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– ¿Qué puede haberle ocurrido a Pedro para no estar entre nosotros? -preguntó.

– Yo lo he visto en las cercanías del templo cuando llevé a sacrificar al cordero. No creo que le haya sucedido nada -respondió Simón.

Al resto de los discípulos les llamó la atención que Pedro, a quien habían elegido como su líder, se encontrase cerca del templo. Simón incluso fue más allá al explicar a los presentes que había visto al apóstol hablando con Jonatán, el jefe de la guardia, pero que en ese momento no le había dado mayor importancia al asunto.

En el mismo instante en que Simón respondía a la pregunta de Mateo, Caifás, el sumo sacerdote, estaba ofreciendo a uno de los discípulos treinta monedas de plata por traicionar al que llamaban Jesús.

El discípulo propuso entregar al maestro a los guardias del templo en la misma casa de Sión donde se celebraría la cena, pero Jonatán no estaba dispuesto a arriesgarse a sufrir una emboscada en las estrechas calles de aquel laberinto.

Como segunda opción, el traidor brindó al oficial la posibilidad de entregar a su maestro en el lugar al que, tras finalizar la cena de Pascua, irían a orar: Gath Shemane, la prensa de olivas, o Getsemaní. El oficial lo aceptó, dado que si detenía al hombre en campo abierto, evitaba una emboscada.

– ¿Cómo reconoceremos a tu maestro? -preguntó-Caifás al traidor.

– Yo os lo indicaré -dijo.

– Muy bien. Será esta misma noche -aseguró el sumo sacerdote-, y tú nos lo entregarás.

A muy poca distancia de allí, el Hombre había llegado ya a la casa en la que debía reunirse junto a sus doce discípulos. Mientras se lavaba los pies y las manos, preguntó por Pedro.

– No sabemos dónde está -respondió Tomás, el pescador nacido y criado a orillas del mar de Galilea. El resto de los allí reunidos pensaban de él que era taciturno, receloso y demasiado pesimista.

De repente sonó un golpe seco en la puerta. Era Judas Iscariote. Ya sólo faltaba Pedro. Al cabo de un rato llegó y se unió al resto.

– Perdonad mi tardanza, maestro -se disculpó.

– Sólo espero que la causa de tu tardanza se deba a motivos personales y no porque otros lo hayan elegido así -respondió el Maestro. Los discípulos no entendieron a qué se refería y por qué hablaba con tanto misterio aquel que ellos habían elegido como guía.

Bartolomé, a quien sus compañeros llamaban el Luchador y cuya ascendencia se remontaba a la rebelión de los macabeos de hacía dos siglos, rompió el tenso silencio.

– El cordero está preparado -anunció.

Pedro aún no se había repuesto de la sorpresa ante la extraña respuesta de su Maestro. Antes de subir a la planta de arriba, donde debía celebrarse la cena, pidió a Judas Iscariote que se reuniera a solas con él, en el patio.

Pedro intentó seguirles, pero el Hombre hizo un ademán para detenerle.

– Sólo él, mi fiel Judas, debe oír lo que voy a decir -sentenció.

Pedro, Bartolomé y Santiago el Menor se mantuvieron en las cercanías, asistiendo con curiosidad a la escena que se desarrollaba ante ellos. Poco después, los tres apóstoles vieron cómo Judas, con los ojos anegados en lágrimas, se arrodillaba ante Él, sujetando una mano entre las suyas, mientras el Hombre tocaba con la otra mano la cabeza de su discípulo como si estuviera consolándole.

En cuanto el Hombre y Judas Iscariote se reunieron con el resto, se dirigieron a la planta de arriba y los doce se sentaron en torno a su maestro, alrededor de la mesa. El Hombre encendió las velas.

– He deseado celebrar esta Pascua con todos vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la celebraré más hasta que llegue el Reino de Dios -dijo.

Los discípulos guardaron silencio. Judas, que aún tenía lágrimas en los ojos, miraba atentamente a su Maestro. Pedro, por su parte, se mantenía casi ajeno a lo que allí estaba sucediendo, como si aguardase que ocurriera algo.

