—¡Maldita caja de chatarra! —exclamó Gurgeh.
Se puso en pie y desconectó la holopantalla..
La unidad dio un salto en pleno aire y se apresuró a retroceder.
—Vamos, vamos, Jernau Gurgeh…
—No intentes el truquito del «vamos, vamos» conmigo, odiosa sumadora condescendiente, y no te des tantos humos. Si quiero salir a divertirme una noche saldré. Y, francamente, la idea de tener algo de compañía humana para variar me parece más atractiva a cada momento que pasa. —Extendió el brazo y apuntó con un dedo a la máquina—. No vuelvas a leer mi correspondencia y no te tomes la molestia de escoltarnos esta noche. —Pasó rápidamente junto a la unidad y fue en dirección a su compartimento—. Voy a darme una ducha. ¿Por qué no te largas a observar unos cuantos pájaros?
Gurgeh salió de la sala hecho una furia. La diminuta unidad se quedó inmóvil durante unos momentos.
—Ooops —dijo por fin en voz baja como si hablara consigo misma.
Osciló de un lado a otro con un movimiento vagamente parecido a un encogimiento de hombros y se alejó a toda velocidad envuelta en un débil resplandor rosado.
—Echa un traguito de esto —dijo Za.
El vehículo de superficie corría por las calles de la ciudad deslizándose bajo el cielo enrojecido del crepúsculo.
Gurgeh aceptó la petaca y bebió.
—No es tan bueno como el grif, pero cumple su función —dijo Za y recuperó la petaca. Gurgeh tosió—. ¿Dejaste que ese grif surtiera efecto en en el baile o no?
—No —admitió Gurgeh—. Lo hice pasar de largo. Quería tener la cabeza despejada.
—Oh, vaya… —dijo Za, y puso cara de abatimiento—. Eso quiere decir que habría podido beber un poco más del que bebí, ¿no? —Se encogió de hombros, sonrió y le dio unas palmaditas en el codo—. Eh, por cierto… Mis felicitaciones. Por tu victoria, ya sabes.
—Gracias.
—Ha sido una lección que no olvidarán. Chico, menuda sorpresa les diste… —Za meneó la cabeza y le contempló con admiración. Su larga cabellera castaña se deslizó sobre la parte superior de su holgada túnica como si fuera una masa de humo que había adquirido peso de repente—. Al principio me pareció que eras un perdedor de primera categoría, y confieso que te archivé en el cajón correspondiente, pero ahora veo que eres un hombre de muchos recursos.
Le guiñó un ojo y sonrió.
Gurgeh contempló el rostro jovial de Za durante unos momentos sin saber muy bien cómo debía reaccionar, pero acabó sonriendo. Le quitó la petaca de entre los dedos y se la llevó a los labios.
—Por los hombres de muchos recursos —dijo.
—Amén, maestro.
Hubo un tiempo en que el Agujero se encontraba en los arrabales de la ciudad, pero ahora era otra parte más de un distrito urbano. El Agujero era un vasto conjunto de cavernas artificiales excavadas en la pizarra varios siglos antes para almacenar gas natural. El gas se había agotado hacía mucho tiempo, la ciudad utilizaba otras formas de energía y el conjunto de enormes cavernas unidas las unas a las otras había sido colonizado, primero por los pobres de Groasnachek y luego (mediante un lento proceso de osmosis y desplazamiento, como si el comportamiento del gas natural y el de los seres humanos fuera prácticamente idéntico) por sus criminales y fuera de la ley y, finalmente aunque no del todo, por los nativos de otras especies y el cortejo de locales que dependía de ellos, con lo que las cavernas se habían convertido en algo a lo que sólo le faltaba el nombre para ser un auténtico ghetto de extranjeros.
El vehículo en el que viajaban Gurgeh y Za entró en lo que había sido un gigantesco cilindro para el almacenaje del gas y que ahora albergaba dos rampas en forma de espiral que servían para que los vehículos de superficie y de otros tipos entraran y salieran del Agujero. El cilindro seguía estando básicamente vacío, y el centro de aquella inmensa estructura que vibraba continuamente con un sinfín de ecos estaba ocupado por un conjunto de ascensores de varios tamaños que subían y bajaban por entre armazones improvisadas de tubos, cañerías y vigas.
