– Atento -dijo Grey.
Desapareció el horizonte, y volvió a verse el cielo azul al elevarse en el aire el reactor simulado. En la carlinga, una pantalla de radar llenó ahora la zona visual derecha, y Grey dijo con rapidez:
– Esto es lo que absorbería ahora la atención del piloto. ¿Ve la imagen de radar del puente? El ordenador la ha aislado completamente del resto de elementos del paisaje. ¿Ve la retícula del visor? Ya. Lanzamiento… una, dos, tres, cuatro…
La pantalla situada delante de Jalil mostró una vista aérea en primer plano del puente simulado con la columna blindada cruzándolo. Cuatro enormes explosiones brotaron, ensordecedoras, de los altavoces, al tiempo que el puente y los vehículos se desintegraban en una bola de fuego. El puente empezó a desplomarse, y unos cuantos vehículos cayeron al vacío. Luego, la simulación se detuvo.
– No quería programar más detalles de sangre y destrucción -declaró Grey-. No quiero que se me acuse de disfrutar con estas cosas.
– Pero debe de proporcionarle cierto placer.
Paul Grey no respondió.
La pantalla quedó en blanco, y la sala, a oscuras.
Los dos hombres permanecieron unos instantes sentados en la oscuridad. Luego Grey dijo:
– La mayoría de los programas no muestran detalles tan gráficos. Generalmente se limitan a comunicar al piloto el número de bombas que han alcanzado el blanco y los daños resultantes. Lo cierto, coronel, es que la guerra no me proporciona ningún placer.
– No estaba en mi ánimo ofenderle.
Aumentó levemente la intensidad de las luces, y Paul Grey volvió la cabeza hacia su visitante.
– ¿Puede mostrarme algún tipo de credencial?
– Desde luego. Pero primero pasemos a los asientos de realidad virtual y destruyamos un objetivo real con mujeres y niños. Quizá… bueno, ¿tiene, por ejemplo, un objetivo libio? ¿Al Azziziyah, concretamente?
Paul Grey se puso en pie e inspiró profundamente.
– ¿Quién diablos es usted?
Asad Jalil se levantó también, con la botella de agua en una mano y la otra mano en el bolsillo de la chaqueta.
– Yo soy, como dijo Dios a Moisés, el que soy. Yo soy el que soy. Qué extraordinaria respuesta a una pregunta estúpida. ¿Quién más podía haber sido, sino Dios? Pero supongo que Moisés no era estúpido, simplemente estaba nervioso. Un hombre nervioso dice: «¿Quién eres?», cuando lo que realmente quiere decir es o bien «espero que seas quien creo que eres» o bien «espero que no seas quien creo que eres». De modo que, ¿quién cree usted que soy, si no soy el coronel Itzak Hurok, de la embajada israelí?
Paul Grey no respondió.
– Le daré una pista. Míreme sin las gafas de sol. Imagíneme sin el bigote. ¿Quién soy?
Paul Grey meneó la cabeza.
– No se haga el idiota, capitán. Usted sabe quién soy.
Paul Grey meneó de nuevo la cabeza pero esta vez retrocedió un paso, fijando la vista en la mano que su visitante tenía en el bolsillo.
– Nuestras vidas sé cruzaron una vez -dijo Jalil-, el 15 de abril de 1986. Usted era teniente y se hallaba a los mandos de un avión de ataque F-l 11 procedente de la base aérea de Lakenheath y con nombre en clave Elton treinta y ocho. Yo era un chico de dieciséis años y vivía plácidamente con mi madre, dos hermanos y dos hermanas en un lugar llamado Al Azziziyah. Todos ellos murieron aquella noche. Ahora ya sabe quién soy. Y ¿por qué cree que estoy aquí?
Paul Grey carraspeó.
– Si es usted militar, sabe lo que es la guerra y sabe que es preciso obedecer las órdenes…
– Cállese. Yo no soy militar pero soy un luchador islámico por la libertad. De hecho, fueron usted y sus colegas asesinos quienes hicieron de mí lo que soy. Y ahora he venido a su hermoso hogar para vengar a los pobres mártires de Al Azziziyah y a toda Libia. -Sacó la pistola del bolsillo y apuntó a Grey.
Los ojos de Paul Grey escrutaron la sala, buscando una forma de escapar.
