Ella sonrió, ya él le pareció que era su primera sonrisa en mucho tiempo.
– Se supone que tú ibas a ser mi vía de escape -dijo.
– ¿Y el señor Sinclair?
– Oh, él no pasó de ser… -volvió a hacer un gesto de cansancio aparente-. Nunca fue más que uno de los muchos que hubo en el camino.
– ¿En el camino que te había de llevar a mí?
– Más o menos… En el camino.
El tenue calor del sol arrancaba un olor alquitranado de la mesa que los separaba.
– Lo lamento -dijo Glass sin saber con exactitud qué era lo que lamentaba.
Con gran sorpresa por parte de él, ella alargó la mano y le rozó el dorso de la suya con las yemas de los dedos.
– No lo lamentes -dijo-. Yo personalmente no lo lamento. La verdad es que no.
Apartó entonces la taza de café y se levantó, ciñéndose mejor el echarpe.
– Brr -dijo-, tengo frío. Vámonos. La misa ya habrá terminado.
Cuando volvieron a la iglesia, el Gran Bill y su nieto ya esperaban en el coche. Allí sentado, muy erguido, la mitad superior del Gran Bill parecía un monumento en ruinas, en honor de un jefe guerrero de tiempo inmemorial, el perfil aguileño y el cabello oscuro muy semejantes a los de una raza valiente y belicosa y tiempo atrás extinta.
– Ya te dije que le habías alterado el ánimo -murmuró Louise.
David Sinclair los vio y los saludó con un gesto.
– Hemos oído un magnífico sermón, muy edificante -dijo-. Sobre el dios pagano del dinero, los medios de comunicación, el afán de fama. Qué modernos se han vuelto los curas de repente. No hace mucho hablaban sólo del fuego del infierno y de la esperanza de alcanzar la salvación. ¿Qué habrá sido de aquella religión tan sencilla, la de los viejos tiempos? Me gustaría saberlo, en serio.
Su abuelo permanecía inmóvil, como si no le escuchara. Cuando pestañeó, los párpados cayeron como dos solapas de lona en miniatura. Volvieron a la casa en silencio, exceptuando el tarareo feliz de Sinclair. Al adentrarse en tierra, el olor a salitre dejó su lugar a los olores de los prados y los pinares. En el asiento de atrás, Glass intentó captar la mirada de su esposa, pero ella no apartó los ojos de la carretera, dejando que el viento le agitara el cabello.
Manuela había servido los refrescos en el salón, la limonada que era su especialidad y una infusión para el Gran Bill y para Louise, así como la habitual tónica con ginebra y hielo que tomaba Glass. Pero a Glass no le apetecía beber, y se fue caminando al porche para fumar allí un cigarro. Las aves, más calladas, asomaban a veces entre los árboles con sus trinos y parloteos. Al poco rato salió David Sinclair con un vaso alto de limonada en la mano. Glass no le prestó ninguna atención, pues tenía la esperanza de que se largase, pero el joven en cambio tomó asiento en uno de los balancines y comenzó a mecerse, sin tocar el suelo con los pies.
– Están pensando en celebrar una reunión en la cumbre para hablar de mi futuro -dijo-. Mi madre y Billones, claro está. Se supone que debería sumarme a ellos, pero la verdad es que no puedo afrontar una cosa así -sonrió comprimiendo los labios, tan rosas que podría llevarlos pintados-. Tú toda esta historia no te la has creído ni siquiera un momento, ¿verdad? Quiero decir, que yo llegue a ser el sumo pontífice del santo, católico y apostólico Fondo de Inversiones Mulholland.
– Yo creo -dijo Glass- que el Fondo realiza un buen trabajo.
– Oh, desde luego -dijo David con un suspiro histriónico-. Por eso resulta tan aburrido.
Glass se oyó respirar como le sucedía siempre que estaba enojado. Lanzó a lo lejos el cigarro y se volvió murmurando alguna cosa antes de entrar en la casa e ir a su dormitorio, donde cerró la puerta y tomó asiento en la cama. Tomó el teléfono y marcó.
– ¿Está el capitán Ambrose? -dijo instantes después-. Quisiera hablar con él, por favor. Soy John Glass.
