Gurgeh estuvo a punto de caer y se quedó tan inmóvil como si se hubiera convertido en una estatua.
… y se encontró contemplando su propio rostro.
Sus rasgos estaban reproducidos al doble de su tamaño natural en el arco iris de contusiones que cubría el torso del azadiano. Gurgeh clavó los ojos en él, y supo que su mueca de asombro debía ser tan aparatosa como la visible en los rechonchos rasgos del artista.
—No podemos perder el tiempo contemplando obras de arte, Jernau.
Za tiró de él, le arrastró hasta el comienzo del escenario y le empujó. Gurgeh oyó como saltaba detrás de él.
Aterrizaron sobre un grupo de machos azadianos que lanzaron gritos de protesta. El impacto hizo que todos cayeran al suelo. Za tiró de Gurgeh hasta ponerle en pie, pero el puñetazo que se estrelló contra su nuca estuvo a punto de volver a derribarle. Giró sobre sí mismo y lanzó una patada mientras desviaba otro puñetazo con el brazo. Gurgeh sintió que le agarraban y le hacían girar, y se encontró delante de un macho muy corpulento y enfadado con el rostro lleno de sangre que echó el brazo hacia atrás y tensó los dedos formando un puño (y Gurgeh se acordó del juego de los elementos y pensó: «¡Piedra!»).
El hombre parecía moverse muy despacio.
Gurgeh tuvo tiempo más que suficiente para pensar en lo que debía hacer.
Alzó la rodilla incrustándola en la ingle de su atacante y le golpeó la cara con el canto de una mano. El azadiano cayó al suelo y Gurgeh se libró de su ya debilitada presa, esquivó un golpe de otro macho y vio como Za derribaba a otro azadiano de un codazo en el rostro.
Y un instante después ya estaban corriendo de nuevo. Za lanzó un rugido y movió frenéticamente las manos mientras se dirigía hacia una salida. Gurgeh tuvo que reprimir el deseo de echarse a reír, pero la táctica pareció funcionar. Los espectadores se apartaron ante ellos como el agua hendida por la proa de un bote y les dejaron pasar.
Estaban sentados en un pequeño bar perdido en el laberinto de la galería principal bajo un cielo sólido hecho de yeso color perla. Shohobohaum Za había empezado a desmontar la cámara que había descubierto detrás del falso espejo y estaba examinando los delicados componentes mediante un instrumento del tamaño de un palillo que emitía un débil zumbido. Gurgeh cogió una servilleta de papel y se limpió el arañazo de la mejilla que se había hecho cuando Za le arrojó del escenario.
—No, jugador, todo ha sido culpa mía… Tendría que habérmelo imaginado. El hermano de Inclate está en Seguridad y At-sen tiene un hábito muy caro. Son unas chicas encantadoras, pero eso es una mala combinación, ¿comprendes? No es lo que deseaba para esta noche. Por suerte para ti y para la integridad de tu trasero una de mis bellas damas descubrió que había perdido uno de sus mini-naipes y se negó a tomar parte en cualquier otro tipo de juego hasta que lo hubiese recuperado. Bueno, qué se le va a hacer… Medio polvo es mejor que nada.
Extrajo otra pieza del interior de la cámara. Hubo un chisporroteo y un fugaz destello luminoso. Za hurgó unos segundos más en el humeante interior del aparato contemplándolo con expresión dubitativa.
—¿Cómo supiste dónde encontrarnos? —preguntó Gurgeh.
Estaba convencido de que se había comportado como un imbécil, pero no se sentía tan avergonzado e incómodo como habría esperado dadas las circunstancias.
—Conocimientos, unas cuantas conjeturas y suerte, jugador. En ese club hay varios sitios a los que se puede ir cuando tienes ganas de revolcarte en una cama con alguien, otros sitios donde se puede interrogar a ese alguien, matarle o administrarle alguna sustancia de efectos muy desagradables…, o hacer una película. Tenía la esperanza de que hubieran decidido divertirse con el jueguecito de las luces-cámara-acción y no con algo peor. —Meneó la cabeza y contempló la cámara—. Pero tendría que habérmelo imaginado… Creo que me estoy volviendo demasiado confiado.
Gurgeh se encogió de hombros, tomó un sorbo del ponche de licor que le habían servido y clavó la mirada en la vacilante llama de la vela colocada sobre el mostrador que tenían delante.
—Fui yo el que cayó en la trampa, no tú. Pero… ¿Quién? —Miró a Za—, ¿Y por qué?
—El estado, Gurgeh —dijo Za volviendo a hurgar en la cámara—. Porque quieren tener algo que les permita ejercer presión sobre ti… Sólo por si acaso, ¿comprendes?
—¿Por si acaso qué?
—Por si se da la improbable casualidad de que sigas sorprendiéndoles y ganes más partidas. Es una especie de póliza de seguros. ¿Sabes qué es una póliza de seguros? ¿No? Bah, no importa… Es como apostar pero al revés. —Za cogió la cámara con una mano y empezó a tirar de una pieza con el diminuto instrumento. Sus manipulaciones acabaron dando como resultado el que se abriera una tapita disimulada en un lado de la cámara. Za sonrió y extrajo un disco del tamaño de una moneda de las entrañas de la cámara. Lo alzó ante sus ojos y la luz le arrancó destellos nacarados—. Las fotos de tus vacaciones —dijo.
Hizo un ajuste en un extremo del instrumento y el disco quedó tan sólidamente pegado a la punta como si estuviera untada de pegamento. Za sostuvo la diminuta moneda policroma sobre la llama de la vela hasta que empezó a sisear y echar humo. El disco acabó convirtiéndose en un montón de escamitas opacas que cayeron sobre la vela.
—Lamento que no hayas podido quedártelas como recuerdo —dijo Za.
Gurgeh meneó la cabeza.
—Creo que prefiero olvidar lo ocurrido.
—Oh, vamos, no te lo tomes tan a pecho. Pero te aseguro que pienso cobrarme la factura… —Za sonrió—. Esas dos perras están en deuda conmigo. Tengo derecho a una sesión gratis… De hecho, creo que tengo derecho a unas cuantas.
La idea pareció hacerle muy feliz.
—¿Y vas a conformarte con eso? —preguntó Gurgeh.
—Eh, ellas se limitaron a interpretar el papel que les habían adjudicado. No hubo malicia por su parte, ¿comprendes? Como mucho se merecen una buena azotaina.
Za movió las cejas y curvó los labios en una sonrisa lasciva. Gurgeh suspiró.
Cuando volvieron a la galería de tránsito para llamar a su vehículo Za saludó con la mano a un grupito de ápices y machos bastante robustos y de expresiones severas que estaban inmóviles junto a una pared del túnel, y arrojó lo que quedaba de la cámara a uno de ellos. El ápice la cogió al vuelo, giró sobre sí mismo y se alejó seguido por sus acompañantes.
El vehículo tardó unos minutos en llegar.
—¿Crees que éstas son horas de volver? ¿Sabes cuánto rato llevo esperándote y preocupándome por ti? Mañana tienes que jugar, no se si lo habrás olvidado… ¡Y fíjate en tus ropas! ¿Y cómo te has hecho ese arañazo? ¿Qué has…?
—Máquina… —Gurgeh bostezó y arrojó la chaqueta sobre un asiento de la sala—. Jódete y déjame en paz.