– Míreme, capitán Grey -dijo Jalil-. Míreme a mí. Yo soy la realidad. No su estúpida y exangüe realidad virtual. Yo soy la realidad en carne y hueso. Yo reacciono.
Los ojos de Paul Grey volvieron a posarse en Jalil. Éste continuó:
– Me llamo Asad Jalil, y puede llevarse ese conocimiento consigo al infierno.
– Escuche… señor Jalil… -Lo miró fijamente, y a sus ojos asomó una chispa de comprensión.
– Sí -dijo Jalil-, yo soy ese Asad Jalil que llegó en el vuelo Uno-Siete-Cinco. El hombre que su gobierno está buscando. Deberían haber buscado aquí, o en casa del difunto general Waycliff y su difunta esposa.
– Oh, Dios mío…
– O en casa del señor Satherwaite, a quien visitaré a continuación, o en la del señor Wiggins, o del señor McCoy, o del coronel Callum. Pero me alegra ver que ni usted ni ellos han llegado a tales conclusiones.
– ¿Cómo sabía usted…?
– Todos los secretos están en venta. Sus compatriotas de Washington lo delataron por dinero.
– No.
– ¿No? Entonces quizá fue el difunto coronel Hambrecht, su compañero de escuadrilla, quien lo vendió.
– Usted… no… no…
– Sí, yo lo maté. Con un hacha. Usted no sufrirá tanto dolor físico como él, sólo dolor mental mientras permanece ahí, contemplando sus pecados y su castigo.
Paul Grey no respondió.
– Le tiemblan las rodillas, capitán. Puede descargar la vejiga si lo desea. No me ofenderé.
Paul Grey inspiró profundamente.
– Escuche, su información está equivocada -dijo finalmente-. Yo no participé en aquella misión. Yo… ;
– Oh. Entonces perdone. Me voy.
Sonrió y luego inclinó la botella de agua y la vació sobre la alfombra.
Paul Grey miró el agua que salpicaba en el suelo y volvió a posar los ojos en Asad Jalil, con expresión de desconcierto.
Jalil tenía la Glock junto al cuerpo, con el cañón metido en el cuello de la botella de plástico.
Grey vio el fondo de la botella apuntando hacia él, advirtió luego que Jalil sostenía la pistola introducida en ella y comprendió lo que aquello significaba. Extendió las manos en ademán protector.
– ¡No!
Jalil hizo un solo disparo a través de la botella, que alcanzó a Paul Grey en el abdomen.
Grey se dobló sobre sí mismo y retrocedió tambaleándose hasta caer de rodillas. Se agarraba el abdomen con las dos manos, tratando de contener el chorro de sangre. Luego bajó la vista y vio que la sangre se le escurría entre los dedos. Miró a Jalil, que avanzaba hacia él.
– Basta… no…
Jalil apuntó la Glock con el improvisado silenciador y dijo:
– No puedo dedicarle más tiempo. Es usted completamente estúpido.
Disparó a Grey en la frente, lo cual provocó la salida de masa cerebral por la parte posterior de la cabeza. Se volvió antes de que Paul Grey cayera al suelo y recogió los dos casquillos al tiempo que oía el golpe del cuerpo sobre la alfombra.
Se dirigió a una caja fuerte abierta situada entre dos de las pantallas. Encontró en su interior un montoncito de disquetes de ordenador y se los guardó en el maletín. Luego, extrajo el disquete del ordenador que Paul Grey había estado usando.
– Gracias por la demostración, señor Grey -dijo-. Pero en mi país la guerra no es un videojuego.
Paseó la vista por la sala y vio la agenda de Paul Grey sobre la mesa. Estaba abierta por la página correspondiente a aquel día, y la anotación decía: «Cor. H. 9.30.» Pasó las hojas hasta el 15 de abril y leyó: «Conf. tel. Escuadrilla. Mañana.» Cerró la agenda y la dejó sobre la mesa. Que la policía se pregunte quién es este coronel H. y que crea que ese misterioso coronel ha robado secretos militares a su víctima.
Asad Jalil examinó el fichero giratorio de tarjetas y extrajo las correspondientes a los demás miembros de la escuadrilla, Callum, McCoy, Satherwaite y Wiggins. En cada una de ellas figuraban direcciones, números de teléfono y anotaciones sobre esposas e hijos.