– Pues entonces dime por qué se siente culpable. Alguna razón tiene que haber.
– Se siente culpable porque odiaba a Charlie Varriker, y porque le quiso, es verdad, y porque Charlie salvó Mulholland Cable de un desastre absoluto, y porque Charlie se suicidó. ¿O es que tú no sabes nada de los seres humanos?
Permanecieron un instante, un largo instante, mirándose a los ojos, y luego siguieron cada cual con su plato. Terminaba el día y el tinte verde de la luz se iba intensificando. Apareció Manuela y prendió las dos altas velas que si hallaban cada una en un extremo de la mesa, antes de desaparecer tal como había llegado.
– Dime qué fue lo que pasó -dijo Glass a su esposa-. Dime qué pasó entre Varriker y tu padre.
– No pasó nada. Eran socios, o al menos Charlie creyó que lo eran. Mi padre no es una persona capaz de asociarse con nadie, como sin duda tú ya sabes. Dirigía Mulholland Cable como si fuese un departamento de la CÍA, es decir -esbozó la fracción de una sonrisa-, sobre la base de que cada cual supiera lo que tenía que saber, y nada más. O sea, que nadie sabía nada más allá de su reducida esfera, con la excepción de Billones, naturalmente, que era quien lo sabía todo. Ahí estuvo el problema, en ese secretismo, en esa… arrogancia. Mi padre trataba a sus hombres como si fueran agentes, soldados, combatientes, o asesinos, supongo, pero los negocios no son lo mismo que la guerra, ni siquiera son lo mismo que el espionaje, al margen de lo que digan por ahí. Cuando las cosas empezaron a torcerse, él no supo cómo arreglar los destrozos. Por eso recurrió a Charlie Varriker. Porque Charlie era el encanto en persona, oh, ya lo creo, era puro encanto. Y Charlie arregló el desaguisado, resolvió los problemas, lo puso todo en orden. Y entonces…
Calló y miró por la ventana la lluvia, el anochecer.
– Y entonces -dijo Glass- se mató.
– Sí -dijo su suegro desde la puerta de la sala, adonde había llegado sin que ninguno de los dos se diera cuenta-. Eso es lo que hizo -se adentró hacia la zona iluminada por las velas, la zona envuelta en la luz verdosa que aún entraba por la ventana. Tenía mala cara, demacrada, grisácea-. El muy idiota me cogió la Beretta y se pegó un tiro -alzó el dedo índice y señaló-: Exactamente aquí, en todo el ojo.
13. Con faldas y a lo loco
Por la mañana había escampado, y la vastedad azul del cielo era tan pálida que casi resultaba blanca. John Glass estaba sentado en el porche de atrás con el café y el tabaco, y miraba cómo la luz del sol espantaba segura las sombras de la noche aún prendidas en los árboles. No había dormido bien, despertó con el alba. Se sentó primero en el amplio cuarto de estar, en el centro de la casa, y trató de leer algo, pero el silencio del interior, donde dormían otras personas, le produjo incomodidad, así que salió al porche. El aire, cargado de salitre, aún era frío. Los pájaros descendían ágiles al césped, en busca de alguna lombriz tempranera, y levantaban el vuelo de inmediato.
Estaba preguntándose a qué hora se pondría a trabajar el capitán Ambrose. Tenía la necesidad acuciante de hablar con el policía; había ciertas preguntas que tenía forzosamente que hacerle. Se había equivocado en lo referente a Dylan Riley, se había equivocado por completo. Tenía la sensación de que ardía en su interior un enojo sin apagar del todo, aún en ascuas, que en cualquier momento podría prender de nuevo en llamaradas.
Más tarde, estaba desayunando en silencio con Louise, en la gran cocina que inundaba la luz del sol, cuando llegó David de la ciudad. Su madre se levantó y lo saludó con un beso, y acto seguido lo mantuvo un momento a un metro de sí, escrutando su rostro y tocándolo muy levemente con las yemas de los dedos, como si tratase de localizar algún daño, algún rastro de deterioro. Le preocupaban los lugares que frecuentaba David, los clubes de Chelsea, los antros en los que pasaba muchas de las noches. «Es muy poco lo que sé de su vida -decía alguna vez-. Nunca me cuenta nada». Glass no tuvo ningún comentario que hacer; ése no era un territorio en el que se adentrase nunca de buena gana.
