Jalil no había previsto aquello y tuvo que pensar rápidamente.
– Ya he apalabrado un coche para que me lleve al aeropuerto municipal -dijo finalmente-, y mi embajada ha contratado y pagado por anticipado un avión. En cualquier caso, tengo órdenes de no aceptar favores. Ya me entiende.
– Por supuesto que lo entiendo. Pero tiene que tomarse una cerveza fría cuando llegue aquí.
– Lo estoy deseando.
– Muy bien. Asegúrese de que el piloto tiene la información que necesita para aterrizar en Spruce Creek. Si hay algún problema, llámeme antes de despegar.
– Lo haré.
– Y cuando aterrice llámeme desde la estación de servicio y mantenimiento, en el centro del aeropuerto, y me acercaré con el cochecito de golf a recogerlo. ¿De acuerdo?
– Gracias. Como le dijo mi colega -añadió-, tengo que hacer la visita con total discreción.
– ¿Qué? Oh, sí. Claro. Estoy solo.
– Excelente.
– Le tengo preparada una demostración espléndida -dijo Paul Grey.
Yo también, capitán Grey.
– Estoy deseando verla.
Jalil colgó y montó en el Mercury. Programó el navegador por satélite para el aeropuerto municipal Craig y enfiló la carretera.
Tomó hacia el este desde el lado norte de Jacksonville, siguió las instrucciones del navegador y al cabo de veinte minutos llegaba a las proximidades del aeropuerto.
Como le dijeron en Trípoli, no había guardias en la puerta, y entró sin detenerse, siguiendo la carretera que conducía a los edificios situados en torno a la torre de control.
El sol relumbraba allí con fuerza, como en Libia, pensó, y la tierra era lisa y de una monotonía sólo interrumpida por algunos bosquecillos de pinos.
Los edificios eran, en su mayoría, hangares pero había una pequeña terminal y una agencia de coches de alquiler. Vio un letrero que decía «Guardia Aérea Nacional de Florida». Sonaba a algo militar y le produjo una cierta inquietud. No se había dado cuenta de que cada uno de los Estados tenía sus propias fuerzas militares. Pero pensó que quizá estaba interpretando equivocadamente el letrero. Boris le había dicho: «En Estados Unidos hay muchos letreros cuyo significado no entienden ni los propios norteamericanos. Si interpretas mal un rótulo y cometes una infracción, no te asustes, no intentes huir y no mates a nadie. Simplemente, discúlpate y explica que la señal no estaba clara, o que no la viste. Incluso la policía aceptará esa explicación. Los únicos letreros que los norteamericanos ven y entienden son los que dicen Venta, Gratis o Sexo. Una vez vi una señal de carretera en Arizona que decía "Sexo gratis. Velocidad máxima, cuarenta millas por hora." ¿Entiendes?»
Jalil no entendía, y Boris tuvo que explicárselo.
De todos modos, Jalil evitó la zona señalada como «Guardia Aérea Nacional» y pronto vio el gran cartel que decía: «Servicios Aéreos Alpha.»
Observó también que había muchas placas de matrícula de diferentes colores en el aparcamiento situado junto a la agencia de alquiler de coches, por lo que su placa de Nueva York no llamaba la atención.
Introdujo el Mercury en un espacio libre a poca distancia de donde necesitaba ir, cogió el maletín que contenía la segunda Glock y los cargadores de repuesto, bajó del coche, lo cerró con llave y echó a andar en dirección a Alpha.
Había mucha humedad, la luz era muy intensa, y comprendió que podría llevar gafas de sol, como hacía mucha gente. Pero en Trípoli le habían dicho que muchos norteamericanos consideraban una grosería llevar gafas de sol mientras se hablaba con otra persona. En el Sur, sin embargo, la policía llevaba gafas de sol cuando hablaba contigo, le había dicho Boris, y lo hacían adrede, no por grosería, sino como una demostración de poder y masculinidad. Jalil le había pedido a Boris que le aclarara eso, pero el propio Boris tuvo que admitir que no entendía los matices.
Jalil paseó la vista por el aeropuerto, protegiéndose los ojos con la mano. La mayoría de los aparatos que veía eran pequeños aviones de hélice de uno o dos motores y un buen número de reactores de tamaño medio, muchos de los cuales llevaban pintados los nombres de lo que parecían ser empresas.
