Jalil cogió también la tarjeta del general Terrance y señora Gail Waycliff, antes de Washington, D. C, y ahora residentes en el infierno.
Encontró igualmente la tarjeta de Steven Cox y vio que llevaba en letras rojas la mención «M. E. C», que sabía que significaba muerto en combate. En la tarjeta figuraba el nombre de una mujer, «Linda», y la nota «Vuelta a casar con Charles Dwyer», seguida de una dirección y un número telefónico.
La tarjeta de William Hambrecht contenía una dirección en Inglaterra que había sido tachada y sustituida por una dirección en un lugar llamado Ann Arbor, Michigan, y la anotación «Fallecido» seguida por la fecha en que Jalil lo había matado. Había otro nombre de mujer, «Rose», y los nombres de dos hembras más y un varón con la palabra «Hijos».
Asad Jalil se guardó en el bolsillo todas las tarjetas, pensando que algún día podría hacer uso de aquella información. Le agradaba que Paul Grey llevase tan meticulosamente sus archivos.
Se puso la botella de plástico bajo el brazo y sostuvo la pistola con la otra mano. Se colgó el maletín del hombro y abrió la puerta corrediza. Se oía una aspiradora funcionando en alguna parte. Cerró la puerta y caminó en la dirección del sonido.
Encontró a la mujer de la limpieza en el cuarto de estar, de espaldas a él, y ella no lo oyó acercarse. La aspiradora era muy ruidosa, y de alguna parte llegaba también sonido de música, así que no se molestó en utilizar la botella de plástico, sino que se limitó a ponerle la pistola junto a la nuca mientras la mujer movía la aspiradora a un lado y a otro. Oyó ahora que estaba cantando mientras trabajaba. Apretó el gatillo y ella se desplomó hacia adelante y cayó sobre la alfombra, volcando la aspiradora.
Jalil se guardó la Glock en el bolsillo, metió la botella de plástico en el maletín, enderezó la aspiradora, pero dejando que siguiera funcionando, y recogió el casquillo. Regresó a la cocina y salió por la puerta trasera.
Se puso las gafas de sol y recorrió a la inversa el camino que había seguido antes, por delante de la piscina, cruzando el recinto cercado, a lo largo del sendero entre matorrales, hasta llegar al área abierta del hangar. Observó que el avión en que había llegado estaba de nuevo orientado hacia la calzada.
No vio a su piloto y se dirigió rápidamente al hangar. Miró en el interior pero no vio a nadie. Luego oyó voces que llegaban desde el entrepiso.
Fue hacia la escalera, y se dio cuenta de que las voces procedían de un televisor o de una radio. Había olvidado el nombre de la mujer, así que llamó:
– ¡Hola! ¡Hola!
Cesaron las voces, y Stacy Moll se asomó por la media pared del sobrado y miró hacia abajo.
– ¿Ha terminado?
– He terminado.
– Bajo ahora mismo.
Desapareció, reapareció luego en la escalera y descendió a la planta baja del hangar.
– ¿Listo para partir? -preguntó.
– Sí. Listo.
Salió del hangar, y Jalil la siguió.
– Se podría comer en el suelo de ese hangar -dijo ella-. Ese tío es un retentivo anal. Quizá sea gay. ¿Cree usted que es gay?
– ¿Perdón?
– Déjelo. -Se dirigió hacia el costado derecho del Piper, y él la siguió-. ¿Ha comprado los jarrones?
– Sí.
– Estupendo. Eh, yo quería verlos. ¿Los ha comprado todos?
– Sí.
– Lástima. Bueno, me alegro por usted. ¿Le ha sacado el precio que quería?
– Sí.
– Genial.
Se encaramó al ala y alargó el brazo para coger el maletín de Jalil. Éste se lo tendió.
– No parece mucho más ligero -dijo ella.
– Me ha dado varias botellas de agua para el viaje de vuelta.
Ella abrió la portezuela, puso el maletín en el asiento trasero y dijo:
– Espero que le haya pagado en metálico.
– Desde luego.
