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—Mi vista es buena, mi señor, pero las islas se hallan a dos días de navegación, y creo que hasta mi vista tiene límites. Pero… —Sleet se quedó boquiabierto—. ¡Mi señor…!

—¿Qué ocurre?

—¡Una isla viene flotando hacia nosotros, mi señor!

Valentine intentó verla, con cierta dificultad al principio: era por la mañana y un brillante y flameante fulgor iluminaba la superficie del mar. Pero Sleet cogió la mano de Valentine y apuntó con ella, y Valentine lo vio. Las crestas del espinazo de un dragón hendían el agua. El espinazo avanzaba sin cesar y bajo él había una mole vasta e increíble, apenas visible.

—¡El dragón de lord Kinniken! —gritó Valentine con sofocada voz—. ¡Y viene derecho hacia nosotros!

4

Tal vez era el dragón de lord Kinniken, o con más seguridad otro ni con mucho tan grande, pero en cualquier caso era imponente, mayor que el Brangalyn, y se dirigía hacia el barco firmemente, sin vacilación. Un ángel vengador o una fuerza irreflexiva, era imposible saberlo, pero su mole era indiscutible.

—¿Dónde está Gorzval? —espetó Sleet—. ¿Armas, pistolas…?

Valentine se echó a reír.

—Tan fácil como contener un alud con un arpón, Sleet. ¿Eres buen nadador?

Casi todos los cazadores estaban preocupados con la pesca. Pero algunos ya habían mirado en dirección contraria, y en cubierta había una frenética actividad. El arponero había girado en redondo y su silueta se perfilaba en el cielo, con lanzas en todas las manos. Otros marineros habían trepado a las cúpulas contiguas. Valentine, al buscar con la mirada a Carabella, Deliamber y los demás, vio que Gorzval corría alocadamente hacia el timón; el rostro del skandar estaba lívido y los ojos se le salían de las órbitas, tenía el aspecto de una persona que está en presencia de los ministros de la muerte.

—¡Arriar los botes —chilló alguien.

Los cabrestantes giraron. Muchas figuras corrían atolondradamente de un lado a otro. Una de ellas, un yort con las mejillas ennegrecidas a causa del miedo, agitó un puño ante Valentine y le cogió rudamente por el brazo.

—¡Vosotros tenéis la culpa de esto! —murmuró—. ¡No debimos permitir que subierais a bordo, ninguno de vosotros!

Lisamon se presentó de pronto y apartó al yort como si fuera un objeto inservible. Luego rodeó a Valentine con sus potentes brazos para protegerle de cualquier mal que pudiera llegar.

—El yort tenía razón, ¿sabes? —dijo tranquilamente Valentine—. Formamos un grupo de mal agüero. Primero Zalzan Kavol pierde el vagón, y ahora el pobre Gorzval pierde…

Hubo un espantoso impacto: el dragón que embestía había topado con un costado del Brangalyn.

El barco escoró como empujado por la mano de un gigante, y a continuación se inclinó vertiginosamente hacia el lado contrario. Un pavoroso temblor hizo estremecer el maderamen. Se produjo un impacto secundario —¿las alas que golpeaban el casco, quizá el azote de la cola?— y luego otro, y el Brangalyn fluctuó rápidamente como si fuera un corcho.

—¡Vamos a desfondarnos! —gritó una desesperada voz.

Todo empezó a rodar sobre cubierta: una gigantesca caldera usada para extraer grasa rompió sus amarres y cayó sobre tres infortunados tripulantes, una caja con hachas para partir huesos se rompió y resbaló hacia un costado del barco… Mientras el navío continuaba oscilando y dando guiñadas, Valentine vio fugazmente al gran dragón al otro lado del Brangalyn, donde pendía la última captura, desequilibrando la embarcación. El monstruo dio la vuelta y se preparó para un nuevo ataque. Ya no había duda de que sus embestidas tenían un objetivo concreto.