Un pequeño avión estaba despegando en una pista, a lo lejos, y varios otros rodaban lentamente por las calzadas laterales. Había mucho ruido de motores a su alrededor, y en el aire inmóvil flotaba un fuerte olor a petróleo.
Asad Jalil se dirigió a la puerta de cristales de Servicios Aéreos Alpha, la abrió y entró. Una bocanada de aire helado le golpeó el rostro, haciéndole contener el aliento.
Al otro lado de un largo mostrador, una mujer corpulenta de mediana edad se levantó de la mesa y dijo:
– Buenos días. ¿Puedo ayudarlo en algo?
– Sí. Me llamo Demitrious Poulos, y he llamado…
– Sí, señor. Ha hablado conmigo. ¿Cómo quiere pagar este vuelo, señor?
– En metálico.
– Muy bien, ¿por qué no me da quinientos dólares ahora y arreglamos cuentas a la vuelta?
– Sí. -Jalil contó quinientos dólares, y la mujer le dio un recibo.
– Tome asiento, señor, y llamaré al piloto -dijo ella.
Jalil se sentó en la zona de recepción de la pequeña oficina. Había más silencio allí, pero el aire era demasiado frío.
La mujer estaba al teléfono. Jalil reparó en los dos periódicos que reposaban en la mesita baja que tenía delante. Uno era el Florida Times Union que había visto en el hotel. El otro se llamaba USA Today. Los dos mostraban en la primera página su fotografía en color. Cogió el USA Today y leyó el artículo, mirando al mismo tiempo a la mujer, cuya cabeza podía ver al otro lado del mostrador.
Estaba totalmente dispuesto a matarla a ella o al piloto, o a cualquiera en cuyos ojos o en cuya cara percibiese la menor señal de haberlo reconocido.
El artículo del USA Today era menos claro, si cabía, que el del otro periódico, aunque las palabras eran más sencillas. Había un pequeño mapa en color que mostraba la ruta seguida por el vuelo 175 de Trans-Continental desde París hasta Nueva York. Jalil se preguntó por qué era aquello importante o necesario.
Pocos minutos después se abrió una puerta lateral y entró en la oficina una mujer esbelta de unos veintitantos años. Llevaba un pantalón caqui, una camisa cerrada y unas gafas de sol. Tenía el pelo rubio y corto, y al principio Jalil creyó que era un chico; luego se dio cuenta de su error. De hecho, no carecía de atractivo.
La mujer se dirigió hacia él.
– ¿Señor Poulos?
– Sí. -Jalil se puso en pie, dobló el periódico de modo que su foto no quedara a la vista y lo dejó sobre el otro periódico.
La mujer se quitó las gafas de sol, y se miraron a los ojos.
La mujer sonrió, salvando con ello su propia vida y la vida de la mujer del otro lado del mostrador.
– Hola. Soy Stacy Moll -le dijo-. Hoy seré su piloto.
Jalil quedó sin habla un momento, luego inclinó la cabeza y advirtió que la mujer tenía la mano extendida hacia él. Se la estrechó, esperando que ella no viera el rubor que sentía en la cara.
Ella le soltó la mano.
– ¿Tiene algún equipaje, aparte de ese maletín? -le preguntó.
– No. Eso es todo.
– Muy bien. ¿Tiene que utilizar el lavabo?
– Oh… no…
– Bien. ¿Fuma usted?
– No.
– Entonces necesito atizarme una dosis antes. -Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo superior y encendió uno con una cerilla de madera-. Será sólo un minuto. ¿Quiere una chocolatina o algo? -Dio una calada mientras hablaba-. ¿Gafas de sol? Tenemos varias ahí. Vienen bien cuando se está volando.
Jalil volvió la vista hacia el mostrador y vio una serie de gafas de sol en una vitrina. Las examinó y cogió un par, cuya etiqueta indicaba 24,95 dólares. Jalil no podía entender la forma que tenían los americanos de fijar los precios, a los que siempre les faltaban unos pocos centavos para hacer una cantidad redonda en dólares. Se quitó las gafas bifocales, se puso las de sol y se miró en el espejito sujeto a la vitrina. Sonrió.