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Montó, puso el motor en marcha y abrió las ventanillas.

Salió del aeropuerto municipal y programó su navegador por satélite para Moncks Corner, Carolina del Sur.

Ahora le haré una visita largo tiempo demorada al teniente William Satherwaite, que me está esperando, pero que no espera morir hoy.

CAPÍTULO 38

A media tarde del lunes trasladé mis cosas al centro de mando provisional, donde me instalé junto con unos cuarenta hombres y mujeres más.

El CMP se halla situado en la gran sala de reuniones que me recordaba la sala del Club Conquistador. En ella había una gran actividad, sonaban los teléfonos, funcionaban los fax, estaban encendidas todas las terminales de ordenador. Yo no estoy lo que se dice familiarizado con las nuevas tecnologías, y mi idea de ellas se circunscribe a Una linterna y un teléfono. Bien, el caso es que Kate y yo teníamos mesas situadas frente a frente en un pequeño cubículo de paredes que llegaban a la altura del pecho, lo cual resultaba acogedor pero también un tanto embarazoso.

De modo que me encontraba instalado y estaba leyendo un montón de informes y transcripciones de interrogatorios, además de la basura que me habían dado en Washington el día anterior. No es ésta la idea que yo tengo de lo que es trabajar en un caso, pero no podía hacer mucho más por el momento. Quiero decir que en un caso normal de homicidio yo estaría en la calle, o en la morgue, o acosando al forense o a sus ayudantes y, en general, haciéndoles la vida imposible a muchas personas para que la mía pudiera ser mejor.

– ¿Has visto esta nota sobre funerales? -me preguntó Kate, levantando la vista de la mesa.

– No.

Miró la hoja que tenía en la mano y me leyó las disposiciones tomadas. Nick Monti estaba siendo velado en un tanatorio de Queens, y su funeral se celebraría el martes. Phil Hundry y Peter Gorman serían enviados a sus ciudades natales, fuera del Estado. Meg Collins, la agente de servicio, iba a ser velada en Nueva Jersey y enterrada el miércoles. Las disposiciones referentes a Andy McGill y Nancy Tate se harían públicas más adelante, y yo supuse que el retraso se debía a la intervención del forense.

He asistido a casi todos los velatorios, entierros y servicios fúnebres de todos con los que he trabajado alguna vez, y jamás me he perdido uno en el que ^a persona hubiera muerto en acto de servicio. Pero ahora no tenía tiempo para los fallecidos.

– Voy a prescindir de velatorios y entierros -le dije a Kate.

Ella meneó la cabeza pero no dijo nada.

Seguimos leyendo, contestando unas cuantas llamadas telefónicas y examinando varios fax. Yo conseguí acceder a mi correo electrónico pero, aparte de algo llamado «Los chistes del lunes», no había nada interesante. Tomábamos café, intercambiábamos ideas y teorías con las personas que nos rodeaban y, en general, permanecíamos ociosos, esperando algo.

La gente que iba entrando en la sala nos miraba a Kate y a mí. Supongo que éramos una especie de pequeñas celebridades en nuestra condición de únicos testigos presenciales del mayor asesinato en masa en toda la historia del país. Testigos presenciales vivos, debería decir.

Jack Koenig entró en la sala y se acercó a nosotros. Se sentó de tal modo que quedó por debajo del tabique separador del cubículo.

– Acabo de recibir de Langley una comunicación de alto secreto -dijo-. A las 18.13 h, hora alemana, un hombre que responde a la descripción de Asad Jalil mató a tiros a un banquero norteamericano en Frankfurt. El pistolero huyó. Pero los cuatro testigos presenciales del hecho lo describieron como persona de aspecto árabe, así que la policía alemana les enseñó la foto de Jalil, y todos lo identificaron.

Por decirlo suavemente, quedé estupefacto. Veía toda mi carrera arrojada por el retrete. Había cometido un error de cálculo, y cuando eso ocurre uno tiene que preguntarse si no habrá perdido todo lo que poseía, fuera lo que fuese.

