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– Sí, me llevaré éstas.

– Deme veinticinco, y cuidaré de Florida en su nombre -dijo la mujer del mostrador.

Jalil no tenía ni idea de qué estaba hablando pero sacó de la cartera dos billetes de veinte dólares y se los dio.

– Déjeme las gafas para quitarles la etiqueta -le dijo ella después de devolverle el cambio.

Él titubeó, pero no vio cómo podría negarse. Se quitó las gafas pero ella no lo miró mientras cortaba el hilo de plástico que sujetaba la etiqueta del precio. Se las devolvió, y él se las puso rápidamente, sin dejar de mirarla a la cara.

– Bueno, ya he tomado mi dosis -dijo la piloto.

Jalil se volvió hacia ella y vio que había cogido su maletín.

– Yo llevaré eso -dijo.

– Ni hablar. Es mi trabajo. Usted es el cliente. ¿Listo?

A Jalil le habían dicho que tenían que presentar un plan de vuelo, pero la piloto ya estaba en la puerta. Echó a andar hacia ella.

– Que tenga un buen vuelo -le deseó la mujer del mostrador.

– Gracias. Que tenga un buen día.

La piloto sostuvo abierta la puerta para que pasara, y salieron al calor y a la brillante luz del exterior. Las gafas de sol le facilitaban la visión.

– Sígame -dijo ella.

Caminó detrás de la piloto en dirección a un pequeño avión estacionado cerca de la oficina.

– ¿De dónde es usted? -preguntó ella-. ¿De Rusia?

– De Grecia.

– ¿Sí? Creía que Demitrious era ruso.

– Demitri es ruso. Demitrious es griego.

– No parece usted ruso.

– No. Poulos, de Atenas.

– ¿Ha llegado en avión a Jacksonville?

– Sí, al aeropuerto internacional de Jacksonville.

– ¿Directo desde Atenas?

– No. Desde Atenas a Washington.

– Ya. Oiga, ¿no tiene calor con ese traje? Quítese la corbata y la chaqueta.

– Estoy bien así. Hace mucho más calor en el sitio de donde vengo.

– ¿En serio?

– Déjeme llevar el maletín.

– No se preocupe.

Llegaron hasta el avión, y la mujer preguntó:

– ¿Necesita el maletín o lo pongo en el compartimento de pasajeros?

– Lo necesito. -Y añadió-: Hay delicadas terracotas en su interior…

– ¿Qué ha dicho que hay?

– Jarrones antiguos. Soy comerciante de antigüedades.

– ¿De veras? Muy bien, procuraré no sentarme encima. -Se echó a reír y depositó suavemente el maletín sobre el asfalto.

Jalil miró la avioneta azul y blanca.

– Bueno, para su información -dijo Stacy Moll-, éste es un Piper Cherokee. Lo utilizo principalmente para dar clases de vuelo pero también hago cortos vuelos chárter con él. Oiga, ¿le importa tener como piloto a una mujer?

– No, estoy seguro de que es usted competente.

– Soy más que competente. Soy magnífica.

Él asintió con la cabeza pero notó que volvía a ruborizarse. Se preguntó si habría una forma de matar a aquella desvergonzada mujer sin poner en peligro sus planes futuros. Malik le había dicho: «Tal vez tengas deseo de matar, más que necesidad de hacerlo. Recuerda, el león no tiene deseo de matar, sólo necesidad de matar. Con cada muerte hay un riesgo. Con cada riesgo, el peligro aumenta. Mata a quien debas pero nunca mates por diversión ni por ira.»

– Eh, le sientan bien las gafas de sol -le dijo la mujer.

Él movió la cabeza.

– Gracias.

– El avión está listo para despegar. Le he hecho una revisión completa. ¿Vamos?

– Vamos.

– ¿Le pone nervioso volar?

Jalil sintió el impulso de decirle que había llegado a Estados Unidos en un avión con dos pilotos muertos, pero se limitó a observar:

– He volado bastante.

– Estupendo. -Saltó al ala derecha, abrió la puerta del Pi-per y extendió la mano-. Deme el maletín.