Las superficies interior y exterior del gigantesco gasómetro brillaban bajo el arcoiris creado por las luces y el parpadeo irreal de las imágenes grotescamente exageradas ofrecidas por los hologramas publicitarios. La gente iba y venía por el primer nivel de aquel cruce entre torre y caverna, y el aire estaba saturado de gritos, alaridos, voces que discutían y regateaban y rugidos de motores y maquinaria. Gurgeh observó al gentío y los puestos y tiendas que pasaban junto a ellos antes de que el vehículo inclinara el morro e iniciara su largo descenso. Un extraño olor entre dulzón y acre se fue filtrando por las rejillas del sistema del aire acondicionado y lo invadió como si fuera el aliento humeante de aquel lugar.
Dejaron el vehículo en un túnel larguísimo de techo bastante bajo cuya atmósfera estaba llena de humo y gritos. La galería apenas si podía acoger a los vehículos de muchas formas y tamaños que gruñían y siseaban abriéndose paso entre los enjambres de personas como inmensos animales vadeando torpemente un mar de insectos. Za cogió a Gurgeh de la mano y su vehículo se puso en marcha dirigiéndose hacia la rampa de subida. Fueron avanzando por entre las multitudes de azadianos y otros humanoides yendo hacia la boca de un túnel envuelto en una débil claridad verdosa.
—Bueno, ¿qué te parece el lugar? —gritó Za.
—Está un poco lleno, ¿no?
—¡Pues tendrías que verlo un día de fiesta!
Gurgeh miró a su alrededor. Tenía la sensación de ser invisible, como si se hubiera convertido en un fantasma. Se había acostumbrado a ser el centro de la atención, un fenómeno al que todos contemplaban boquiabiertos con cara de asombro mientras procuraban mantenerse a una buena distancia de él; y de repente ahora se encontraba rodeado por personas que no se fijaban en él y apenas si le lanzaban alguna que otra mirada fugaz. Le empujaban, tropezaban con él, le apartaban y le rozaban sin que les importara lo más mínimo tocarle.
Y había tanta variedad, incluso en la enfermiza luz verde mar de aquel túnel, tantos tipos físicos distintos mezclados con los azadianos que ya se estaba acostumbrando a ver… Reconoció a unos cuantos alienígenas que su memoria de las variedades pan-humanas encontró vagamente familiares, pero la mayoría eran salvajemente distintos a cuanto había visto hasta entonces. Gurgeh pronto perdió la cuenta de las variaciones en miembros, estatura, corpulencia, fisionomía y aparato sensorial con que se fue encontrando durante aquel breve recorrido por el túnel.
Salieron del calor del túnel y entraron en una inmensa caverna brillantemente iluminada que tendría un mínimo de ochenta metros de altura y la mitad de anchura. Las paredes de color crema se alejaban en ambas direcciones durante medio kilómetro o más y terminaban en grandes arcos laterales rodeados de luces que llevaban a otras galerías. El suelo estaba lleno de tiendas y edificios que parecían chozas, paneles y pasarelas cubiertas, puestos, quioscos y placitas cuadradas con fuentes y toldos a rayas de muchos colores. Las lámparas colgadas en los cables atados a los postes bailoteaban de un lado para otro, y las luces principales ardían en las lejanas bóvedas del techo inundándolo todo con una luz entre marfileña y plateada. Los lados de la galería casi quedaban ocultos por edificios de varios niveles y pasarelas suspendidas de las paredes o del techo, y había tramos enteros de pared de un gris mugriento puntuados por los agujeros irregulares de las ventanas, balcones, terrazas y puertas. Los ascensores y poleas crujían y chirriaban llevando a sus pasajeros hasta los niveles superiores o bajándolos hasta aquella superficie atestada de objetos y personas.