Nicosar fue hacia él.
El equipo de vigilancia y contramedidas electrónicas emitió un zumbido que subió rápidamente de intensidad y se convirtió en un chirriar casi insoportable. El humo empezó a brotar de la maquinaria adosada al techo y una aureola de cegadores relámpagos azulados bailoteó locamente a su alrededor.
Nicosar no se había dado cuenta de nada. El Emperador saltó sobre Gurgeh, quien consiguió esquivar la embestida. La espada se incrustó en el tablero a unos centímetros de su cabeza. Gurgeh se incorporó y saltó sobre una de las pirámides. Nicosar se lanzó en pos de él pisoteando las cartas y esparciendo las piezas.
El equipo suspendido del techo estalló y cayó sobre el tablero envuelto en un diluvio de chispas. La masa de metal humeante se estrelló contra el centro del terreno multicolor a pocos metros de Gurgeh, quien se vio obligado a detenerse y dar la vuelta. Se encaró con Nicosar.
Algo blanco que se movía muy deprisa hendió el aire.
Nicosar alzó la espada por encima de su cabeza.
Un campo verde y amarillo se estrelló contra la hoja partiéndola en dos mitades. Nicosar sintió la súbita alteración en el peso de la espada, alzó los ojos hacia ella y la incredulidad se adueñó de sus rasgos. La mitad superior de la hoja colgaba en el aire suspendida del diminuto disco blanco que era Flere-Imsaho.
—Ja, ja, ja.
La carcajada retumbó por todo el salón ahogando el rugir del viento.
Nicosar arrojó la empuñadura de la espada al rostro de Gurgeh. Un campo verde y amarillo la detuvo y la hizo volver por donde había venido. El Emperador se agachó con el tiempo justo de esquivarla. Nicosar se tambaleó sobre el tablero envuelto en una tempestad de humo y hojas que giraban locamente. Los arbustos cenicientos oscilaban de un lado a otro; el implacable avance del muro de llamas que se alzaba sobre sus copas creaba destellos de cegadora claridad blanca y amarilla que emergían por entre sus troncos.
—¡Gurgeh! —gritó Flere-Imsaho apareciendo de repente delante de su cara—. Quédate lo más encogido posible y hazte una bola. ¡Ahora!
Gurgeh hizo lo que le decía. Se acuclilló sobre el suelo y se envolvió el cuerpo con los brazos. La unidad se puso encima de él y Gurgeh vio el resplandor neblinoso del campo energético con que le envolvió.
El muro de arbustos cenicientos se estaba desintegrando. Los chorros de llamas se abrían paso por entre los troncos haciéndolos temblar y arrancándolos del suelo. El calor era tan intenso que Gurgeh sintió como si su carne intentara encogerse hasta quedar pegada a los huesos del cráneo.
Una silueta apareció entre las llamas. Era Nicosar, y blandía una de las enormes pistolas láser con que iban armados los guardias. El Emperador se puso junto a las ventanas, alzó el arma con las dos manos y apuntó cuidadosamente el cañón hacia Gurgeh. Gurgeh contempló el hocico negro del arma. Sus ojos fueron recorriendo aquel cañón tan grueso como su pulgar y subieron hasta posarse en el rostro de Nicosar justo cuando el ápice apretaba el gatillo.
Y se encontró contemplando su propio rostro.
Vio sus rasgos distorsionados el tiempo suficiente para darse cuenta de que la expresión de Jernau Morat Gurgeh en el instante que habría podido ser el de su muerte no era especialmente impresionante. Gurgeh sólo logró detectar sorpresa, aturdimiento y una mueca de perplejidad que casi rozaba la estupidez. El campo espejo se esfumó un instante después y volvió a ver el rostro de Nicosar.
El ápice no se había movido ni un centímetro de su posición anterior, pero su cuerpo oscilaba lentamente de un lado a otro y también había otro cambio. Gurgeh se dio cuenta de que algo andaba mal. El cambio era muy obvio, pero no tenía ni idea de en qué podía consistir.
El Emperador se fue inclinando hacia atrás y sus ojos se clavaron en la zona de techo ennegrecido por el humo de la que se había desprendido el equipo electrónico. El vendaval que entraba por las ventanas se apoderó de él y Nicosar fue inclinándose muy despacio hacia adelante. El peso del arma que sostenía en sus manos enguantadas le fue haciendo perder el equilibrio, y su cuerpo se acercó gradualmente al tablero.
Y Gurgeh vio el agujero negro, por el que habría podido caber un pulgar, que había en el centro de la frente del ápice, y los hilillos de humo que brotaban de él.
El cuerpo de Nicosar se derrumbó sobre el tablero dispersando las piezas.
El fuego invadió el salón.
La presa formada por los arbustos cenicientos cedió ante las llamas y fue sustituida por una inmensa ola de luz cegadora a la que siguió un chorro de calor tan potente y devastador como el golpe de un martillo. El campo que rodeaba a Gurgeh se oscureció y la estancia y las llamas se fueron desvaneciendo. Oyó un extraño zumbido que parecía venir desde lo más profundo de su cabeza y se sintió repentinamente vacío, exhausto y confuso.
Después el mundo desapareció y no hubo nada, sólo oscuridad.
35
Gurgeh abrió los ojos.
Vio que se hallaba en un balcón debajo de un saliente de piedra. La parte del suelo sobre la que se encontraba estaba limpia, pero el resto del balcón había quedado cubierto por un centímetro de ceniza gris oscuro. Las piedras sobre las que yacía estaban calientes; el aire era fresco y había mucho humo.
Se sentía muy bien. El cansancio había desaparecido, y ya no le dolía la cabeza.
Logró sentarse en el suelo. Algo cayó de su pecho y rodó por encima de las losas limpias hasta detenerse sobre la ceniza gris. Gurgeh se inclinó sobre aquel objeto brillante y lo cogió. Era el brazalete Orbital. El adorno no había sufrido ningún daño y seguía ofreciendo su microscópico ciclo día-noche. Gurgeh lo guardó en un bolsillo de su chaqueta. Inspeccionó su chaqueta, su cabellera y sus cejas. No había quemaduras, y no tenía ni un pelo chamuscado.
El cielo se había vuelto de un color gris oscuro y el horizonte estaba negro. Gurgeh alzó la cabeza, vio un pequeño disco de color púrpura y comprendió que era el sol. Se puso en pie.
La ceniza gris estaba empezando a quedar cubierta por una capa de hollín negro que caía de la oscuridad del cielo como un negativo de la nieve. Gurgeh caminó lentamente sobre las losas deformadas por el calor hasta llegar al final del balcón. El parapeto se había desprendido y Gurgeh se detuvo a unos centímetros del abismo.
El paisaje había cambiado. El muro amarillo de arbustos cenicientos que se extendía más allá del primer baluarte de la fortaleza confundiéndose con el horizonte ya no estaba. Sólo había tierra, una inmensa llanura entre negra y marrón que parecía haber sido calcinada dentro de un horno inmenso y estaba cubierta por grietas y fisuras que la ceniza gris y la lluvia de hollín aún no habían tenido tiempo de rellenar. La llanura desolada se extendía hasta el horizonte. Algunas fisuras aún dejaban escapar hilillos de humo que trepaban hacia el cielo como si fuesen los fantasmas de los árboles hasta que las ráfagas de viento los deshacían. El baluarte estaba ennegrecido y algunos tramos se habían derrumbado dejando grandes brechas.