Se lo entregó, y ella lo colocó en el asiento posterior. Luego extendió la mano hacia él y dijo:

– Ponga el pie izquierdo en ese escalón y agárrese al asidero del fuselaje. -Señaló una especie de asa que sobresalía por encima de la ventanilla derecha-. Tengo que entrar yo primero… ésta es la única puerta, luego pase usted detrás de mí. -Se introdujo en el avión.

Jalil subió al ala, como ella le había dicho, y luego se acomodó en el asiento delantero derecho. Se volvió y la miró. Sus rostros estaban a sólo unos centímetros de distancia, y ella le sonrió.

– ¿Está cómodo?

– Sí.

Se volvió a medias, cogió el maletín y se lo puso sobre las rodillas.

Ella se sujetó el cinturón y le dijo que hiciera lo mismo. Jalil consiguió sujetárselo sin soltar el maletín.

– ¿Quiere llevar encima su maletín?

– Sólo hasta que hayamos despegado.

– ¿Necesita una píldora o algo?

Necesito estar cerca de mis armas hasta que hayamos salido sanos y salvos de aquí.

– Los jarrones son delicados. Permítame una pregunta… ¿No tenemos que presentar un plan de vuelo? ¿O ya se ha presentado?

Ella señaló hacia afuera por la ventanilla.

– El cielo está completamente despejado -respondió-. No necesitamos plan de vuelo.

Le entregó un casco de auriculares con micrófono, y él se lo puso. Ella se ajustó también el suyo.

– Llamando a Demitrious. ¿Qué tal me oye, Demitrious?

Él carraspeó.

– La oigo bien.

– Yo también. Esto es mejor que andar gritando por encima del ruido del motor. Oiga, ¿puedo llamarlo Demitrious?

– Sí.

– Yo soy Stacy.

– Sí.

Stacy se colocó las gafas de sol, puso en marcha el motor, y el avión empezó a rodar.

– Hoy vamos a utilizar la pista Catorce. Cielo despejado durante todo el trayecto hasta Daytona Beach, sin turbulencias conocidas, buen viento sur y el mejor piloto de toda Florida a los mandos.

Él asintió con la cabeza.

Stacy se detuvo al extremo de la pista Catorce, extendió el brazo por delante de Jalil para cerrar la portezuela y echar el seguro, hizo una comprobación del motor y luego dijo por radio:

– Piper Uno-Cinco Whisky, listo para despegar.

– Despegue autorizado, Uno-Cinco Whisky -respondió la torre de control.

Stacy Moll aceleró el motor, soltó el freno, y comenzaron a rodar por la pista. A los veinte segundos, el avión se elevó y comenzó a ganar altura.

Hizo girar el Piper treinta grados a la derecha, en un rumbo de ciento setenta grados, casi en dirección sur, y luego pulsó varios botones del panel, al tiempo que explicaba a Jaliclass="underline"

– Esto es la radio de navegación mediante el satélite de po-sicionamiento global. ¿Sabe cómo funciona?

– Sí. Tengo uno en mi coche. En Grecia.

Ella se echó a reír.

– Estupendo. Queda a su cargo el GPS, Demitrious.

– ¿Sí?

– Era broma. Oiga, ¿quiere que cierre el pico o prefiere compañía?

– Me encantaría tener compañía -se encontró diciendo a sí mismo.

– Estupendo. Pero si hablo demasiado, dígamelo.

Él asintió con la cabeza.

– Nuestro tiempo de vuelo hasta el aeropuerto de Daytona Beach es de entre cuarenta y cincuenta minutos -dijo ella-. Quizá menos.

– En realidad no es al aeropuerto de Daytona Beach adonde quiero ir.

Ella lo miró.

– ¿Adonde quiere ir exactamente?

– Es un sitio llamado Spruce Creek. ¿Lo conoce?

– Desde luego. Una comunidad muy selecta y elegante. Re-programaré el sistema. -Pulsó varios botones de la consola.

– Lamento haber dado lugar a confusión.

– No hay ningún problema. Resulta más fácil ir allí que al aeropuerto grande, especialmente en un día tan radiante como hoy.