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– Afdi, te traigo un mensaje -le dijo Ariel.

– Gracias, Ari -respondió la joven, apartándose de él para poder leerlo.

– ¿Son malas noticias? -preguntó Ariel al ver el rostro de la joven.

– Oh, tengo que llamar a mi hermana. Debe de ser algo urgente.

Unas horas más tarde, ya en su despacho en el Museo Rockefeller, Afdera se dispuso a telefonear a su hermana Assal. Cogió el auricular y marcó el número de su casa: 00, internacional; 39, prefijo de Italia; 41, prefijo de Venecia; y el número, 522 2349.

Tras unos segundos y varios tonos, una voz respondió al otro lado de la línea.

– ¿Rosa? -preguntó Afdera.

– ¿Señorita Afdera? -inquirió la voz.

– Sí, Rosa, soy Afdera.

– ¡Qué alegría escuchar su voz, señorita Afdera! ¿Dónde está usted? -preguntó la criada.

– Llamo desde Jerusalén, desde Israel -dijo Afdera en tono más alto.

– ¿Desde dónde llama?

La mujer, ahora algo sorda, estaba al servicio de la familia Brooks desde hacía casi cincuenta años, cuando entró a trabajar para la abuela de Afdera, Crescentia Brooks. Sin ningún familiar vivo, los Brooks habían dejado a la anciana Rosa vivir en el palacio familiar de Venecia. Se había convertido en un miembro más de la familia.

– Rosa, quiero hablar con mi hermana -pidió Afdera, intentando pronunciar las palabras de forma clara y en tono más alto para suplir la sordera de la anciana criada.

– La señorita Assal no está ahora en el palacio, señorita Afdera. Si quiere, déjeme su número y le diré que la llame;

– Tengo un mensaje urgente de ella. ¿Sucede algo? -preguntó la joven.

Al otro lado del auricular, Afdera pudo oír unos pasos que se acercaban corriendo. Sin duda, era su hermana Assal.

– Hola, hermanita.

– Hola, Assal, ¿qué ocurre? -preguntó intrigada Afdera.

– Es la abuela.

– ¿Qué le pasa a la abuela? -volvió a preguntar la joven.

– Se está apagando y quiere verte.

– ¡Mierda! -exclamó Afdera al otro lado de la línea-. No creo que me dé tiempo a regresar en un día. Tengo que ver las conexiones de vuelo desde Tel Aviv a Venecia. Déjame ver qué puedo hacer y te vuelvo a llamar.

– Bien. Espero tu llamada.

– Hermanita, no dejes que la abuela muera hasta que no llegue. Debo estar con ella -pidió Afdera antes de colgar.

– No te preocupes. La cuidaré, pero ven lo antes posible -le recomendó su hermana.

Afdera quedó envuelta en el silencio de su pequeño y polvoriento despacho en el sótano del Museo Rockefeller, intentando recordar su pasado y el vacío que iba a dejar en ella y en su hermana la muerte de su abuela.

Para la joven, su abuela Crescentia era como una heroína de esos libros de aventuras que leía en la oscuridad de su dormitorio cuando era tan sólo una niña.

Su abuela había nacido en el Egipto británico, aunque sus padres decidieron enviarla a estudiar a París y a Ginebra siendo muy joven.

En la capital francesa conoció a su primer esposo, un exiliado ruso seguidor del Zar, que le enseñó el arte de la joyería. Después de casarse en segundas nupcias con el barón Raniero Franchetti, se instaló en Venecia. Allí mantuvo estrechos lazos con la comunidad judía. Se creía que Crescentia y su esposo se dedicaron durante la ocupación alemana, desde 1943 hasta 1945, a esconder a ciudadanos judíos en el laberíntico subsuelo de Venecia. Afdera aún mantenía viva en su recuerdo una fotografía en blanco y negro de sus abuelos bailando envueltos en la bandera tricolor en la plaza de San Marcos, el 28 de abril, día de la liberación.

