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Glass contempló al joven, sentado de espaldas a la cristalera y tan sonriente.

– Bueno -dijo al fin, y levantó la copa de vino-, pues mi más cordial enhorabuena, joven- tendía a no interpelar a su hijo adoptivo por su nombre de pila, al menos mientras pudiera ahorrárselo.

– Gracias, papá -dijo David con sarcasmo, y levantó la taza de té para corresponder al brindis.

De pronto, sin venir a cuento, Glass recordó la primera vez que se vieron Louise y él, una tarde de abril, en la mansión de John Huston, cerca de Loughrea, en la húmeda y tempestuosa costa oeste de Irlanda. Él era entonces un joven precoz, de diecinueve años tan sólo, y había ido a entrevistar al director de cine para el Irish Times. Allí se encontró con Bill Mulholland y su hija. Habían llegado a caballo desde la mansión que había adquirido Mulholland no mucho antes, en el valle, y Louise llevaba unos pantalones de montar ligeramente sucios, y una pañoleta verde al cuello. Apenas tenía diecisiete años. Se le habían arrebolado las mejillas y el cuello tras la cabalgata, y tenía una rociadura de pecas en el puente de una nariz por lo demás perfecta. Glass casi no fue capaz de decir palabra debido al enorme esfuerzo que le costó no quedarse embobado mirándola. Huston, el viejo sátiro, de un simple vistazo se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo en las entrañas del joven, y sonrió como acostumbraba, como un orangután, a la vez que le puso un dry martini en la mano.

– Ten, chaval -le dijo-, tómate algo que te anime. Falta te hace.

David Sinclair había terminado la taza de té. Se levantó a la vez que se estiraba los puños de la camisa. Iba con prisa, señaló como de pasada, con lo que dio la impresión de que se le esperaba en un sitio demasiado importante para decir su nombre en público.

Glass se dio cuenta de que el joven estaba realmente encantado de haberse conocido. Director del Fondo de Inversiones Mulholland a los… ¿qué edad tenía? ¿Veintitrés? Sobradamente joven, pensó Glass con satisfacción, para meterse en un berenjenal del que sólo saldría a duras penas. Su madre, como es natural, podría escudarle de la peor de sus meteduras de pata, pero el Gran Bill, fundador del Fondo de Inversiones, no tenía por su nieto todo el cariño que Louise hubiese querido, y el Gran Bill no era un hombre precisamente dado a perdonar.

Cuando se marchó el joven, Louise hizo una seña al camarero para que le trajera la cuenta y se volvió hacia su marido.

– No sé si eres consciente -le dijo- de lo clarísimamente que se te notan los celos.

Glass se quedó mirándola.

– ¿Y de quién tengo celos yo?

Ella entregó la tarjeta platino al camarero, que se marchó y volvió en el acto con la cuenta. Estampó su espléndida firma con firmeza, y el empleado le dio la copia antes de marcharse. Glass la observó doblar el recibo cuidadosamente, con cuatro dobleces, e introducir el papelito en su bolso. Así era Louise: doblar y archivar, doblar y archivar.

– Me sorprende que en American Express aún no hayan hecho una tarjeta especial para ti -dijo Glass con cautela-. Por ejemplo, de kriptonita.

Ella no hizo caso. Sus chistes mordaces los pasaba siempre por alto. Miró el mantel, palpó con los dedos la hilatura.

– El Fondo de Inversiones lleva a cabo un trabajo muy valioso, date cuenta -dijo-. Mucho más valioso de lo que pueda parecer, y no sólo por echar una mano en la resolución de ese lamentable conflicto que de un tiempo a esta parte persiste en tu tierra natal.

A él le maravilló su manera de hablar, siempre con frases bien moldeadas, con una precisión insólita, haciendo sutilezas, separando el heno de la paja. Sus tres años de estudios en Inglaterra, así como el curso de doctorado que hizo entre los positivistas lógicos de Oxford, habían puesto a punto su dicción y le habían prestado una finura esplendente.

– Lo sé -dijo, e intentó no parecer petulante-, sé muy bien qué obras lleva a cabo el Fondo de Inversiones.

Ella desbarató la aparente protesta con un gesto.

