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No has vencido, Gurgeh murmuró Nicosar. Su voz se había vuelto tan ronca y áspera que casi parecía un graznido. Tú y tu especie nunca venceréis. Se dio la vuelta y le miró. Pobre macho patético… Juegas al Azad, pero no comprendes nada de todo lo que te rodea, ¿verdad?

Gurgeh captó en su tono de voz algo que casi parecía compasión.

Creo que ya has decidido que no lo comprendo replicó mirando fijamente a Nicosar.

El Emperador dejó escapar una carcajada y volvió la cabeza hacia los lejanos reflejos de aquel incendio que abarcaba todo un continente y que aún no había emergido por encima del horizonte. La risa fue debilitándose hasta acabar convertida en una especie de tos. Nicosar alzó una mano y la movió de un lado a otro.

Nunca lo comprenderéis. Lo único que conseguiréis será que os utilicen. Meneó la cabeza. Gurgeh apenas si pudo distinguir el gesto en la oscuridad. Regresa a tu habitación, morat. Te veré por la mañana. El rostro-luna se volvió hacia el horizonte y los reflejos rojizos del incendio que teñían la parte inferior de las nubes. El incendio ya debería haber llegado para entonces.

Gurgeh esperó unos momentos antes de levantarse del banco. Era como si ya se hubiese ido. El Emperador ya le había despedido y se había olvidado de él, y Gurgeh hasta tuvo la vaga impresión de que sus últimas palabras no iban dirigidas a Gurgeh.

Gurgeh se puso en pie sin hacer ningún ruido y volvió a la penumbra de la torre. Los dos guardias seguían inmóviles con expresión impasible, uno a cada lado de la puerta. Gurgeh alzó los ojos y vio a Nicosar inmóvil junto al parapeto. Sus pálidas manos seguían tensas sobre la fría piedra. Le observó en silencio durante unos momentos, giró sobre sí mismo y se alejó de la torre. Fue por los pasillos y salones repletos de guardias imperiales que estaban ordenando a todo el mundo que volviera a sus habitaciones mientras cerraban las puertas, se apostaban en las escaleras y los ascensores y encendían todas las luces para que el castillo sumido en el silencio ardiera como una luminaria blanca perdida en la noche, como una inmensa nave de piedra a la deriva en un mar negro y oro.

Gurgeh entró en su habitación. Flere-Imsaho flotaba delante de la pantalla pasando velozmente de un canal de noticias a otro. La unidad le preguntó qué estaba ocurriendo en el castillo y Gurgeh se lo explicó.

No creo que las cosas estén tan mal dijo la unidad acompañando sus palabras con la oscilación de un lado a otro que usaba como encogimiento de hombros. No están tocando marchas militares, pero no hay forma de comunicar con el exterior… ¿Qué le ha ocurrido a tu boca?

Me caí.

Mm-hmmm.

¿Podemos ponernos en contacto con la nave?

Claro.

Dile que vaya calentando los sistemas. Puede que la necesitemos.

Vaya, así que por fin te estás volviendo precavido… Muy bien.

Gurgeh se fue a la cama, pero no logró conciliar el sueño. Yació mucho rato inmóvil en la oscuridad escuchando el rugir del viento.

34

El ápice permaneció en lo alto de la torre durante varias horas observando el horizonte. Parecía incapaz de apartarse del parapeto de piedra, como si se hubiera convertido en una estatua o como si fuera un arbolillo negro y blanco que había brotado de una semilla errante. El viento que llegaba del este se fue haciendo más frío y tiró de las oscuras ropas de la figura inmóvil, aulló alrededor del castillo inundado de luces y se abrió paso por entre el dosel de arbustos cenicientos sacudiéndolo con un ruido que hacía pensar en el ir y venir de las olas.

El amanecer llegó poco a poco. Empezó iluminando las nubes y fue tiñendo el este con sus matices dorados. La negrura del oeste y la cinta de tierra que brillaba con un resplandor rojizo se encendieron con un repentino destello de luz blanca que fue seguido por el naranja y el amarillo. Los colores vacilaron y desaparecieron para volver enseguida, hacerse más definidos y extenderse a toda velocidad.

La silueta apoyada en el parapeto se apartó de aquella brecha que se iba ensanchando en el cielo rojo y negro, lanzó una rápida mirada al amanecer que tenía detrás y se tambaleó durante unos momentos como si estuviera atrapada entre las corrientes rivales de luz que fluían de cada extremo del horizonte.

* * *

Dos guardias fueron a la habitación. Abrieron la puerta y le dijeron a Gurgeh y a la máquina que se les esperaba en el salón de proa. Gurgeh ya se había puesto sus ropas de jugador. Los guardias le dijeron que el Emperador había decidido que la sesión se jugaría sin el atuendo ceremonial. Gurgeh miró a Flere-Imsaho y fue a cambiarse. Se puso una camisa limpia y los pantalones y la chaqueta que llevaba la noche anterior.

Vaya, parece que por fin tendré ocasión de verte jugar… Qué gran honor dijo Flere-Imsaho mientras iban hacia el salón.

Gurgeh no dijo nada. Los guardias escoltaban a grupos de personas procedentes de varias partes del castillo. Fuera, el viento aullaba detrás de las puertas y las ventanas cerradas.

Gurgeh no había querido desayunar. La nave había hablado con él aquella mañana para felicitarle. Por fin lo había comprendido. De hecho, creía que Nicosar aún tenía una escapatoria, pero sólo obtendría el empate y le aseguró que ningún cerebro humano era capaz de llevar a cabo la complicadísima serie de movimientos que exigiría. La nave también le dijo que todos sus sistemas ya estaban en situación de alerta y que acudiría a la velocidad máxima en cuanto viera que ocurría algo raro. La Factor limitativo estaba observándolo todo a través de los sentidos de Flere-Imsaho.

Entraron en el salón de proa del castillo. Nicosar ya estaba junto al Tablero del Cambio. El ápice vestía el uniforme de comandante en jefe de la Guardia Imperial, un conjunto de prendas severo y sutilmente amenazador con espada ceremonial incluida. Gurgeh pensó que debía estar bastante ridículo con su vieja chaqueta. El salón se encontraba atestado. Los últimos grupos de personas escoltados por los guardias que parecían estar por todas partes seguían sentándose en los grádenos. Nicosar ignoró a Gurgeh. El ápice estaba hablando con un oficial de la Guardia.

¡Hamin! exclamó Gurgeh.

Fue hacia el viejo ápice. Hamin estaba sentado en la primera fila de asientos. Su minúsculo cuerpo retorcido casi resultaba invisible entre la corpulencia de los dos guardias que le flanqueaban. Su rostro era un reseco pergamino amarillento. Uno de los guardias extendió la mano indicándole que no debía acercarse más. Gurgeh se detuvo delante del asiento y se acuclilló para contemplar los rasgos arrugados del viejo rector.

Hamin… ¿Puedes oírme?

Volvió a tener la absurda idea de que el ápice ya estaba muerto, pero un instante después vio moverse sus párpados. Hamin abrió un ojo y reveló un globo entre rojo y amarillento casi invisible bajo las secreciones cristalinas que lo cubrían. La marchita cabeza se movió unos centímetros.

Gurgeh…

El ojo se cerró y la cabeza se fue inclinando lentamente hasta tocar el pecho. Gurgeh sintió que una mano tiraba de su manga y se dejó conducir hasta el asiento que le esperaba junto al tablero.