– Oh-oh -dijo David en ese momento, a la vez que alzaba la cabeza y fingía olisquear el aire-. Este ambiente que percibo… ¿Es que habéis hecho los dos un largo viaje de día para adentraros en lo más profundo de la noche? Casi se oyen las bocinas que avisan de la niebla.
Llevaba una americana cruzada con botones dorados y un escudo en el bolsillo exterior, y unos pantalones blancos, de sport, con camisa de cuello abierto y una corbanda de Liberty. No le faltaba más que la gorra de patrón de yate. El joven tenía tantas personalidades como vestimentas. Y había visto demasiadas películas. Ese día era Tony Curtis en Con faldas y a lo loco, incluido el ceceo un tanto amanerado y sin que le faltasen las frases grandilocuentes. Cuando su madre le preguntó cómo se las había ingeniado para llegar tan pronto, dijo que había viajado en coche y que había salido a las seis de la mañana, una hora antes de que amaneciera.
– Dicen que la ciudad nunca duerme -comentó-, pero os aseguro que sí, de veras. No había ni un alma cuando me fui, ni siquiera una mendiga -se volvió de pronto hacia Glass-. ¿Qué, le han pegado un tiro a alguien más desde la última vez que nos vimos?
Apareció entonces el Gran Bill, sin afeitar, con un albornoz de felpa y zapatillas de terciopelo morado. Tenía un aspecto muy desmejorado. En la tez bronceada de las mejillas aún se le notaba la grisura de la noche anterior; en el mentón, los cañones de la barba le brillaban como si fueran granos de sal derramada en un mantel. Después de que la noche anterior su padre se retirase a descansar, Louise aún recriminó más a su marido que hubiera sacado a relucir el nombre de Charles Varriker y la dolorosa cuestión de su suicidio.
– ¿No te parece que se merece un poco de paz -le dijo ella- al cabo de todos estos años?
La paz, pensó Glass, no tenía nada que ver con la cuestión. No era la paz lo que estaba en juego.
– Buenos días, abuelo -dijo David Sinclair con exagerada deferencia.
El Gran Bill lo miró sin prestar atención apenas, a la vez que parpadeaba, y murmuró algo al tiempo que se sentaba a la mesa. Glass se preguntó cómo habría convencido Louise a su padre para que le permitiera dejar la dirección del Fondo de Inversiones Mulholland en manos de un joven que era todo lo contrario del viejo y en todos los aspectos concebibles. ¿Llegaría él a entenderlo, se preguntó, si llegase a tener una hija y su hija a su vez tuviera un hijo? Las sutilezas del amor en el seno de la familia, y de las lealtades concomitantes, siempre le desconcertaban: su padre había muerto cuando él era demasiado joven.
El Gran Bill se tomó a sorbos el café que Louise le había servido, y desmigó un trozo de pan entre los dedos, aunque no llegó a comérselo. Glass reparó en que le temblaba la mano. Había envejecido de manera visible en una sola noche.
– Necesito que alguien me lleve a St. Andrew -dijo. St. Andrew, en Sag Harbor, era la iglesia en la que oía misa los domingos cuando se encontraba en Silver Barn.
– Tú te puedes encargar, ¿verdad, cielo? -dijo Louise a su hijo.
– Pues claro que sí -repuso David con falso entusiasmo, y se volvió hacia su abuelo-. Yo también iré a misa. La verdad es que me embelesan esos ropajes tan sensacionales que lucen los curas.
Guiñó un ojo a Glass. El Gran Bill no dijo nada.
Al final, los cuatro terminaron por montar en el Mercedes dorado de David Sinclair, descapotable, de época, el viejo en el asiento del copiloto y Glass y Louise apretados en el asiento de atrás. 5egún se alejaban de la casa y bajaban por la pendiente hacia el mar, Glass cayó en la cuenta de que había olvidado llamar por teléfono al capitán Ambrose. ¿Acaso le amedrentaba lo que quizás tuviera que decirle el policía? ¿Acaso podría ser algo más de lo que sospechaba, algo más de lo que temía? Sin habérselo propuesto, en esos momentos sabía, y no tenía duda de ninguna especie, quién había asesinado a Dylan Riley. O en todo caso sabía quién había ordenado su asesinato.