– Mantenlo vigilado las veinticuatro horas del día, así como a su hermana y a toda su familia -le dije, una vez en el pasillo.
– Hecho.
– Asegúrate de que nadie lo ve salir de este edificio.
– Siempre lo hacemos.
– Bien. Y envía varios agentes a One Pólice Plaza para ver si hay más taxistas muertos por ahí.
– Ya lo he hecho. Lo están comprobando.
– Perfecto. ¿Estoy insultando a tu inteligencia?
– Sólo un poco.
Sonreí por primera vez en lo que iba de día.
– Gracias por esto -le dije-. Estoy en deuda contigo.
– Muy bien. ¿Y qué opinas?
– Sigo creyendo lo mismo de siempre. Jalil se encuentra en Norteamérica y no está escondido. Se está moviendo y llevando a cabo una misión.
– Es lo que yo creo. ¿Cuál es la misión?
– Ni idea, Gabe. Piensa en ello. Oye, ¿tú eres libio?
– No, no hay muchos libios aquí. Libia es un país pequeño y tiene sólo una pequeña comunidad de inmigrantes en Estados Unidos. En realidad, soy palestino -añadió.
– ¿No te resulta un poco embarazoso? ¿Violento? -pregunté, casi sin pensarlo.
Se encogió de hombros.
– Generalmente, no. Soy estadounidense. Segunda generación. Mi hija lleva shorts, se maquilla, me levanta la voz y sale con judíos.
Sonreí. Luego lo miré y le pregunté:
– ¿Has recibido alguna vez amenazas de alguien?
– De vez en cuando. Pero saben que no es una buena idea atacar a un policía que tiene la condición de agente federal.
Antes del sábado, yo habría estado de acuerdo con él.
– Bien, pidamos a la policía de Nueva York y a los suburbanos que empiecen a revisar los libros de todas las agencias de alquiler de coches en busca de nombres que suenen a árabe -dije-. Es remota la posibilidad de que encuentren algo, y llevará una semana o más, pero, por lo demás, tampoco estamos haciendo gran cosa. Y pienso que tú deberías ir personalmente a hablar con la reciente viuda, a ver si por casualidad el señor Yabbar confió en ella. Empieza a hablar también con los amigos y parientes de Yabbar. Lo que tenemos aquí es nuestra primera pista, Gabe, y tal vez nos conduzca a alguna parte, aunque no soy muy optimista.
– Suponiendo que fuese Jalil quien mató a Gamal Yabbar, entonces lo único que tenemos es una pista fría, un testigo muerto y un callejón sin salida en Perth Amboy -observó Gabe-. Resulta redundante morir en Nueva Jersey.
Reí.
– Cierto. ¿Dónde está el taxi?
– Lo está examinando la policía estatal de Jersey. Sin duda, el coche proporcionará datos y pruebas suficientes para respaldar una acusación judicial, si es que conseguimos llegar tan lejos.
Asentí en silencio. Fibras, huellas dactilares, quizá un cotejo balístico con una de las Glock de calibre 40 que pertenecieron a Hundry y Gorman. Trabajo policial rutinario. He visto juicios por asesinato en los que se tardaba una semana entera en presentar todas las pruebas ante el jurado. Tal como enseño en el John Jay, casi siempre se necesitan pruebas físicas para condenar a un sospechoso, pero no siempre se necesitan pruebas físicas para capturarlo.
En este caso, empezábamos con el nombre del asesino, su foto, huellas dactilares, muestras de ADN, incluso fotos suyas defecando; además, teníamos una tonelada de pruebas forenses que lo relacionaban con los crímenes del JFK. Ahí no había problema. El problema estribaba en que Asad Jalil era un hijo de puta rápido y escurridizo. El tío tenía huevos y cerebro, era implacable y tenía la ventaja de poder elegir cuidadosamente sus movimientos.
– Ya nos hemos centrado en la comunidad libia pero ahora, con uno de los suyos asesinado, quizá se muestren más comunicativos -dijo Gabe-. Por otra parte, tal vez se produzca la reacción contraria -añadió.
– Puede. Pero no creo que Jalil tenga muchos cómplices en este país… no muchos vivos, al menos.