14. El nido de amor
A la mañana siguiente, cuando Glass llegó a su despacho, se encontró con un mensaje en el contestador automático. Era de Terri Taylor, que quiso despedirse. Su padre había venido a recogerla desde Des Moines, e iba a regresar con él… de vuelta a la capital mundial de las aseguradoras, como dijo ella con una de sus risitas, o más bien resoplidos, con los que parecía pedir disculpas. En el contestador, su voz sonó hueca y distante, como si hablase ya desde aquellas lejanas llanuras. Descubrió no sin cierta sorpresa que le había conmovido el detalle que tuvo ella al llamarle, aunque luego reflexionó y se dijo que tal vez no tuviera en Nueva York nadie más de quien despedirse.
Se sentó ante la mesa. Se había hecho a la idea de que habría un mensaje de Alison O'Keeffe. Pensó en llamarla, y llegó a empuñar el teléfono, pero al final lo dejó con gran cuidado en su sitio. Y casi en el acto sonó el aparato.
– Aquí Wilson Cleaver. ¿Cómo va eso, hermano? -Cleaver parecía dicharachero y entretenido, igual que la otra vez, como si le produjera un disfrute inmenso aquella especie de chiste privado que se gastaba a expensas del mundo entero-. ¿Qué noticias tenemos, Sherlock? ¿Hemos pillado ya al indigno, al culpable que le metió una bala en el ojo a nuestro amiguito el fisgón?
– No. Pero creo que ya sé quién ha sido.
Se hizo el silencio en la línea. Cleaver respiró un rato, como si estuviera pensando.
– ¿Y no piensa soltar el nombre? -más silencio-. Pues no, por lo que se ve me temo que no.
– Quiero que hablemos. Que hablemos de Charles Varriker.
– ¡Ja, ja, ja! ¿Dónde habré oído yo ese nombre? Mmm, no sé de qué me suena.
Se encontraron en un pub irlandés, en Broadway. Fue sugerencia de Cleaver, otro detalle añadido al guión ya excesivo de su chiste particular. Muldoon era un local enorme, mal iluminado, que recordaba un granero, con banderas tricolor en las paredes y tréboles por todas partes, así como pergaminos enmarcados en los que se exponían versos irlandeses en la consabida caligrafía ornamental, y una musculosa camarera con un uniforme de terciopelo negro y puntillas blancas, que bien podría haber lucido una lechera galesa en los tiempos mitológicos; Cleaver apareció con vaqueros y chaqueta de cuero; calzaba unas deportivas desgastadas, atuendo con el cual casi lograba parecer un tipo corriente. Pidió una pinta de Guinness y Glass pidió un Jameson a pesar de que era temprano.
– Varriker -dijo-. ¿Qué es lo que ha sabido de él?
Cleaver puso aparatosamente los ojos como platos.
– Eh, oiga: usted es quien sabe todo lo que se puede saber, así que ya me dirá.
– Aquella tarde en que nos vimos en la taberna de Central Park usted ya sabía muchas cosas sobre él. Sabía incluso en qué día de la semana tuvo lugar su muerte. ¿Qué es lo que le interesó tanto de él? ¿Por qué resolvió averiguar como fuese todo lo que pudiera?
Cleaver le mostró las palmas sonrosadas de las manos.
– Ya se lo dije: me estaba informando en la medida de lo posible sobre el Gran Bill Mulholland. Y sobre la marcha fueron saliendo a relucir muchas más cosas. Ya sabe usted lo que suele suceder.
– ¿Cosas sin utilidad, o todo lo contrario?
Cleaver mojó un labio que parecía prensil en la espuma cremosa de su Guinness y sorbió una porción de líquido brillante, del color del ébano.
– Joder -dijo, y torció el gesto-, ¿cómo son ustedes capaces de beber este mejunje?
Glass señaló su vaso bajo.
– Yo no.
– ¿Usted no bebe Guinness? ¿Y qué clase de irlandés no bebe Guinness, hermano? Ahora que lo pienso, ni siquiera es pelirrojo.
La maciza camarera se acercó a ellos para captar en parte la conversación mientras fingía pasar un trapo por la barra.
– Escuche -dijo Glass-. Creo que Varriker es la clave de todo.