El dragón arremetió con el hombro. El Brangalyn sufrió una violenta sacudida. Valentine gruñó, pues la protección de Lisamon se convirtió en un abrazo prácticamente aplastante. Valentine no tenía la menor idea del paradero de los otros, no sabía si iban a sobrevivir. El barco estaba perdido, era indudable; ya estaba inclinándose a la banda de un modo terrible a consecuencia del agua que entraba en la bodega. La cola del dragón se alzó casi hasta la cubierta y golpeó de nuevo. Todo se desvaneció en el caos. Valentine notó que volaba. Se remontó garbosamente, cayó dando vueltas, se lanzó hacia el agua con elegancia y destreza.

Cayó en algo parecido a un remolino y la terrible y turbulenta espiral succionó su cuerpo.

Mientras se hundía, Valentine no pudo menos que escuchar el sonido de la balada de lord Malibor. La verdad era que la Corona tomó gusto a la caza de dragones, hacía diez años, y un día partió a bordo de un dragonero que tenía fama de ser el mejor de Piliplok. El barco se perdió con toda su tripulación. Nadie supo lo que había pasado, aunque el gobierno —así constaba en los irregulares recuerdos de Valentine— se refirió a una repentina tormenta. La causa más probable, pensó Valentine, era esa bestia asesina, ese vengador de la especie de los dragones.

Veinte kilómetros de largo, cinco de ancho y tres de alto, así era él.

Y en esos momentos otra Corona, la segunda después de Malibor, iba a encontrar idéntica muerte. Valentine experimentó una curiosa indiferencia al pensar en ello. Pensó que iba a morir en los rápidos del Steiche, y sobrevivió. Aquí, con cientos de kilómetros entre él y cualquier tipo de seguridad, y muy cerca de los coletazos de un rabioso monstruo, estaba todavía más perdido, pero de nada servía lamentarse. El Divino le había retirado su favor. Lo que apenaba a Valentine era que personas muy queridas iban a morir con él, sólo porque habían sido leales, porque se habían comprometido a seguirle en el viaje a la Isla, porque se habían vinculado a una infortunada Corona y a un no menos infortunado capitán de dragonero y debían compartir el diabólico destino de ambos.

Valentine notó que se hundía más en el corazón del océano y dejó de meditar sobre las mareas de la fortuna. Pugnó por respirar, quiso toser, se atragantó, escupió agua y tragó más. Su corazón latía despiadadamente. Carabella, pensó, y las tinieblas le envolvieron.

Desde que despertó, desde que abandonó su truncado pasado y se encontró cerca de Pidruid, Valentine nunca había dedicado excesiva meditación a una filosofía de la muerte. La vida ya le ofrecía suficientes retos. Recordó vagamente las enseñanzas recibidas en la pubertad: todas las almas vuelven a la Fuente Divina en su último momento, cuando se produce la descarga de energía vital, y recorren el Puente de los Dioses, el puente que es responsabilidad principal del Pontífice. Pero Valentine jamás se había detenido a considerar si había algo de cierto en esa enseñanza, si existía el otro mundo, cómo era el más allá. En ese momento, sin embargo, recuperó el conocimiento en un lugar tan extraño que superaba la imaginación incluso del pensador más fértil.

¿Se encontraba en la otra vida? Era una gigantesca sala, una silenciosa y enorme habitación de gruesas y húmedas paredes rosadas y un techo que en ciertos puntos era elevado y abovedado y se apoyaba en potentes pilares, y en otros lugares descendía hasta casi tocar el suelo. En ese techo había resplandecientes hemisferios que emitían una tenue luz azulada, como si fueran fosforescentes. El ambiente era fétido y vaporoso, y tenía un sabor áspero, amargo, desagradable y sofocante. Valentine estaba tendido de costado en una superficie mojada y resbalosa, rugosa al tacto, muy arrugada, con constantes palpitaciones y temblores. Apoyó en ella la palma de la mano y experimentó una especie de convulsión interna. La textura del suelo era totalmente desconocida para él, y los ligeros aunque perceptibles movimientos interiores le hicieron dudar: ¿había penetrado en el mundo que hay después de la muerte, o se trataba simplemente de una grotesca alucinación?