Entró en el aparato y se deslizó al asiento izquierdo. Jalil la siguió, se sentó en el asiento derecho de la pequeña carlinga y se sujetó el cinturón. Aun con la portezuela abierta, hacía mucho calor en la carlinga, y Jalil notó que se le estaba cubriendo de sudor la cara.
Ella encendió el motor, salió de la explanada de cemento y enfiló la calzada. Se puso el casco de los auriculares e indicó a Jalil que hiciera lo mismo.
Él no quería escuchar por más tiempo a aquella mujer pero hizo lo que le indicaba. Le llegó su voz por los auriculares:
– He cogido una coca-cola y he dejado un dólar en el frigo. ¿Se lo ha dicho?
– Sí.
– Cuestión de protocolo, ¿comprende? Hay mucho protocolo en la aviación. Uno puede tomar prestado lo que necesite sin tener que pedirlo pero debe dejar una nota. Puede coger una coca-cola pero debe dejar un dólar. ¿A qué se dedica ese Grey?
– A nada.
– ¿De dónde saca su dinero?
– Eso no es asunto mío.
– Claro. Ni mío tampoco.
Continuaron rodando hacia el aeródromo, y, al llegar, Stacy Moll levantó la vista hacia el cataviento y luego llevó el avión hasta la cabecera de la pista Veintitrés. A continuación pasó el brazo por delante de Jalil, cerró y aseguró la puerta.
Comunicó por radio con otro avión, comprobó visualmente el estado del firmamento y aceleró. Soltó el freno, y avanzaron por la pista.
El Piper se elevó en el aire, y, al llegar a los 150 metros de altura, empezó a virar hacia el norte, en dirección de nuevo al aeropuerto municipal de Jacksonville.
Continuaron en vuelo horizontal durante unos minutos y reanudaron luego el ascenso. El Piper se estabilizó en una altitud de crucero de mil metros y una velocidad de 140 nudos.
– Tiempo de vuelo hasta Craig, treinta y ocho minutos más -anunció Stacy Moll.
Jalil no respondió.
Volaron un rato en silencio, luego ella preguntó:
– ¿Adónde va después?
– Tengo un vuelo a Washington a primera hora de la tarde y luego regreso a Atenas.
– ¿Ha hecho todo el camino hasta aquí sólo para esto?
– Sí.
– Caray. Espero que haya valido la pena.
– La ha valido.
– Quizá yo deba meterme también en ese negocio de jarrones griegos.
– Tiene un cierto grado de riesgo.
– ¿Sí? Oh, como… ¿corrió que está prohibido sacar esos jarrones de su país?
– Sería mejor que no hablara usted de este vuelo con nadie. Yo ya he hablado demasiado.
– Pondré punto en boca.
– ¿Perdón?
– Mis labios están sellados. /
– Sí. Muy bien. Volveré dentro de una semana. Me gustaría volver a contratar sus servicios.
– Claro. La próxima vez quédese más tiempo y podemos tomar una copa.
– Me agradaría.
Permanecieron en silencio durante los diez minutos siguientes, y luego ella dijo:
– La próxima vez, llámeme desde el aeropuerto, y alguien pasará a recogerlo. No necesita tomar un taxi.
– Gracias.
– De hecho, si quiere, yo puedo llevarlo al aeropuerto.
– Muy amable por su parte.
– No hay ningún problema. Mándeme un fax o llámeme un día o dos antes de venir, y seguro que estoy disponible. O haga la reserva cuando volvamos a la oficina.
– Lo haré.
– Estupendo. Aquí tiene mi tarjeta. -Sacó una tarjeta de su bolsillo superior y se la dio.
Ella continuó hablando a su pasajero mientras volaban, y él iba dando las respuestas oportunas.
Al comenzar el descenso, él preguntó:
– ¿Se puso en contacto con su amigo en Spruce Creek?
– Verá… Pensé en llamarlo y decirle que estaba a un par de manzanas de distancia… pero luego me dije: Que le den morcilla. No merece que lo llame. Algún día haré un vuelo rasante sobre su casa y le echaré un caimán vivo en la piscina. -Rió-. Conozco un tipo que le hizo eso una vez a su ex novia, pero el bicho cayó en el tejado y murió del impacto. Un caimán desperdiciado.