– Probablemente, no. Bien, Corey, tengo trabajo. Te mantendré informado. Y tú pasarás esta información lo antes posible a las personas adecuadas y les dirás que está en marcha una transcripción de las entrevistas con Fadi. ¿De acuerdo?
– De acuerdo. Y, a propósito, que una parte de esos fondos federales para información se le entregue a Fadi Asuad… para cigarrillos y tranquilizantes.
– Lo haremos. Hasta luego.
Dio media vuelta y regresó a la sala de interrogatorios.
Yo volví al CMP, que continuaba bullendo de actividad, aunque ya eran más de las seis de la tarde. Dejé la cartera y llamé al apartamento de Kate, pero su contestador me informó: «No estoy en casa. Deje su mensaje, por favor.»
Dejé, pues, un mensaje por si ella consultaba el contestador y llamé luego a su teléfono móvil, pero no contestó. Llamé al número de la casa de Jack Koenig en Long Island, pero su mujer dijo que había salido hacia el aeropuerto. Probé con su móvil, pero no hubo suerte.
Llamé después a casa de Beth Penrose, saltó el contestador automático y dije:
– Estoy en este caso las veinticuatro horas del día. Tal vez tenga que hacer algún viaje. Me encanta este trabajo. Me encanta mi vida. Me encantan mis jefes. Me encanta mi nueva oficina. Éste es mi nuevo número de teléfono. -Le di mi número directo en el CMP y añadí-: Te echo de menos. Hablaré pronto contigo.
Colgué, dándome cuenta de que quería decir: «Te quiero.» Pero… bueno, marqué luego el número del capitán Stein y le pedí a su secretaria una cita inmediata con él. Ella me informó de que el capitán Stein estaba asistiendo a varias reuniones y conferencias de prensa. Dejé un ambiguo y confuso mensaje que ni siquiera yo entendía.
Así pues, una vez cumplida mi obligación de mantener informado a todo el mundo, me senté y empecé a girar los pulgares uno en torno al otro. Todo el mundo a mi alrededor parecía ocupado pero yo no valgo para parecer ocupado si no lo estoy.
Eché un vistazo a los papeles que tenía sobre la mesa, pero ya estaba saturado de información inútil. No tenía nada que hacer en la calle, así que me quedé en el centro de mando provisional por si surgía algo. Imaginaba que continuaría allí hasta las dos o las tres de la madrugada. Quizá el presidente quisiera hablar conmigo, y, como adondequiera que fuese tenía que dejar siempre un número de contacto, no debían localizarme en casa, ni en Giulio's tomando una cerveza.
Reparé en que no había redactado aún mi informe de incidente relativo a todo lo sucedido en el JFK. Estaba un poco cabreado porque algún merluzo de la oficina de Koenig no hacía más que enviarme mensajes electrónicos al respecto y había rechazado mi sugerencia de que podía limitarme a firmar una transcripción de la grabación de la entrevista mantenida en el despacho de Koenig, o de las dos docenas de reuniones en Washington. No, querían mi informe, escrito con mis palabras. Aborrecía a los federales. Conecté mi procesador de textos y empecé: «Asunto: Maldito informe de incidente.»
Alguien pasó a mi lado y dejó sobre la mesa un sobre con la mención: «Fax urgente. Reservado.» Lo abrí y lo leí. Era un informe preliminar sobre el homicidio de Frankfurt. La víctima era un hombre llamado Sol Leibowitz, descrito como banquero de inversiones judeoamericano asociado con el Banco de Nueva York. Leí el breve resumen de lo que le había sucedido a aquel desdichado y llegué a la conclusión de que el señor Leibowitz estaba justo en el lugar equivocado en el momento equivocado. Hay miles de banqueros americanos en Europa en cualquier momento dado, judíos o no, y yo tenía la seguridad de que aquel hombre no era más que un blanco fácil para un pistolero de segunda clase que guardaba un cierto parecido con Asad Jalil. Pero el incidente había causado dudas y confusión en las mentes de quienes medraban en la duda y la confusión.
Otros dos documentos importantes aterrizaron en mi mesa: dos menús de comida para llevar, uno italiano, otro chino.