Fue en la ciudad de los canales donde Crescentia Brooks estableció su primera galería, la Brooks Antique Gallery. Junto a su marido y su hija, la madre de Afdera y Assal, había viajado por Egipto, Somalia, Sudán y Etiopía, y durante esos largos viajes fue aficionándose a las antigüedades. Los nombres de sus nietas se los puso su abuelo en honor a los dos lagos salados que se encontraban en la región etíope de Afar, a ochocientos cincuenta kilómetros al este de Addis Abeba.

El abuelo de las niñas, Raniero Franchetti, había sido un famoso explorador que viajó desde los mares de China a las Montañas Rocosas. Le gustaba contar a sus nietas cómo había sido abandonado en Malasia por la tripulación de un junco en el que se había extendido la peste. También relataba que había vivido cerca de un año en una tribu de pigmeos y cómo fue rescatado por una misionera inglesa cuando todos lo daban por muerto. Pero su historia más memorable, según contaba la propia Afdera, era la que narraba su expedición por la Dankalia etíope siguiendo las huellas de la expedición Giulietti, masacrada por la tribu de los dankali. De niñas, Afdera y Assal pasaban horas y horas mirando los diarios antiguos de su abuelo, escritos con prolija letra e ilustrados con dibujos a la acuarela de lugares y personajes con los que se había encontrado en sus viajes por todo lo largo y ancho de este mundo. La bella Crescentia Brooks, la abuela de Afdera, fue uno de esos curiosos personajes con los que él se cruzó, convirtiéndose pocos años después en su esposa.

Afdera miró la fotografía colocada en un marco de plata ennegrecida sobre la mesa de su despacho en la que aparecía su abuelo con su fino bigote negro y tocado con un salacot. Su abuela llevaba un pequeño sombrero que dejaba entrever un cabello negro, con el corte típico de los años veinte, y una sombrillita que le protegía del calor del desierto etíope.

«Tal vez por eso yo llevo el mismo corte de pelo», pensó Afdera.

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, su abuela se convirtió en una de las más importantes y prestigiosas marchantes de antigüedades de toda Europa. Abrió una sucursal de su negocio en la capital suiza, Berna, principal centro neurálgico de antigüedades del continente, mientras importantes museos de Japón, Estados Unidos, Alemania e Israel reclamaban sus servicios para adquirir piezas egipcias para sus colecciones. De niña le resultaba fascinante ver cómo su abuela era capaz de negociar en un árabe fluido el precio de una codiciada figura de Horus, en un perfecto griego el precio de una valiosa figura de Heracles en reposo o cómo cerraba tratos de millones de dólares en antigüedades en inglés, francés, alemán e incluso ruso.

Ylan Gershon, director del Museo Rockefeller de Jerusalén y viejo amigo de la familia, le decía siempre á Afdera que su abuela era capaz, sólo con el olfato, de detectar si una pieza egipcia era original o simplemente una copia. Ésa era tal vez una leyenda más de las que rodeaban la figura de Crescentia, pero para ella y su hermana su abuela lo había sido todo desde aquella oscura mañana, cuando la vieron bajarse de un taxi en Nueva York. Sus padres acababan de fallecer en un accidente cuando se dirigían a escalar las cumbres que rodeaban la ciudad de Aspen.

Esa imponente y autoritaria mujer se convirtió entonces en su única familia y ellas, dos niñas de once y nueve años, en la única familia de Crescentia Brooks. Sin decir nada, la mujer abrazó fuertemente a sus nietas y se las llevó a vivir con ella a su palacio veneciano.

– No os preocupéis por nada. La abuela está aquí con vosotras. No os sucederá nada -les dijo.

A ella le debía todo lo que era, incluso su amor y su pasión por la arqueología, la historia y las antigüedades. Su abuela la había convencido para que estudiase historia en Oxford y se especializase en arqueología egipcia y bíblica en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Gracias a sus «oscuras» relaciones, como a Crescentia le gustaba definir sus contactos de negocios, Afdera consiguió trabajar en el Museo Rockefeller, cuartel general de la Autoridad de Antigüedades de Israel. Sin duda, Crescentia estaba preparando a su nieta para que la sucediese en el negocio una vez que ella hubiese fallecido, pero lo que Afdera aún no sabía es que también heredaría un valioso secreto.

***

Venecia