, no separaba a las personas, como hoy, y se follaba mucho antes de que llegasen Cristo y Mahoma. -Boris rió de nuevo y agregó-: Que la paz sea con ellos.

Jalil recordaba perfectamente que habría matado a Boris allí mismo y en el acto si Malik no hubiera estado presente. Malik estaba detrás de Boris y había sacudido la cabeza al tiempo que hacía un gesto de cortarse el cuello.

Boris no lo vio pero debió de darse cuenta de lo que Malik estaba haciendo, porque dijo:

– Oh, sí, he blasfemado otra vez. Que Alá, Mahoma, Jesús y Abraham me perdonen. Mi único dios es el vodka. Mis santos y mis profetas son los marcos alemanes, los francos suizos y los dólares. El único templo en que entro es la vagina de una mujer. Mi único sacramento es la jodienda. Que Dios me ayude.

Tras lo cual, Boris rompió a llorar como una mujer y salió de la estancia.

En otra ocasión, Boris le había dicho a Asad:

– Protégete del sol durante un mes antes de ir a Estados Unidos. Lávate la cara y las manos con jabón decolorante. En Norteamérica, cuanto más pálido, mejor. Además, cuando el sol te oscurece la piel se te vuelven más visibles las cicatrices que tienes en la cara. ¿Dónde te hiciste esas cicatrices?

Jalil respondió la verdad.

– Una mujer.

Boris se echó a reír y le dio una palmada a Jalil en la espalda.

– Vaya con mi santo amigo. Te acercaste a una mujer lo bastante como para que te arañase la cara. ¿Te la tiraste?

En un raro momento de sinceridad, porque Malik no estaba presente, Jalil respondió:

– Sí.

– ¿Y te arañó antes o después de tirártela?

– Después.

Boris se había dejado caer en una silla, riéndose de tal manera que apenas si podía hablar.

– No siempre te arañan la cara después de tirártelas -dijo finalmente-. Mira mi cara. Prueba otra vez. Puede que la próxima te vaya mejor.

Boris continuaba riéndose todavía cuando Jalil se le acercó y, poniéndole los labios junto al oído, le dijo:

– Después de que me arañase, la estrangulé con mis propias manos.

Boris había dejado de reír, y sus miradas se cruzaron.

– Estoy seguro de que lo hiciste -dijo Boris-. Estoy seguro.

Jalil abrió los ojos y se miró en el espejo del cuarto de baño del Sheraton Motor Inn. Las cicatrices que le había hecho Bahira no eran tan visibles, y su nariz ganchuda quizá no resultaba un rasgo tan característico ahora que llevaba gafas y bigote.

En cualquier caso, no tenía más remedio que seguir adelante, con la confianza de que Alá cegara a sus enemigos y de que sus enemigos se cegaran a sí mismos por su propia estupidez, y por la incapacidad americana para centrar la atención en algo durante más de unos segundos.

Jalil llevó de nuevo el periódico a la mesa y, todavía de pie, leyó la noticia de primera plana.

Su inglés hablado era bueno pero su capacidad para leer ese difícil idioma no lo era tanto. Las letras latinas lo desorientaban, la ortografía parecía carente de toda lógica, la fonética de las agrupaciones de letras, tales como «ght» y «ough» no proporcionaban ninguna pista sobre su pronunciación, y el lenguaje de los periodistas parecía no tener la menor relación con el lenguaje hablado.

Leyó trabajosamente el texto y logró entender que el gobierno norteamericano había admitido que se había producido un ataque terrorista. Se daban algunos detalles pero no -pensó Jalil-, los datos más interesantes ni los hechos más embarazosos.

Había toda una página con la relación de los trescientos siete pasajeros muertos, y una lista separada con los tripulantes. Entre todos aquellos nombres faltaba el de un pasajero llamado Yusef Haddad.

Los nombres de las personas a las que él había matado personalmente estaban recogidos bajo el título «Muertos en acto de servicio».

Jalil observó que sus acompañantes, a los que conocía solamente como Philip y Peter, se apellidaban Hundry y Gorman. Figuraban también como «Muertos en acto de servicio», al igual que un hombre y una mujer identificados como agentes federales, que Jalil ignoraba que estuviesen a bordo.