El relato quedó interrumpido por la fuerte tos del moribundo. Su discípulo intentó darle a beber un poco de agua, pero la sangre de esputo se mezcló en ella.

– Me queda poco tiempo. Debemos seguir, es preciso -propuso el anciano.

Antes de continuar, Eliezer se levantó y llenó las lámparas con aceite para aumentar la intensidad de la luz.

El Maestro bendijo una de las jarras y llenó el primer vaso en honor del kiddush, la santificación; un segundo vaso por el haggadash, la celebración del cordero; un tercer vaso, por las oraciones de acción de gracias, y, finalmente, un cuarto vaso, para acompañar las últimas plegarias. Después volvió a hablar:

– Porque os digo que, a partir de este momento, no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios.

A continuación, el Maestro pasó a Juan el plato del hazareth, una salsa picante roja. Éste cogió un trozo de pan y lo mojó en ella. Seguidamente, pasó el plato a Andrés, éste a Bartolomé, y así a Tomás, Mateo, Santiago el Menor, Santiago el Mayor, Felipe, Judas Tadeo, Simón el Zelote, Judas Iscariote y, finalmente, Pedro.

Juan no apartaba su mirada de Pedro. El resto no confiaba en él. Juan, antiguo pescador, se había mostrado en muchas ocasiones pendenciero, indolente y egoísta con el resto de discípulos y estaba ansioso por usurpar el lugar de Pedro junto al maestro. Judas miraba en silencio a Pedro y a Juan, manteniendo el secreto de lo que el Hombre le había anunciado en el patio. Aquélla no parecía una cena de Pascua, sino más bien una cena de despedida.

Para Judas, su Maestro estaba intentando que los doce trabajasen juntos, sin ambiciones desmedidas entre ellos. Ninguno debía ser más grande que los otros, ni más poderoso entre los humildes, ni más importante entre los modestos. Los doce se encontraban allí reunidos, en una humilde casa de Sión, no sólo para que su Maestro pudiese agradecerles su fidelidad, sino también para informarles de la misión que se les iba a encomendar: once de ellos deberían servir de guías religiosos al resto de la humanidad. El último de los doce sería el elegido.

Pedro se sentía molesto con Juan, quien lo acusaba de no seguir los preceptos de su Maestro y de mostrarse en demasiadas ocasiones superior a los demás.

– ¡Yo, al menos, estoy dispuesto a seguir a mi Maestro hasta la muerte! -exclamó.

El Maestro interrumpió repentinamente la discusión.

– En verdad te digo, Pedro, que antes de que hoy cante el gallo me habrás negado tres veces.

La cena transcurrió desde ese mismo momento según las normas establecidas en la ley: se recitaron los salmos 113 y 144 del Hallel, se bebió el agua con hierbas amargas y cada uno de los comensales degustó un trozo de cordero.

– Uno de vosotros me entregará -sentenció el Maestro casi al final de la cena.

– ¿A quién te refieres? -preguntó Santiago el Menor.

Se hizo un largo silencio.

– Lo que vayáis a hacer, hacedlo pronto, porque uno de vosotros me entregará para que otro de vosotros pueda heredar las llaves del Reino cuando yo ya no esté entre vosotros.

Los presentes dirigieron su atención hacia Pedro, que intentó rehuir sus miradas.

– Lo único que os digo es que no me podréis seguir al lugar al que voy, pero debéis amaros los unos a los otros como yo os he amado. Ha sido glorificado el Hijo del Hombre, y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también le glorificará en sí mismo, y le glorificará pronto. -Tras un breve silencio, el maestro arrancó un trozo de pan y dijo-: Tomad y comed, porque éste es mi cuerpo. -Seguidamente cogió una copa de vino y pronunció en tono solemne-: Tomad y bebed, porque ésta es mi sangre, testamento de la alianza, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados.

Bebieron todos de ella y, una vez vacía, se la devolvieron al Maestro.