Miré a Kate y vi que también ella estaba sorprendida. Realmente había creído que Jalil continuaba en los Estados Unidos.

Mis pensamientos volaron más allá de mi dimisión y de mi fiesta de despedida con escasa asistencia. Era una mala forma de terminar. Uno no se recupera profesionalmente fracasando en el caso más importante del mundo. Me puse en pie y le dije a Jack:

– Bueno… ya está… supongo que… quiero decir…

Por primera vez en mi vida me sentía como un perdedor, como un fanfarrón totalmente incompetente, un idiota y un necio.

– Siéntese -dijo suavemente Jack.

– No, me voy de aquí. Lo siento, amigos.

Cogí mi chaqueta y salí al largo corredor, con la mente en blanco y caminando por inercia, como si se tratara de una experiencia extracorporal, como cuando me estaba desangrando en la ambulancia.

Ni siquiera recordaba haber llegado al ascensor, pero allí estaba, esperando a que se abrieran las puertas. Para empeorar las cosas, había perdido un total de treinta dólares, que me había ganado la CÍA.

De pronto, vi que Kate y Jack estaban a mi lado.

– Escuche -dijo Jack-. No se le ocurra decir a nadie una sola palabra de esto.

Yo no podía entender de qué estaba hablando.

– La identificación no es segura -prosiguió-. Así que necesitamos que todo el mundo siga trabajando en este caso como si Jalil continuara aquí. ¿Entendido? Sólo un puñado de personas tienen noticia de esta historia de Frankfurt. Pensé que era mi obligación decírselo a usted, pero ni siquiera Stein está enterado. ¿John? Tiene que guardar esto en secreto.

Asentí con la cabeza.

– Y no puede hacer nada que despierte sospechas. En otras palabras, no puede dimitir.

– Sí puedo.

– No puedes hacer eso, John -intervino Kate-. Tienes que prestar este último servicio. Tienes que continuar como si no hubiera pasado nada.

– No puedo. No sé fingir. ¿Para qué serviría?

– Para no destruir la moral y el entusiasmo de todo el mundo. Mire, no sabemos si ese tipo de Frankfurt era realmente Jalil. -Trató de bromear-: ¿Por qué habría de ir Drácula a Alemania?

Yo no quería que me recordaran mi estúpida analogía de Drácula, pero intenté despejarme la cabeza y pensar racionalmente.

– Quizá era una treta -dije finalmente-. Un doble.

Koenig asintió.

– Exacto. No lo sabemos.

Llegó el ascensor, se abrieron las puertas, pero no entré. De hecho, me di cuenta de que Kate me estaba agarrando del brazo.

– Les ofrezco a los dos la oportunidad de volar esta noche a Frankfurt y reunirse con el equipo norteamericano destacado allí, gente del FBI, la CÍA y de la policía y los servicios secretos alemanes -dijo Koenig-. Creo que deberían ir. -Y añadió-: Yo les acompañaría durante uno o dos días.

No respondí.

– Creo que debemos ir -dijo Kate finalmente-. ¿John?

– Sí… supongo… mejor que estar aquí…

– A las ocho y diez de la tarde sale del JFK un avión de Lufthansa con destino a Frankfurt -indicó Koenig después de consultar su reloj-. Llega mañana por la mañana. Ted nos recibirá en…

– ¿Nash? ¿Nash está allí? Creía que estaba en París.

– Supongo que estaba. Pero en estos momentos se dirige a Frankfurt.

Asentí. Me olía algo raro. /

– Bien -dijo Koenig-, terminemos con esto, y quedamos para no más tarde de las siete en el JFK. Lufthansa, vuelo de las ocho y diez a Frankfurt. Los billetes nos estarán esperando. Preparen equipaje para una larga estancia.

Se volvió y echó a andar de nuevo en dirección al CMP.

Kate permaneció allí unos momentos.

– John, lo que me gusta de ti es tu optimismo -dijo-. No dejas que nada te desmoralice. Ves los problemas como un desafío, no como un…

– No necesito que me den ánimos.