– Tú, para variar, eres demasiado cínico. Y, además, qué duda cabe, estás demasiado celoso. Te resultaría imposible admitir la importancia de todo lo que hacemos. Francamente, me da igual. Hace mucho tiempo que dejó de importarme lo que pienses o dejes de pensar. Ahora bien: no voy a consentir que contagies tu amargura a mi hijo. Tus fracasos no son culpa suya. No son culpa de nadie, salvo tuya. Así que guárdate tus sarcasmos, no los necesito -alzó la vista del mantel para mirarlo. Lo hizo con un rostro tan inexpresivo como el del carísimo reloj que lucía su hijo, tras cuya esfera se sucedía una miríada de movimientos invisibles e infinitamente intrincados-. ¿Lo has entendido?

– Salgo a fumar un cigarro -dijo él.

Había dejado de llover, y la calle humeaba bajo la acuosa luz del sol. Volvió caminando al despacho, con el fresco de la primavera aún incipiente traspasándole la tela ligera de la chaqueta. Pensaba en Dylan Riley, al que imaginó en algún loft del Village encorvado encima de sus máquinas, con el brillo espectral y nocturno de las pantallas en la cara, las imágenes impresas en los óvalos brillantes y oscuros de sus ojos. Había de pasar una semana hasta que Glass recibiera noticias suyas, y entonces sabría con toda claridad cuan afilado y penetrante era el mordisco del Lémur.

3. El mordisco

Glass había pasado la semana en su despacho, haciendo todo lo posible por acostumbrarse a la pared de cristal y acero, al aire estancado y, muy en especial, al vértigo que le producía semejante elevación sobre la calle. Intentó llevar un horario de oficinista y llegaba a las nueve, aunque se escabullía con aire taciturno al cabo de cinco o seis horas. Un día, cuando se le ocurrió que no había nadie que pudiera impedírselo, se fumó un cigarro, para lo cual se permitió incluso el lujo de retreparse en el sillón con los pies encima de la mesa, un tobillo encima del otro. Ningún cigarro prohibido, ni siquiera los que le rateaba a su padre quitándoselos de uno en uno del bolsillo de la chaqueta, cuando tenía diez años, le había sabido tan rico: a osadía, a peligro, a excitación.

Poco menos que en el acto, sin embargo, se percató de los problemas que acababa de causarse él solo. ¿Cómo iba a lograr que desapareciera el olor a tabaco si las ventanas, en un piso tan elevado, estaban día y noche cerradas a cal y canto? Aquella peste delatora con toda probabilidad sería perceptible a lo largo de semanas debido al aire infinitamente reciclado de la estancia. Y aún más a corto plazo, ¿qué iba a hacer con la ceniza, o, ¡joder!, con la colilla? Al final, improvisó un cenicero con el papel de aluminio de una chocolatina Hershey que alguien había dejado en la papelera, y se sintió tan orgulloso de sus recursos y de su inventiva como Robinson Crusoe. Cuando terminó, dobló el papel de aluminio con la misma pulcritud que si lo hubiera hecho Louise y se lo guardó en el bolsillo -le sorprendió el intenso calor que aún desprendía la colilla apagada- y se escabulló con la cautela de un delincuente a los aseos, donde se encerró en un retrete y vació el contenido del envoltorio en la taza. Como era de suponer, la flotabilidad del filtro impidió que se lo llevara el agua de la cisterna -e incluso parte de la ceniza quedó en la superficie-, y al cabo repitió la operación varias veces, en vano, y tuvo que pescar aquel desecho mojado y envolverlo en un trozo de papel higiénico para llevárselo de nuevo al despacho y tirarlo allí a la papelera, donde, supuso con pesimismo, lo hallaría la mujer de la limpieza, o algún conserje con ganas de fisgar, para denunciarlo sin duda.

¿Y los auténticos adictos, se preguntó, los pobres infelices enganchados a la heroína, o al crack, o a la cocaína, o a esa droga nueva, la metil-no-sé-qué? ¿Era la vida en su caso una serie de frustraciones penosas y cómicas, de subterfugios e ineptitudes? Supuso que así debía de ser, aunque también supuso que los yonquis no suelen ver el lado gracioso de las cosas. Tampoco es que él se estuviera partiendo exactamente de risa.